Dadme caf¨¦ malo
Cada ma?ana lleno el cacillo de mi cafetera de moka de rosca de toda la vida, una de esas que hacen ¡®gru-gru¡¯ cuando el caf¨¦ est¨¢ listo, con tres cucharadas de caf¨¦ de supermercado
Tengo en la alacena cinco paquetes de caf¨¦ de especialidad car¨ªsimo y no s¨¦ qu¨¦ hacer con ellos. Cada una de esas bolsitas marrones de pl¨¢stico termosellado con autocierre herm¨¦tico doble, recubiertas de papel marr¨®n elegante, contiene un cuarto de quilo de caf¨¦ monovarietal seleccionado, de cultivo sostenible, tostado en origen, comprado a granel en la tienda gourmet de la ciudad, molido expresamente de acuerdo al modelo de cafetera que tengo en casa. Todas ellas son regalos bienintencionados de gente m¨¢s o menos pr¨®xima que sabe que el mundo de la gastronom¨ªa me interesa, que soy de morro fino, y que tomo mucho m¨¢s caf¨¦ del que probablemente deber¨ªa. Cada ma?ana, abro la puerta del armario, las miro de reojo, y procedo a llenar el cacillo de mi cafetera de moka de rosca de toda la vida, una de esas que hacen gru-gru cuando el caf¨¦ est¨¢ listo, con tres cucharadas de caf¨¦ barato de supermercado.
No me malinterpreten. No vengo a descubrirles ning¨²n secreto-mejor-guardado escondido entre los caf¨¦s de supermercado. Cualquiera de los caf¨¦s de alta gama que tengo en el armario gana por goleada en todas las categor¨ªas al agua oscurecida que tomo normalmente en casa: sabor, acidez, cuerpo, aromas... Lo digo a sabiendas despu¨¦s de haberlos probado todos. He infusionado y bebido cada uno de esos regalos con empe?o, taza a taza, ma?ana tras ma?ana, a ce?o fruncido, pero con disciplina, y con una especie de sentido del deber para con mis amigos y para con ¡°mi yo gastron¨®mico¡±, esa vocecilla rigurosa y con gafillas que habita en mi hombro y que constata una y otra vez que s¨ª; que, en efecto. Este caf¨¦ es mejor. Infinitamente mejor. Sin duda. Excelente. Este es el caf¨¦ que deber¨ªamos comprar.
Cada paquete vac¨ªo de esos ha ido a la basura acompa?ado de un suspiro de alivio. Y cada aniversario, Navidad o amigo invisible ha tra¨ªdo consigo un nuevo par de paquetes de caf¨¦ sofisticado como regalo, en un ciclo que durante a?os ha parecido no acabar nunca. Hasta que he decidido que basta. Que ya he tenido suficiente.
Recuerdo perfectamente d¨®nde y cu¨¢ndo empec¨¦ a tomar caf¨¦ con regularidad, como una m¨¢s de mis rutinas diarias, m¨¢s que como acto de degustaci¨®n consciente. Tendr¨ªa 19 a?os reci¨¦n cumplidos. Por aquel entonces, deb¨ªa llevar ya m¨¢s de un a?o trabajando 12 horas diarias, siete d¨ªas de cada nueve, en un buen restaurante en Granollers, a 15 kil¨®metros de mi casa. Iba en tren por las ma?anas, a eso de las ocho, y volv¨ªa en autob¨²s nocturno cada noche despu¨¦s del servicio de cenas, alrededor de las doce, en compa?¨ªa del se?or Pedro, el conductor. No ten¨ªa carnet de coche porque no ten¨ªa tiempo de sac¨¢rmelo, y porque el transporte p¨²blico tiene la gran ventaja de que puedes echar una cabezadita durante el trayecto, sabiendo que otro se encarga de conducir. Si en el autob¨²s no hab¨ªa ning¨²n otro pasajero, don Pedro desviaba ligeramente la ruta, me dejaba en mi calle, a la altura de mi casa, y no arrancaba hasta que me ve¨ªa cerrar la puerta detr¨¢s de m¨ª.
¡ªPedro ¡ªle dije una noche¡ª. Creo que necesito un cambio. Creo que quiero ser pastelera e irme a la ciudad.
¡ª?Te vienes a vivir a Granollers? Aqu¨ª estar¨¢s mejor. Hay pasteler¨ªas buenas. Mi mujer conoce algunas.
¡ªNo, Pedro. A la ciudad ciudad ¡ªme levant¨¦ del asiento¡ª. ?Me marcho a Barcelona!
Dos semanas despu¨¦s, me desped¨ªa de mis compa?eros en el restaurante, empaquetaba mis cuatro trastos y me independizaba por primera vez, abandonando el pueblo y la casa de mis padres. Fui a parar a una habitaci¨®n de alquiler en un cuarto piso ruinoso sin ascensor de una se?ora budista tibetana de la rama de Kadampa, que se conoce que es una corriente espiritual moderna, al lado del can¨®dromo de la Meridiana, el que fuera el ¨²ltimo can¨®dromo en activo del Estado, y que aloj¨® carreras de galgos hasta 2006. Su contacto me lo chiv¨® el se?or Pedro, que despu¨¦s de nuestra charla pas¨® una semana conduciendo preocupado, dando voces al pasaje en busca de un alquiler barato en la capital para una chica maja y trabajadora.
