La dif¨ªcil costumbre de echarse az¨²car en el caf¨¦ hasta que hace isla
No soy capaz de solicitar la dosis que necesito sin sentir en los hombros el peso del juicio de la civilizaci¨®n occidental en pleno, alzada como un solo hombre que me mirase fijamente con desaprobaci¨®n y verg¨¹enza
Recuerdo perfectamente la primera vez que me re¨ª en voz alta a carcajada limpia en el cine. Fue una tarde del a?o 1998 viendo El Milagro de P.Tinto, una astracanada visual con tintes de Amanece que no es poco parida por la mente brillante de Javier Fesser, que hoy ser¨ªa muy probablemente imposible de ver en las salas de cine comercial. Morir¨ªa desintegrada por cancelaci¨®n aguda antes de que el guion llegase a rozar la mesa del despacho de la productora.
Esa tarde tendr¨ªa yo diecis¨¦is a?os. Repanchingada en la butaca, extasiada por esa sucesi¨®n inaudita de postales psicotr¨®picas, me reconoc¨ª miembro de la gran familia P. Tinto.
As¨ª describe Juan Manuel Chiapella, interpretando al P. Tinto primigenio, lo que es ser parte de ese clan, a su heredero, en una escena m¨ªtica del filme: ¡°Hijo m¨ªo, recuerda siempre esto: desde hace muchas generaciones, un P. Tinto siempre se ha distinguido por tres cualidades que le hacen inconfundible en cualquier lugar del mundo: Un P. Tinto siempre mira hacia arriba, con optimismo. A un P. Tinto la elegancia se le reconoce donde quiera que vaya; informal, s¨ª, pero elegante. Y, sobre todo, un P. Tinto siempre lleva su propia energ¨ªa. Sin olvidar que a un P. Tinto le gusta echarse az¨²car en el caf¨¦ hasta que haga isla.¡± En la encrucijada de esos tres ejes, yo, adolescente en pleno viaje de autodescubrimiento, encontr¨¦ mi lugar en el mundo: una servidora siempre se ha echado un par de sobrecitos de az¨²car en el caf¨¦ solo. Lo mismo hac¨ªa mi abuelo, que era igual de famoso en el pueblo por sus muebles de jard¨ªn como por a?adir dos cucharadas soperas de az¨²car a su vaso fino de ca?a de leche caliente con Colacao.
Antes, que no ten¨ªamos cabeza ni sensatez alguna, que beb¨ªamos agua amorr¨¢ndonos directamente a la manguera sucia del patio, ve¨ªamos pel¨ªculas rellenas de chistes pol¨ªticamente incorrectos, y todos los sobrecitos conten¨ªan por defecto ocho gramos de az¨²car blanco, la vida era m¨¢s f¨¢cil. Ahora cada d¨ªa viene menos az¨²car en los paquetitos, y es habitual toparse con algunos donde, por ejemplo, s¨®lo hay cinco gramos de veneno. Asimismo, y cada vez m¨¢s, estos cinco gramos lo son de az¨²car moreno, que no tiene demasiadas diferencias nutricionales respecto al blanco, pero s¨ª menos potencia edulcorante, y un tono ocre acorde con la madera clara de las paredes del interiorismo n¨®rdico. Parece como que viste m¨¢s. Esto me ha forzado a adoptar medidas.
Antes todo esto eran campos y con dos sobrecitos me bastaba para gozar de mi tacita de caf¨¦ tranquila. Ahora, para conseguir los diecis¨¦is gramos de az¨²car blanco refinad¨ªsimo y maligno que quiero, necesito gastar cuatro: tres enteros de cinco y un poquito m¨¢s. El mundo me tiene por alguien con car¨¢cter, por una mujer liberada y empoderada, due?a de su destino, pero todav¨ªa no he ascendido al nivel de consciencia que me permita pedirle raci¨®n cu¨¢druple de az¨²car al camarero sin perder la sonrisa natural espont¨¢nea que me caracteriza. No soy capaz de solicitar la dosis que necesito sin sentir en los hombros el peso del juicio de la civilizaci¨®n occidental en pleno, alzada como un solo hombre que me mirase fijamente con desaprobaci¨®n y verg¨¹enza. As¨ª que lo que hago es viajar siempre con un pu?ado de sobrecitos de az¨²car escondidos en un compartimento especial de la mochila (un P. Tinto siempre lleva su propia energ¨ªa).
Cuando estoy en el bar pido un caf¨¦ solo con dos sobrecitos de az¨²car ¡ªa esto s¨ª me atrevo¡ª. Si lo que me sirven es az¨²car moreno, lo dejo en la barra y le regalo al camarero una ca¨ªda de pesta?as de persona interesante y madura que da a entender ¡°yo, el caf¨¦, lo tomo solo, como los gastr¨®nomos y los cafeteros de pro¡±. Una vez en la mesa, a hurtadillas, saco dos sobrecitos de az¨²car del ajuar secreto y los vierto en la taza. Si el az¨²car que me sirven es blanco, pero no suma la cantidad de diecis¨¦is gramos, por eso de la moda de empaquetar los gramos de cinco en cinco, corrijo el defecto con mi propia mercanc¨ªa.
Finalmente, hago papiroflexia con los envoltorios de az¨²car que he usado, los pliego y los encasqueto todos dentro de uno solo, que dejo en el platito. Al final todo en la escena queda muy pulido (A un P. Tinto la elegancia se le reconoce dondequiera que vaya; informal, s¨ª, pero elegante). Recientemente, me he hecho fiel seguidora de la cuenta de Instagram de este distinguido caballero llamado William Hanson que educa la plebe en cuestiones de protocolo y etiqueta. Cada uno de sus reels me hace feliz.
Gracias a ¨¦l he hecho las paces conmigo misma a un nivel muy profundo. Seg¨²n parece, este ritual que he seguido con los papelitos de los sobres de az¨²car todos estos a?os es lo que este maestro prescribe para tomar una taza de caf¨¦ lo m¨¢s elegantemente posible.
A los P. Tinto nos sobran los motivos para ir por el mundo siempre con la cabeza bien alta.
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