Los despose¨ªdos
Las protestas actuales no se parecen a ning¨²n movimiento social anterior. No aspiran a un ¡°mundo nuevo¡±, sino a la continuaci¨®n del antiguo, un mundo en el que la mayor¨ªa, la gente corriente, segu¨ªa estando en el centro
Hace casi un siglo, en el verano de 1936, la clase obrera francesa consigui¨® los mayores avances sociales de su historia. Tras meses de huelgas, una coalici¨®n de partidos de izquierda, el Frente Popular, arranc¨® a la patronal aumentos salariales, protecci¨®n sindical, la reducci¨®n de la jornada laboral y vacaciones pagadas. Todas estas cosas figuran entre las mayores conquistas sociales y materiales logradas en Francia, pero tambi¨¦n tienen una dimensi¨®n profundamente simb¨®lica e inmaterial, porque, por primera vez, los trabajadores pudieron ir junto al mar. El acceso al litoral, antes reservado a la burgues¨ªa, transform¨® las perspectivas de los m¨¢s modestos, que hasta entonces se limitaban a los lugares en los que viv¨ªan: los barrios y municipios de las grandes zonas industriales para los obreros y el campo para los que todav¨ªa no se denominaban ¡°poblaci¨®n rural¡±. Gracias a este avance geogr¨¢fico y cultural, las clases trabajadoras ampliaron sus horizontes, ampliaron el campo de visi¨®n y empezaron a ser visibles no solo como engranajes indispensables de la econom¨ªa, sino tambi¨¦n como un conjunto cultural ineludible.
Casi cien a?os despu¨¦s, esa victoria simb¨®lica est¨¢ haci¨¦ndose a?icos. Desde la costa de Normand¨ªa hasta el Pa¨ªs Vasco, las costas francesas est¨¢n volviendo a cerrarse a las clases trabajadoras. En los ¨²ltimos 20 a?os, los precios inmobiliarios se han disparado en todas las costas. No se salva ning¨²n municipio. Hay que decir que, desde la crisis sanitaria de 2020, las clases altas han comprado mucho. Las caba?as de pescadores originales son hoy viviendas de ejecutivos urbanos que buscan un ¡°refugio¡± en el que descansar o teletrabajar. Este encarecimiento de los inmuebles tiene en todas partes los mismos efectos sociales: una vuelta a la casilla de salida, al siglo XIX, porque las capas humildes se han quedado sin acceso al mar ¡ªque vuelve a ser coto privado de la burgues¨ªa¡ª y los medios para vivir en la franja costera y est¨¢n refugi¨¢ndose en las ¨¢reas rurales. Como consecuencia, los j¨®venes de las clases populares ya no pueden vivir en el lugar donde nacieron. Un dato que recuerda lo que soportan los m¨¢s pobres de las grandes ciudades de los pa¨ªses occidentales desde hace varias d¨¦cadas. De Par¨ªs a Londres, de Barcelona a Estocolmo, hay un mismo mecanismo que los ha expulsado de las grandes ciudades. As¨ª que, por primera vez en la historia de Occidente, las clases medias y trabajadoras han dejado de vivir donde se crean el empleo y la riqueza.
La p¨¦rdida de esos lugares no es m¨¢s que la punta del iceberg de la gran desposesi¨®n que sufre la mayor¨ªa, la gente corriente, no solo de lo que tiene, sino ¡ªlo que es m¨¢s grave¡ª de lo que es. Las clases medias y trabajadoras ya no est¨¢n en el centro de la creaci¨®n de riqueza en ning¨²n pa¨ªs de Occidente; ese puesto lo ocupan hoy las clases altas, que est¨¢n sobrerrepresentadas en las metr¨®polis. Las clases populares, al perder su papel crucial en la econom¨ªa, han dejado de ser productoras para convertirse en consumidoras y, muchas veces, receptoras de ayudas sociales.
Y esa desposesi¨®n es todav¨ªa m¨¢s violenta en la medida en que, al mismo tiempo, han perdido un estatus fundamental: el de referente pol¨ªtico y cultural. Esa es la base del malestar democr¨¢tico que sacude hoy todas las democracias y que explica las peculiaridades de la contestaci¨®n pol¨ªtica, social y cultural que viven los pa¨ªses occidentales desde hace 20 a?os.
