Sergio Ram¨ªrez: ¡°Pertenezco a esa larga tradici¨®n de quienes pagan un precio por sus palabras¡±
El escritor nicarag¨¹ense recibe el doctorado Honoris Causa de la Universidad de Guadalajara en una ceremonia en el marco de la Feria Internacional del Libro. Este es su discurso
Deseo, al empezar estas palabras, expresar mi gratitud al Consejo General Universitario, y al rector, doctor Ricardo Villanueva Lomel¨ª, por otorgarme el doctorado honoris causa de la Universidad de Guadalajara, honor singular que recibo con orgullo y alegr¨ªa. Y no quiero pasar adelante sin recordar, con emoci¨®n, al amigo de tantos a?os, Ra¨²l Padilla L¨®pez, forjador de la grandeza de esta casa de estudios, quien, estoy seguro, nos acompa?a en este acto, y acompa?a mis palabras.
Hace alg¨²n tiempo, por azar, me encontr¨¦ en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las hab¨ªa metido en el bolsillo, como siempre, aquella ma?ana en que Tulita y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volver¨ªamos a traspasar el umbral.
Record¨¦ entonces, al tenerlas de nuevo en la mano, a los jud¨ªos de Sefarad desterrados en 1492 de Espa?a por decreto de los reyes cat¨®licos, y cuyos descendientes, siglos despu¨¦s, conservan en Tesal¨®nica, en Estambul, en Jerusal¨¦n, las llaves de las casas de sus antepasados, y la historia que cuenta Manuel Vincent (La Llave, 2014) del comerciante de ¨¢mbar a quien se encontr¨® en un mercado de Estambul: ¡°hab¨ªa realizado varios viajes a Espa?a con la llave de una puerta que solo estaba en sus sue?os. La puerta y no exist¨ªa, pero pens¨® que, tal vez, la cerradura pudiera estar en manos de alg¨²n chamarilero¡±. Hasta que, ¡°entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, encontr¨® una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente¡±. Y dijo: ¡°as¨ª es como se abre y se cierra el destino¡±.
Una llave guardada abre y cierra el destino, y una maleta abierta significa tambi¨¦n las incertidumbres y las esperanzas del destino que pesa sobre todo exiliado. Incertidumbre, pesar, nostalgia, esperanza, que son las marcas de la imposibilidad del regreso a la tierra natal.
Cuando salimos de Managua aquella ma?ana de mayo hace ya tres a?os, llev¨¢bamos cada uno de los dos, como siempre, una sola maleta, y esas maletas siguen a¨²n sin cerrarse. El s¨ªndrome de la maleta abierta denuncia al exiliado que no se resigna a quedarse, y espera siempre regresar. Estar de paso es hallarse siempre esperanzado de volver.
Como escribe Bertolt Brecht en Meditaciones sobre la duraci¨®n del exilio:
- No pongas ning¨²n clavo en la pared, tira sobre una silla tu chaqueta. ?Vale la pena preocuparse para cuatro d¨ªas? Ma?ana Volver¨¢s.
No te molestes en regar el arbolillo. ?Para qu¨¦ vas a plantar otro ¨¢rbol? Antes de que llegue a la altura de un escal¨®n, alegre partir¨¢s de aqu¨ª.
C¨¢late el gorro si te cruzas con la gente. ?Para qu¨¦ hojear una gram¨¢tica extranjera? La noticia que te llame a tu casa vendr¨¢ en idioma conocido¡
Mientras tanto el clavo no se clava en la pared, la vida del exilio se vuelve una mezcla de ansiedad, infortunios, gratificaciones. La bondad se cruza con las incomprensiones. La solidaridad con los desentendimientos. En San Mart¨ªn el bueno, San Mart¨ªn el malo, el op¨²sculo que don Gregorio Mara?¨®n escribi¨® sobre el exilio del general Jos¨¦ de San Mart¨ªn, el libertador de Argentina, habla de ¡°el patetismo de lo insignificante en la vida del exiliado¡±. Lo que por general no importa en el pa¨ªs propio, llega a ganar relevancia inusitada en la tierra extranjera, empezando por las escaleras burocr¨¢ticas por las que hay que ascender cada d¨ªa.