La que ser¨ªa mi casera era pasajera habitual de los mi¨¦rcoles y ten¨ªa una habitaci¨®n en su casa para alquilar. A don Pedro le pareci¨® que alguien tan espiritual y budista deb¨ªa de ser a la fuerza buena persona, y me la recomend¨® con entusiasmo. A m¨ª me pareci¨® un plan sin fisuras, enseguida llam¨¦, encantada, dije que s¨ª a todo, y la se?ora me recibi¨® en mi nuevo hogar con una tacita de caf¨¦ recalentado en el fog¨®n ¡ªque el microondas mataba la vida de la comida¡ª, y una fiesta ritual grupal, con se?oras vestidas con fulares tocando tamborcillos y guitarritas muy peque?as, en el balc¨®n con vistas al roble muerto del patio interior del edificio de nueve plantas.
Al d¨ªa siguiente a mi mudanza, sonaba el despertador a las 4.40 horas. Al tiempo que la habitaci¨®n, hab¨ªa conseguido tambi¨¦n un nuevo trabajo en una pasteler¨ªa barcelonesa de prestigio, que ten¨ªa tres o cuatro tiendas repartidas por los mejores barrios de la ciudad, y un obrador central, donde una treintena de obreros trabaj¨¢bamos por turnos de 4 a 13 horas y de 6 a 14 horas haciendo pan, cruasanes, bollos, tartas, hojaldres, pasteles, cremas, y frusler¨ªas artesanas de alt¨ªsima calidad y de todo tipo.
Lo del budismo en casa result¨® ser un tema complejo y enraizado con cosas tan del ¨¢mbito dom¨¦stico com¨²n como la restricci¨®n del agua caliente en la ducha, en pos del adiestramiento del car¨¢cter; la prohibici¨®n de encender una bombilla pasadas las ocho de la noche, por el temple de los temores del ser humano; o con el cierre de puertas a invitados no autorizados, por la preservaci¨®n de la vibraci¨®n energ¨¦tica de la casa.
Fui acatando normas de hospitalidad y usanzas de este tipo con estupefacci¨®n, y resignada, por temor a encontrarme en la calle sin preaviso de un d¨ªa para otro. Cog¨ª perspectiva y despert¨¦ de golpe el d¨ªa que volv¨ª a casa del trabajo y vi que la paletilla de jam¨®n que me hab¨ªan regalado en la pasteler¨ªa como cesta de Navidad, y que me hac¨ªa una ilusi¨®n enorme, me la hab¨ªa tirado la budista por la ventana, y yac¨ªa, casi sin estrenar, a los pies del roble muerto, ro¨ªda por las ratas, en una suerte de composici¨®n surrealista un tanto graciosa. En su lugar, apoyado en el gancho del jamonero, hab¨ªa un papel con un mensaje escrito a mano en letras grandes que rezaba ¡°CAD?VERES NO¡±. Me march¨¦ en cuanto encontr¨¦ una alternativa a ese gulag crudivegano y me fui al barrio del Carmelo, a compartir piso con unos estudiantes de teatro musical en la que result¨® ser la primera de una multitud de otras experiencias de cohabitaci¨®n urbana agradabil¨ªsimas.
Fue en esa casa y en ese contexto cuando me habitu¨¦ al caf¨¦ casero. De hecho, se podr¨ªa decir que me agarr¨¦ a ¨¦l como un devoto se encomienda a un santo cuando pintan bastos. Hasta ese momento, para m¨ª, tomar caf¨¦, era algo que se hac¨ªa en un bar, por gusto, en taza peque?a, y en compa?¨ªa.
En ese piso de la Meridiana, durante unos meses, cada d¨ªa a las cuatro y cuarenta sonaba mi despertador, y me levantaba en una casa cuyas vibraciones, de tan l¨ªmpidas, sorb¨ªan todas mis ganas de vivir. Me lavaba los dientes, pon¨ªa una cafetera al fuego y me refrescaba con agua helada el tiempo que tardaba en o¨ªrse el gru-gru del caf¨¦ reci¨¦n hecho. Me serv¨ªa la cafetera entera con dos cucharadas de az¨²car, abrazaba la taza para calentarme las manos y me lo beb¨ªa de un tir¨®n, abras¨¢ndome la garganta y despertando de golpe.
La marca de caf¨¦ que eleg¨ª comprar fue la que hab¨ªa gastado mi padre toda la vida, la reconoc¨ª en el supermercado al ir a comprar sola y para m¨ª misma por primera vez. Ese caf¨¦ en esa cafetera hac¨ªa que, por un rato, la casa oliera igual que las ma?anas de unos meses antes en la casa de mi familia, en ¡°mi casa¡±, despu¨¦s de que mi padre se marchara a trabajar. El olor de ese caf¨¦, y no otro, qued¨® incrustado en mi cerebro como el equivalente a ¡°estar en casa¡±, fuesen cuales fuesen mis circunstancias.
Esa sensaci¨®n es la que busco en mi cocina. Una taza de ese caf¨¦ es la que hace que aterrice de verdad al volver de un viaje, y la que apacigua mi ansiedad en los d¨ªas en que mi vida parece una peli de Jim Jarmusch. No es un buen caf¨¦, lo que necesito en mi madriguera, en mi espacio de seguridad, en mi cueva; es ese caf¨¦. El mejor caf¨¦ del mundo s¨®lo me interesa allende el portal.
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