Porque las protestas actuales no se parecen a ning¨²n movimiento social de los siglos anteriores. No est¨¢n dirigidas por ning¨²n partido, ning¨²n sindicato, ning¨²n l¨ªder, sino por gente normal y corriente. Algunos las consideran protestas ¡°sociales¡±, de izquierda, de extrema izquierda o marxistas y otros piensan que son ¡°identitarias¡±, de derecha, de extrema derecha o populistas. Pero la verdad es que parece imposible etiquetarlas. Desde luego, esta contestaci¨®n popular no pertenece a quienes se han olvidado del pueblo y lo han dejado de lado. Ni los pol¨ªticos, ni los sindicatos, ni el mundo de la cultura, ni la intelectualidad. No es exclusiva de ning¨²n bando, ni la izquierda, ni la derecha, ni los extremos. Tampoco defiende la c¨®moda ¡°lucha de clases a la antigua¡±, nacida de un conflicto consciente entre categor¨ªas econ¨®mica y culturalmente integradas y, por tanto, representadas en la pol¨ªtica. No encaja en ning¨²n marco sociol¨®gico ni ideol¨®gico preestablecido.
Esta revuelta no est¨¢ impulsada por la conciencia de clase, sino porque a la gente se le han arrebatado sus prerrogativas, se la ha empujado poco a poco hasta el borde del mundo. Su fuerza y su serenidad derivan de su integraci¨®n a largo plazo. Por eso, este movimiento descoloca a los defensores del presente perpetuo y la agitaci¨®n permanente. Sus motivos de fondo ¡ªy esta es su especificidad¡ª no son solo materiales, sino, sobre todo, existenciales. Su dimensi¨®n inmaterial la hace imparable e incomprensible para las clases dirigentes, acostumbradas a resolver todo de forma ¡°material¡±, a base de cheques. En contra de lo que se dice, la protesta tampoco distingue entre los que luchan por ¡°llegar a fin de mes¡± (la gente corriente) y los que se preocupan por ¡°el fin del mundo¡± (los intelectuales).
Por el contrario, establece un dr¨¢stico contraste entre quienes nos bombardean con la imagen ilusoria de un modelo benefactor al mismo tiempo que se protegen de sus efectos nocivos y los que verdaderamente afrontan la alteridad, tanto la exclusi¨®n social de un sistema que fomenta cada vez m¨¢s la desigualdad y la vida precaria como la alteridad cultural.
Este nuevo ¡°movimiento social¡± no es un refrito de Los miserables, no es un levantamiento de ¡°pobres¡±. Tampoco pretende adquirir nuevos derechos sociales. No aspira a un ¡°mundo nuevo¡±, sino todo lo contrario, a la continuaci¨®n del antiguo, un mundo en el que la mayor¨ªa, la gente corriente, segu¨ªa estando en el ¡°centro¡±. En el centro de la econom¨ªa, en el centro de las preocupaciones de la clase pol¨ªtica y en el centro de las representaciones culturales.
La peculiaridad de esta revuelta de las clases medias y trabajadoras es que no nace de ninguna ideolog¨ªa, sino de una fuerza primaria, vital, producida por la experiencia fundamental de la existencia, de una lucha cotidiana que permite afrontar la realidad con energ¨ªa y no con sistemas. Este movimiento, que se basa en un acto original de rebeli¨®n (¡°no al relato dominante¡±), no puede circunscribirse a la estrechez del an¨¢lisis tecnocr¨¢tico. As¨ª, al margen de los moralismos imperantes, la gente corriente ha forjado la base cultural, el punto de apoyo sobre el que reconstruir un modelo que tenga sentido.
Se acusa con frecuencia a las clases medias y trabajadoras de dejarse llevar por pasiones tristes y elaborar un discurso contra las ¨¦lites. Este an¨¢lisis simplista esconde la verdadera naturaleza de un movimiento que no est¨¢ ¡°en contra de¡±, sino ¡°en otro lugar¡±. Aut¨®nomos, impermeables a las arengas de quienes los desposeen cuando les dicen c¨®mo deben sobrevivir y comportarse, los despose¨ªdos ya no se dirigen a las ¡°¨¦lites¡±, a las que consideran impotentes y rid¨ªculas, sino a la sociedad en su conjunto. Impulsado por el instinto de supervivencia, este llamamiento existencial que hace saltar por los aires el relato de quienes nos prometieron el mejor de los mundos no tiene m¨¢s que un objetivo: reconstruir todo mediante el regreso a las realidades sociales y culturales de la vida ordinaria.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.