Cuando la maleta se cierra del todo es que se han soltado las amarras y el pa¨ªs lejano se va a la deriva entre la bruma, perdido para siempre, y no se recupera m¨¢s que en los sue?os, y en la memoria, donde pasa a ser una figuraci¨®n en la que realidad, deseo e imaginaci¨®n se confunden.
En el sue?o recurrente que sue?o en mi piso de la ronda de Atocha en Madrid, me veo entrando al pueblo donde nac¨ª en un veh¨ªculo abierto, recorro las calles con la gente asomada a las puertas, paso por la casa de mi infancia donde mis padres est¨¢n tambi¨¦n asomados a las puertas y yo no puedo bajar a abrazarlos porque el veh¨ªculo en que voy no se detiene. Se hace tarde, va a oscurecer, pero pienso que cuando termine el recorrido ya tendr¨¦ tiempo de regresar a encontrarme con ellos a la hora de la cena, cuando mi padre ha cerrado ya las puertas de la tienda de abarrotes que da a la plaza.
O, en otro sue?o, la calle de Valencia, cercana a la ronda de Atocha, y que desemboca en la plaza de Lavapi¨¦s, va a dar de pronto a la plaza de mi pueblo donde hay bulla de celebraci¨®n con m¨²sica y cohetes como en las fiestas patronales de mi infancia, cuando se instalaba frente a la tienda de mi padre el carrousel ambulante que evoco en El caballo dorado. ¡°Mi memoria es una ciudad extra?a donde la calle del Canto de los P¨¢jaros de Frankfurt conduce al Soho y a Mile Road¡±, dice el protagonista de la novela de Oscar Milosz La iniciaci¨®n amorosa; o como en 62, Modelo para armas, de Julio Cort¨¢zar, una ciudad que lleva de una a otra ciudad y que ¡°pod¨ªa darse en Par¨ªs, pod¨ªa d¨¢rsele a Tell o a Calac en una cervecer¨ªa de Oslo, a alguno de nosotros le hab¨ªa ocurrido pasar de la ciudad a una cama en Barcelona¡¡±.
El destierro que es ¡°ese sue?o hacia atr¨¢s en que se empe?a la memoria, flota como la nube, pero es m¨¢s tenaz¡±, dice en Durante el exilio V¨ªctor Hugo, obligado a huir de Francia por la tiran¨ªa de ¡°Napole¨®n el peque?o¡±, como llamaba ¨¦l a Luis Napole¨®n Bonaparte, y desterrado escribi¨® Los Miserables en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha.
La circular de la polic¨ªa secreta que forz¨® a Hugo al exilio, fechada el 3 de diciembre de 1851 dec¨ªa: ¡°Hoy, a las seis en punto, se ofrecer¨¢n veinticinco mil francos a cualquiera que arreste o asesine a Hugo. Saben d¨®nde est¨¢. No le dejen escapar bajo ning¨²n pretexto¡±.
El poder rastrero pone precio a la cabeza de los escritores, proh¨ªbe la circulaci¨®n e sus obras, los mete en la c¨¢rcel, los condena al exilio. Hay un desacuerdo insalvable entre la palabra libre sin la que no es posible la majestad de la obra literaria, y la palabra oficial, mon¨®tona y sumisa. Por la palabra libre hay un precio que pagar, cuando el poder de las dictaduras lo que quiere es el silencio, o la mentira, o el halago.
M¨¢s all¨¢ de nostalgias, y de las figuraciones, que ¡°el sue?o (autor de representaciones), en su teatro, sobre el viento armado, sombras suele vestir¡±, la literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiran¨ªas, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder que se ejerce con crueldades y excesos tiene rostro de piedra y es contrario a las verdades y a la invenci¨®n, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.
Ovidio fue desterrado por el emperador Augusto a los confines m¨¢s inh¨®spitos del imperio romano en las escarpadas orillas del Mar Negro, en Tomis, ¡°all¨¢, donde ninguna otra cosa hay, sino fr¨ªo, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo¡±, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegar¨¢ a saberse, ofendieron al C¨¦sar, y habr¨ªa de morir lejos, afligido por las calamidades, en la soledad del ostracismo.
S¨¦neca, desterrado a C¨®rcega por Claudio tras la muerte de Cal¨ªgula, otro paraje inh¨®spito, piedras y hierbajos, del que, con mejor suerte que Ovidio, pudo regresar, dice:
Ni pan ni agua,
Ni siquiera una pira f¨²nebre,
Dos cosas aqu¨ª solamente:
el exilio, un exiliado.
