Sobrevivir despu¨¦s de la muerte de un hijo en el Ej¨¦rcito mexicano
Las madres, las t¨ªas y las esposas de los cadetes de la Guardia Nacional ahogados en Baja California luchan para que sus nombres no caigan en el olvido pese a los intentos de dar carpetazo al asunto
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Hay muchas formas en las que el cuerpo recibe y anida el dolor. Y las madres mexicanas ¡ªpero tambi¨¦n las argentinas, las colombianas, las chilenas y dominicanas, y un largo etc¨¦tera que recorre Latinoam¨¦rica¡ª encarnan uno de los ejemplos de resiliencia m¨¢s significativos que nos ha dado la historia reciente de la humanidad. Este domingo, publicamos en EL PA?S M¨¦xico la historia de siete reclutas de la Guardia Nacional que se ahogaron en una novatada el d¨ªa en que acababan su formaci¨®n militar.
Sus madres, sus t¨ªas y sus esposas luchan cada d¨ªa para que sus nombres no caigan en el olvido pese a los intentos del Ej¨¦rcito de dar carpetazo al asunto. Ellas, con su lucha, se han convertido tambi¨¦n en un referente para la defensa de los derechos humanos en el pa¨ªs. Obligadas de la noche a la ma?ana a ser activistas que buscan los cuerpos de sus hijos desaparecidos, o que quieren justicia por los asesinatos de sus hijas, o que reclaman que las investigaciones sobre casos como estos no se cierren como sucede con el 96% de las carpetas en M¨¦xico, seg¨²n la organizaci¨®n M¨¦xico Eval¨²a.
Fabiola Lanfar y Rosario Salazar son la madre y la t¨ªa de Carlos Lanfar, uno de los siete cadetes que murieron ahogados en el mar de Ensenada, en Baja California, un Estado fronterizo con Estados Unidos, ba?ado por las turbulentas y violentas aguas del oc¨¦ano Pac¨ªfico. Son primas, pero parecen m¨¢s ser muy buenas amigas, y aunque son distintas de car¨¢cter ¡ªla primera m¨¢s expresiva, la segunda con un temperamento tranquilo¡ª hay una complicidad entre ambas que hace que todo a su alrededor se sienta muy familiar, incluso para quienes no pertenecen a su familia. Rosario se ha encargado de coordinar a las madres de los soldados para exigir justicia, es quien saluda por la ma?ana y escribe un mensaje para que no se den por vencidas, para que no se sientan solas, para que sigan reclamando lo que ella considera justo.
Ella tambi¨¦n fue aquella mujer que, d¨ªas despu¨¦s de la tragedia, se apost¨® afuera del Palacio Municipal de Ensenada, cit¨® a los medios de comunicaci¨®n locales y con su voz ronca, fuerte y decidida comenz¨® a denunciar ante las c¨¢maras todos los abusos, la falta de informaci¨®n y la negligencia que hab¨ªan descubierto tras la desaparici¨®n en el mar de sus hijos. ¡°Estoy aqu¨ª para alzar la voz por todos, no solo por mi familiar. Estamos decididos a no dejar esto impune. Ya tienen varios d¨ªas y varias horas desaparecidos y no nos dicen nada¡±, dec¨ªa sin revelar su nombre, en un tono de revancha, y aseguraba en ese momento que, mientras ninguna autoridad le diera la cara a ella o a las dem¨¢s madres, ella no ten¨ªa por qu¨¦ identificarse.
La versi¨®n oficial de lo que sucedi¨® aquel 20 de febrero de 2024, es que unos 207 reclutas del Ej¨¦rcito y Guardia Nacional hac¨ªan uno de sus ¨²ltimos entrenamientos antes de graduarse, cuando, al final de la sesi¨®n un teniente coronel les orden¨® que entraran al agua y cont¨® regresivamente con voz alta y autoritaria para que lo hicieran de inmediato. Todos ellos ten¨ªan puestos sus uniformes, botas, incluso, algunos, todav¨ªa ten¨ªan las armas atadas a su cuerpo. La mayor¨ªa obedeci¨® ¡ªporque es precisamente eso lo que les ense?an durante su preparaci¨®n¡ª otros, los m¨¢s t¨ªmidos, o enfermos o afectados por alguna dolencia f¨ªsica, prefirieron quedarse al margen. No todos sab¨ªan nadar.
Elo¨ªsa Gaxiola, la madre de Arturo Gaxiola, de 29 a?os, uno de los fallecidos esa tarde, no entiende todav¨ªa c¨®mo una orden as¨ª se les dio a cientos de muchachos en una tarde de tormenta como aquella, cuando las autoridades estatales hab¨ªan emitido una alerta roja de marea alta que serv¨ªa de advertencia para que ni embarcaciones ni mucho menos personas, se acercaran al mar.
