Supermercados: algo m¨¢s que sexo silvestre
Aunque este verano la risa fue lo de ligar en Mercadona portando una pi?a al atardecer, estos establecimientos nos dicen mucho m¨¢s sobre las derivas de la sociedad y la vida contempor¨¢nea
Una ma?ana de diciembre de 2015 me asom¨¦ al balc¨®n y vi c¨®mo un currante, subido a una escalera, colocaba el cartel de ¡°24 horas abierto¡± en la fachada del Carrefour de Lavapi¨¦s. Avis¨¦ a Liliana para que saliera a hacer una foto, y sali¨®, y la hizo. Es como la imagen de la bandera de Iwo Jima, la de Neil Armstrong en la superficie lunar o la del Ej¨¦rcito Rojo tomando el Berl¨ªn nazi: personas colocando s¨ªmbolos que significan un antes y despu¨¦s en la Historia. A ver si luego la encuentro y la pongo aqu¨ª abajo.
Los supermercados dicen cosas de la sociedad que los alberga: que el Carrefour, de pronto, abriese las 24 horas dec¨ªa cosas sobre nuestros horarios, nuestra forma de vida, nuestras expectativas de consumo. En aquellas noches llegaba a casa a horas intempestivas y comprobaba que el Carrefour, s¨ª, estaba abierto a las cuatro de la ma?ana. Hab¨ªa reponedores reponiendo, ciudadanos comprando verduras en el ¨²nico hueco disponible y borrachos en pos de una pizza cuatro quesos de Casa Tarradellas en la que luego volcar dos latas de at¨²n. A veces, ese era yo.
Este verano la risa ha sido lo de ligar en el Mercadona portando una pi?a al atardecer. Me record¨® a eso de que en EE UU faltan espacios de socializaci¨®n y hay que rebuscar el amor en los pasillos del supermercado, entre cajas de detergente y pechugas de pollo. Record¨¦ Bowling alone (algo as¨ª como Solo en la bolera), el libro del soci¨®logo Robert Putnam, de hermoso t¨ªtulo, que hablaba del creciente individualismo: cada vez m¨¢s gente iba sola a jugar a los bolos (y, me imagino, a ligar en el s¨²per). Daba ternura. Record¨¦ tambi¨¦n Lost in the supermarket (Perdido en el supermercado), la canci¨®n de los Clash en la que Mick Jones canta a la alienaci¨®n de la vida moderna, encarnada en esas compras que ya no le otorgan satisfacci¨®n ni sentido.
En el Carrefour de Lavapi¨¦s, peque?o teatro del mundo, yo he visto muchas cosas. Lo primero, el cambio en la demograf¨ªa: donde antes compraban vecinos tradicionales y migrantes, ahora compran migrantes y modernos pelicoloridos y turistas, m¨¢s turistas, muchos turistas (se les diferencia perfectamente por el contenido de la cesta). Es un reflejo de los procesos de urbanalizaci¨®n, gentrificaci¨®n y turistificaci¨®n rampantes. Tambi¨¦n son notorias las mutaciones en el interiorismo: a principios de siglo este s¨²per parec¨ªa un cuarto de ba?o gigante, con azulejos blancos por doquier, luz fluorescente, frialdad sovi¨¦tica. Ahora se persigue un dise?o acogedor, colores oscuros, una iluminaci¨®n m¨¢s tenue e indirecta que acaricia a la compraventa, como manda el canon contempor¨¢neo.
La creciente preocupaci¨®n por la alimentaci¨®n, los al¨¦rgenos, las intolerancias, los ultraprocesados, la trazabilidad, etc, se explicita en la amplia secci¨®n de productos ecol¨®gicos y en la forma en la que los ciudadanos escudri?an los ingredientes, desconfiados de las triqui?uelas de la industria alimentaria; algunos hasta concernidos por la semiesclavitud de los invernaderos o el bienestar de las gallinas ponedoras. El fetichismo de la mercanc¨ªa, que dijo Marx, nos va dejando de obnubilar.
De la sofisticaci¨®n e internacionalizaci¨®n del comer da cuenta la barra de sushi; de la prisa contempor¨¢nea, el mostrador de comida preparada. Un verano, hace a?os, conviv¨ª con unas estudiantes de Literatura procedentes de Argelia que ven¨ªan a la Complu: acostumbradas a los mercados tradicionales, les provocaba repulsa tanto pl¨¢stico y cart¨®n. ¡°?D¨®nde est¨¢ la comida?¡±, se preguntaban. Y con raz¨®n, porque la comida se envolv¨ªa en abundantes capas de (lo que, en un plis, ser¨¢) basura. Eso no ha cambiado.
El aluvi¨®n tecnol¨®gico salta a la vista, porque buena parte de las cajas se han convertido en m¨¢quinas de autocobro. En ellas, Carrefour te hace trabajar pero no te descuenta nada por ese trabajo. Casi nunca las uso, pero cuando lo hago siento que ¡°emosido enga?ado¡± y que pronto seremos sojuzgados por robots posthumanos. Lo m¨¢s dist¨®pico es esa currante que tienen explicando c¨®mo usar unos ingenios que, andando el tiempo, destruir¨¢n su puesto de trabajo.
En los mercados de abastos, por supuesto, tambi¨¦n se avistan cosas. Ah¨ª es donde realmente hay que comprar, aunque, ay, yo tampoco voy tanto como me gustar¨ªa, que no me da la vida. Una vez la directora de uno me cont¨® que le costaba encontrar recambio generacional para las fruter¨ªas y las pescader¨ªas: ¡°?Los j¨®venes solo quieren poner puestos de sal del Himalaya!¡±. En los gastromercados se mezcla el hambre con el consumo libidinal: las cosas del comer con las cosas del molar.
Muchos mercados, pues, devienen gastromercados, y algunos, como el de San Miguel, son completamente colonizados por el turismo. Otros mercados de toda la vida van como un pepino, como el de Santa Mar¨ªa de la Cabeza, en Madrid, o el de El Font¨¢n, en mi Oviedo natal, que el alcalde Alfredo Canteli, adicto al turismo, quiere gastroestropear, aun estando lleno de vida y car¨¢cter. Como si no hubiera suficientes bares en el Oviedo Antiguo. Por el momento los juiciosos comerciantes le han parado los pies y han mantenido las esencias tradicionales del lugar. Es curioso: para conservar la ciudad hay que pelearse a menudo con los conservadores.
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