Exiliar, ex solum. Sacar del suelo. Desterrar. Como arrancar una planta de sus ra¨ªces. Extra?ar. Cuando a alguien se le env¨ªa al exilio la pretensi¨®n es convertirlo en un extra?o de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos. Y si se trata de un escritor, su mundo ser¨¢n esos recuerdos.
¡°Como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla¡±, dice de s¨ª mismo Ovidio en sus Tristes, porque a¨²n en aquellas lejan¨ªas sigui¨® escribiendo, un oficio al que no se renuncia nunca. M¨¢s bien, la necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.
El arte de amar, uno de sus libros capitales, qued¨® prohibido y fue sacado de las bibliotecas p¨²blicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, seg¨²n ¨¦l mismo lo dijo, como ¡°ser llevado al sepulcro sin haber muerto¡±.
En Am¨¦rica Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. El ruido de los disparos para ahogar las palabras. El silencio de los calabozos. Los cementerios clandestinos. Muerte, desaparici¨®n, c¨¢rcel, destierro.
Haroldo Conti, secuestrado y desaparecido a manos de la dictadura del general Videla en Argentina en 1976; y Rodolfo Walsh, asesinado en Buenos Aires en 1977 por la misma dictadura tras publicar su ¡°Carta abierta de un escritor a la Junta Militar¡±, en la que denunciaba ¡°el terror m¨¢s profundo que ha conocido la sociedad argentina¡quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror...¡±
Al destierro fue a dar dos veces R¨®mulo Gallegos, autor de Do?a B¨¢rbara, primero bajo la dictadura de Juan Vicente G¨®mez, y luego bajo la dictadura de Marcos P¨¦rez Jim¨¦nez, despu¨¦s que fue derrocado en 1948 de la presidencia de Venezuela.
Hab¨ªa durado solamente nueve meses en el cargo, los mismos nueve meses que dur¨® el cuentista Juan Bosch, exiliado por la dictadura del general¨ªsimo Rafael Le¨®nidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la Rep¨²blica Dominicana, s¨®lo para ser derrocado por los militares trujillistas en 1963, y vuelto otra vez al exilio.
Pablo Neruda se comprometi¨® en 1946 con la candidatura de Gabriel Gonz¨¢lez Videla, y se involucr¨® en su campa?a electoral, pero, ya en el poder, aquel lo mand¨® perseguir y tuvo que huir a trav¨¦s de la cordillera hacia Argentina en 1948.
Exiliados por la dictadura de Castillo Armas tras el derrocamiento del presidente Jacobo ?rbenz en Guatemala en 1954, Augusto Monterroso y Luis Cardoza y Arag¨®n, que se quedaron a vivir para siempre en M¨¦xico, que ha sido siempre tierra generosa de asilo.
Exiliado Augusto Roa Bastos durante 30 a?os en Buenos Aires, mientras reinaba en Paraguay el dictador Alfredo Stroessner. Exiliados Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti tras el golpe militar en Uruguay.
Exiliado seis a?os en Madrid Antonio di Benedetto, tras ser encarcelado, torturado y v¨ªctima de simulacros de fusilamiento por los esbirros de la dictadura militar argentina.
Exiliado Juan Gelman, su hijo asesinado por la misma dictadura, y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una ni?a, desaparecida por largos a?os; y ¨¦l mismo canta mejor que nadie esa desolada canci¨®n del exilio:
¡°huesos que fuego a tanto amor han dado
exiliados del sur sin casa o n¨²mero
ahora desue?an tanto sue?o roto
una fatiga les distrae el alma¡¡±
Y exiliados de Cuba Reinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, di¨¢spora.
Y Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, Mar¨ªa Zambrano, Pedro Salinas, Rosa Chacel, Rafael Alberti, Max Aub, Luis Cernuda, exiliados republicanos espa?oles que tejieron sus voces en la urdimbre de la cultura americana del siglo veinte, y junto con ellos cineastas, actores, periodistas, acad¨¦micos, cient¨ªficos, un trasiego enriquecedor sin paralelos desde aquella orilla del territorio de La Mancha, hacia esta otra orilla, principalmente M¨¦xico, donde acogerlos fue para el presidente L¨¢zaro C¨¢rdenas pol¨ªtica de estado.