Elo¨ªsa recuerda las sensaciones que experiment¨® su cuerpo a la orilla de esa playa cuando m¨¢s de 24 horas despu¨¦s, ella y su hijo Jonathan se hab¨ªan trasladado desde Hermosillo, Sonora, para participar en la b¨²squeda de Arturo y sus seis compa?eros: ¡°Yo me quise meter a ese mar y me llegaba el agua hasta las rodillas. Me sacaron entre mi hijo y unos soldados que estaban ah¨ª y mis pies se me engarrotaron de tan helada el agua, entonces yo pens¨¦: si a m¨ª me pas¨® esto nom¨¢s por meterme en la orilla, qu¨¦ le habr¨¢ pasado a mi hijo cuando estuvo all¨¢ adentro¡±, recuerda.
Cada una de ellas siente alguna culpa: porque lo anim¨® a seguir adelante con su sue?o de ser un soldado; porque no insisti¨® en que le contara m¨¢s sobre la verdad de lo que suced¨ªa al interior de la guarnici¨®n militar, o porque no le compr¨® un pastel el d¨ªa de su ¨²ltimo cumplea?os.
Mar¨ªa P¨¦rez, madre de Fernando Isa¨ªas, de 18 a?os, todav¨ªa mira su m¨®vil en el que guarda las notas de voz de su hijo. Era amoroso y cari?oso con ella, le cantaba canciones y se las enviaba. Pero su hijo nunca le cont¨® lo que suced¨ªa de verdad, como Fernando, Arturo o Michael Wilkinson, quienes prefer¨ªan no preocupar a su familia. Lo peor que ellos podr¨ªan hacer, seg¨²n han recordado sus propias madres y hermanos, era desertar; abandonar algo que les hab¨ªa costado mucho esfuerzo personal y familiar de conseguir. Ninguno de los siete, por muy lastimados o cansados que se sent¨ªan, iba a dejar el entrenamiento.
A estas mujeres se les han sumado otras decenas de madres de soldados desertores, o de mujeres reclutas que dejaron la instituci¨®n castrense despu¨¦s de ser maltratados, extorsionados, violentados hasta el l¨ªmite. Despu¨¦s de ser violadas o acosadas. Los testimonios que han proporcionado siempre a petici¨®n de anonimato, coinciden en que estos j¨®venes y muchachas que salieron por su propio pie del entrenamiento se sumergieron o todav¨ªa est¨¢n pasando por una grave depresi¨®n, los que han hablado sobre lo sucedido han demorado meses en hacerlo, muchos no hac¨ªan durante las primeras semanas posteriores a su deserci¨®n, m¨¢s que comer y dormir. Y otros tantos, todav¨ªa no han podido contar nada.
El padre de uno de los cadetes arrastrados por las olas ese 20 de febrero en Ensenada ¡ªm¨¦dico cirujano militar, ya retirado¡ª contaba que ¨¦l consideraba que en el Ej¨¦rcito se les ense?a a forjar un car¨¢cter y disciplina para poder afrontar lo que all¨¢ afuera existe. Pero acepta que lo sucedido con su hijo fue una negligencia y que no deber¨ªa de volver a suceder. Para Rosario Salazar las cosas son todav¨ªa m¨¢s complejas: ¡°Todos nos hemos enfocado en el teniente coronel que dio la orden, pero yo creo que no fue solamente ¨¦l, son todos los mandos, es un grupo de personas que desafortunadamente han perdido la calidad humana y traen a jovencitos inexpertos, que algunos logran salir y los que salen, salen maleados, peleados con la vida, lastimados¡±.
No todas las madres tienen las mismas formas de asumir y gestionar una tragedia de esta dimensi¨®n. No solo enfrentarse a la muerte de sus hijos, sino a la incertidumbre de todo un aparato de Estado que replica formas de adiestramiento que mantienen al l¨ªmite no solo el cuerpo de sus reclutas, sino tambi¨¦n de sus esp¨ªritus y de sus formas de ver y de tratar al mundo exterior, cada vez m¨¢s ajeno y distante. Estas madres, como otras cientos de miles, han hecho de su dolor una especie de motor que pide justicia, en un pa¨ªs acostumbrado a la impunidad.
Todas ellas est¨¢n tratando de sobrevivir un d¨ªa m¨¢s, esperando que quien sea el responsable de la muerte de sus hijos, no solo sea castigado, sino que personas como ¨¦l no est¨¦n a cargo de grupos de j¨®venes que llegan con verdaderas ilusiones de cambiar al mundo, pero consiguen hacer con ellos justamente lo contrario. Ellas no los olvidan, no los olvidemos nosotros.
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