Ni Machado, ni Unamuno, ni Jorge Sempr¨²n, desterrados tambi¨¦n, alcanzaron las costas americanas. Machado muri¨® en el umbral de Espa?a, y Unamuno se qued¨® ¡°a las puertas de Espa?a, y como su ujier¡±, seg¨²n sus palabras, y desde Hendaya pod¨ªa al menos escuchar las campanas de Ir¨²n.
De modo que yo pertenezco a esa larga tradici¨®n de quienes pagan un precio por sus palabras, dos veces bajo orden de prisi¨®n, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos a?os despu¨¦s, por otra dictadura familiar.
Pero hay algo de lo que nunca nadie podr¨¢ exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.
Hay lenguas que tienen el pa¨ªs por c¨¢rcel, lenguas que terminan donde terminan las fronteras. No s¨¦ lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.
Que le quiten a uno su lengua por la fuerza. Sandor M¨¢rai, sinti¨® que hab¨ªa muerto cuando sus libros, que entonces s¨®lo pod¨ªan leerse en h¨²ngaro, tambi¨¦n fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. No s¨®lo nadie podr¨ªa leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podr¨ªa ser le¨ªdo en su propio pa¨ªs. Como que no existiera. Y se suicid¨® en el exilio, ya sin lengua.
Nicaragua es un pa¨ªs m¨¢s peque?o que la Hungr¨ªa de Sandor M¨¢rai, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera o¨ªrme m¨¢s all¨¢ de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.
Pero yo, con mi lengua recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me dejar¨¦ escuchar. Y si mis libros est¨¢n prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a mis compatriotas lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la inquisici¨®n, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula, o burlaban las aduanas, escondidos en barriles de vino, o de tocino.
Por eso que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque desaf¨ªan, porque no se las puede someter. Porque son la expresi¨®n misma de la libertad. Porque contradicen la palabra oficial, desaf¨ªan la narrativa urdida por las m¨¢quinas de propaganda.
La semana pasada, la Casa de Am¨¦rica de Madrid me dedic¨® el ciclo El Autor y su obra, en el que participaron editores, traductores, cr¨ªticos literarios y escritores amigos; y que se cerr¨® con un di¨¢logo que sostuve con el poeta Luis Garc¨ªa Montero, este a?o Premio Carlos Fuentes a la creaci¨®n literaria en idioma espa?ol.
Entonces dije algo que ahora repito: como parece que est¨¢ llegando el tiempo en que uno debe preguntarse sobre la forma en que quisiera ser recordado, no tengo duda en responderme a m¨ª mismo que quisiera serlo, antes de nada, como escritor, aunque haya tenido en la vida diferentes andaduras, bajo la m¨¢xima que Terencio expresa en la pieza El verdugo de s¨ª mismo: ¡°Nada de lo que es humano me es ajeno¡±.
Un escritor prestado por un tiempo a la vida p¨²blica porque se trataba de una revoluci¨®n, que me impuso el desempe?o de un cargo pol¨ªtico, y nunca, de ninguna manera, un pol¨ªtico prestado a la literatura. Y un escritor, que metido en las entra?as del poder, aprendi¨® sobre el poder.
Siempre me ha gustado decir que los temas de la literatura son muy pocos. El amor, la locura, la muerte, como titula uno de sus libros el cuentista uruguayo Horacio Quiroga. El amor y la muerte, cre¨ªa Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, reduci¨¦ndolos a solo dos. Yo pienso que son cuatro: el amor, la locura, la muerte, y el poder.
El poder comienza a deteriorar los ideales que le dieron aliento desde el mismo d¨ªa en que se asume. Es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida, como todo lo que nace, crece y muere. Los ideales, ¨ªntegros al principio en toda su virtud rom¨¢ntica, dice Boris Pasternak en Doctor Zhivago, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho m¨¢s de aquella virtud primigenia.
La escritura fue la pasi¨®n de mi vida desde que a los seis a?os dibujaba historias con una tiza en el piso de la tienda de abarrotes de mi padre en Masatepe, de un lado a otro del suelo que dejaban libres los mostradores y las vitrinas, mientras la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de m¨¢scaras ven¨ªa detr¨¢s de m¨ª borrando con el lampazo aquellas p¨¢ginas de tiza donde hab¨ªa princesas cautivas, h¨¦roes que volaban y monstruos interplanetarios; y, a veces entraba en mis historias la pareja de baile tama?o natural, recortada en cart¨®n, un caballero de smoking y una dama de vuelos largos, que adornaba la tienda, de pie junto a una de las vitrinas, cortes¨ªa de la brillantina Glostora.
Si me llegaran a recordar como pol¨ªtico, antes que como escritor, me recordar¨ªan mal, porque ahora estoy convencido de que fui un mal pol¨ªtico, en primer lugar porque no estaba hecho para la persistencia del oficio. Puedo fracasar en el primer intento de escribir el cap¨ªtulo de una novela, y borrar todo lo escrito para volver a empezar, luchando brazo a brazo con las palabras, que a veces resultan tan dif¨ªciles de someter; pero nunca fui un pol¨ªtico de esos capaces de borrar no digamos un cap¨ªtulo de su vida, sino todo su pasado, y sustituirlo por otro, con m¨¢s galas y menos miserias, o inventarse batallas en la que nunca particip¨®.
Porque hay dos maneras de mentir, una que ilumina lo oscuro con palabras verdaderas, y otra que envilece lo di¨¢fano con palabras falsas. La mentira en una novela busca crear alternativas veros¨ªmiles a la realidad, que es una manera de b¨²squeda de la verdad. La mentira en un discurso proselitista busca deformar y ocultar la realidad para enga?ar con alevos¨ªa, y tras esa mentira se oculta la corrupci¨®n y el crimen.
Si entr¨¦ un d¨ªa en la pol¨ªtica fue porque, adem¨¢s de tratarse de una revoluci¨®n, palabra ahora tan extra?a y tan lejana, y tan depreciada, era joven, parte de una generaci¨®n rebelde que quiso cambiar el mundo, y muchos de esa generaci¨®n entregaron su vida en busca de aquel sue?o de cambio, de las calles de Par¨ªs a la plaza de Tlatelolco, a la Universidad de Kent, a las selvas de Centroam¨¦rica. ?ramos realistas porque ped¨ªamos lo imposible.
A aquella edad de entonces estaba convencido de que, tras derrocar a la dictadura de Somoza, impuesta por la intervenci¨®n extranjera, a trav¨¦s de la acci¨®n ¨¦tica se pod¨ªa cambiar la realidad de miseria y atraso de mi pa¨ªs, donde los pobres eran los condenados de la tierra, igual que lo siguen siendo ahora; por las mismas razones que cre¨ªa que la realidad se pod¨ªa cambiar en los libros, a trav¨¦s de la imaginaci¨®n.
Acci¨®n e imaginaci¨®n. Cambiar el mundo en la ficci¨®n, y cambiarlo en la realidad. Una y otra han sido para m¨ª maneras ¨¦ticas de alterar la realidad. Hay ¨¦tica cuando hay detr¨¢s un ideal. Cuando el inter¨¦s por los dem¨¢s se sobrepone al inter¨¦s por uno mismo. Cuando, tal como se?alaba Adela Cortina ayer mismo, en este paraninfo, en su conferencia de la c¨¢tedra Julo Cort¨¢zar, se halla de por medio la compasi¨®n, que significa trasladarse hacia el otro, ponerse en su lugar. El pr¨®ximo, que es pr¨®jimo.
Hoy s¨¦ que la realidad no pude cambiarla, y la tiran¨ªa que entonces combat¨ª mut¨® en otra tiran¨ªa peor. Mea culpa. Los sue?os de la raz¨®n, qu¨¦ se le va a hacer, engendran monstruos. Las utop¨ªas devienen en distopias. Pero ¡°no importa que la flecha no alcance el blanco¡/pues lo importante/es el vuelo la trayectoria el impulso/el tramo de aire recorrido en su ascenso/la oscuridad que desaloja al clavarse vibrante/ en la extensi¨®n de la nada¡como escribe el inolvidable Jos¨¦ Emilio Pacheco.
Sin embargo, la realidad puedo cambiarla y desafiarla en los libros, y escribir es entonces mi oficio para siempre. Porque, para la pol¨ªtica, que dej¨¦ hace mucho tiempo, se envejece. En cambio, para la literatura no hay tercera edad. Un viejo anquilosado en el poder se vuelve grotesco, un esperpento ¨²til s¨®lo como personaje de la literatura. Un escritor, por el contrario, puede morir escribiendo, sin volverse nunca pat¨¦tico, siempre que cuente con el favor de sus diosas tutelares, memoria e imaginaci¨®n.
Por eso mismo es que la literatura es un camino sin fin, que trasciende la vida del propio escritor. Al buscar responder a la pregunta por qu¨¦ se escribe, cuesta dar en el blanco cuando se busca una sola respuesta. Y es que las razones de escribir son m¨²ltiples. Se escribe por necesidad; si se puede vivir sin escribir, no se es escritor de verdad. Se escribe por placer; quien diga que sufre al escribir, tampoco es escritor de verdad. Y tambi¨¦n se escribe por trascender con las palabras la propia vida. Un d¨ªa alguien saca del estante de una vieja biblioteca un libro, le quita el polvo, lo abre, recorre una p¨¢gina, lee un p¨¢rrafo, quiz¨¢s solo una l¨ªnea. Las palabras han vuelto a la vida, estaban all¨ª, esperando, despiertan. Han trascendido.
Pero quiero tambi¨¦n ser recordado como un escritor que nunca apag¨® la luz mientras escrib¨ªa, y mantuvo siempre la ventana abierta a los ruidos y rumores del mundo, a las anormalidades de la opresi¨®n y la injusticia, a las violencias del poder tirano.
De la pol¨ªtica me qued¨®, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre p¨²blico, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el esp¨ªritu cr¨ªtico que nunca habr¨¢ de alejarme del debate. Y el gusto por la tolerancia, y la desilusi¨®n de las ideas eternas y los credos inviolables, y la desconfianza en las verdades para siempre.
Y una ventana abierta tambi¨¦n a la compasi¨®n y la gracia, al dolor y a la alegr¨ªa, tal como Alonso Quijano cuando embrazaba la adarga, coronado de ¨¢ureo yelmo de ilusi¨®n. Escribiente devoto de las esperanzas y los ensue?os de los peque?os seres que dec¨ªa Ch¨¦jov, y que pueblan el universo de Joseph Roth, ri¨¦ndome de ellos y ri¨¦ndome con ellos, riendo de m¨ª mismo antes de re¨ªrme de nadie, como me ense?aron mis t¨ªos en la rueda de cada tarde en la tienda de abarrotes de mi padre, cuando celebraban su tertulia ritual antes de cruzar la calle y subir las gradas de la iglesia para tocar en las funciones religiosas, m¨²sicos pobres todos ellos que formaban la orquesta Ram¨ªrez, mi abuelo a la cabeza.
Un abuelo paterno m¨²sico, maestro de capilla de la iglesia parroquial, compositor de valses y de misas de r¨¦quiem. Un abuelo materno liberal positivista, evang¨¦lico de religi¨®n, mec¨¢nico, qu¨ªmico, ebanista; el fabric¨® con sus manos la mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cari¨¢tides sin rostro, donde escrib¨ªa en Managua. Soy, as¨ª, el resultado de esa doble vertiente. Imaginaci¨®n y rigor. El papel pautado y el papel de lija. El arco del viol¨ªn y el escoplo del carpintero. La m¨²sica de las palabras y el golpe acompasado del martillo.
Y ya termino. Despu¨¦s que fui procesado por traici¨®n a la patria, me despojaron de la ciudadan¨ªa nicarag¨¹ense. Desterrado, despatriado. Mi nombre borrado de todos los registros, como en las pesadillas del mundo de Kafka. Y tambi¨¦n anularon mi t¨ªtulo de abogado. El designio fue dejarme sin patria, y sin universidad.
Por eso que, querido rector, cuando usted me llam¨® a Madrid para comunicarme que la Universidad de Guadalajara me otorgar¨ªa este doctorado honoris causa, no me confirmaba sino que esta casa de estudios era mi alma mater, como lo he sabido a lo largo de tantos a?os, desde que entr¨¦ en ella por primera vez, por la puerta de la Feria Internacional del Libro que me abri¨® Ra¨²l Padilla en el a?o de 1991, hace m¨¢s de treinta a?os. Un hogar propio, m¨¢s que un hogar sustituto.
La Universidad de Guadalajara me devuelve hoy el t¨ªtulo acad¨¦mico que la represi¨®n de la dictadura me ha quitado. Hablo, pues, a ustedes, desde la c¨¢tedra de mi universidad, la Universidad de Guadalajara, bajo las vestiduras acad¨¦micas que me confirman que soy uno de sus hijos.
Muchas gracias.
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