Cincuenta veces once
Chile no est¨¢ solo en esta historia. Es la de Espa?a, la de Argentina, la de Uruguay, la de Brasil. Pero c¨®mo duele medio siglo en este Chile malherido, un pa¨ªs sin un acuerdo m¨ªnimo sobre el car¨¢cter injustificable de un golpe de Estado

1. Es un n¨²mero primo, el 11. Tambi¨¦n es capic¨²a. Es el nombre que recibe en Chile la hora del t¨¦, pero en ese caso es femenina: la 11. El 11 es otra cosa. No alcanza a ser una docena y se pasa del magn¨¦tico 10. El 11 es indivisible, indestructible, es una cifra final. De ni?a me gustaba dibujarlo: imaginaba dos hombres altos, que asent¨ªan uno detr¨¢s del otro en una fila. Pero no pod¨ªa ser mi n¨²mero preferido, as¨ª que eleg¨ª el 22.
2. Didier Eribon, en Principios de un pensamiento cr¨ªtico, escribe sobre la autobiograf¨ªa de la escritora argelina Assia Djebar. Ella, en su libro El amor, la fantas¨ªa, afirma, categ¨®rica: ¡°Nac¨ª en 1842¡å, es decir, cuando las tropas francesas destruyeron la aldea de sus mayores, a quienes ella llama ¡°mi tribu de origen¡±. Ese a?o y no un siglo despu¨¦s, cuando efectivamente abri¨® los ojos al mundo, empez¨® la que ser¨ªa su vida.
3. ?Y yo?, escribo al margen del libro de Eribon, ?cu¨¢ndo nac¨ª? Constato la respuesta con una mezcla de tristeza e impotencia. Nac¨ª el 11 de septiembre de 1973, 10 a?os antes de mi verdadero nacimiento, cuando destruyeron la aldea de mis mayores, mi propia tribu de origen. No estoy sola en ese d¨ªa. As¨ª lo indica el calendario intervenido por el artista Alfredo Jaar, que repite ese n¨²mero, el 11, en cada recuadro desde entonces. Muchos que hoy tienen 70 a?os comparten conmigo ese origen. Otros cumplen reci¨¦n 50. Algunos apenas 20. Y hay ni?os y ni?as que siguen naciendo ese lejano 11 de septiembre del que no tendr¨¢n recuerdo alguno y donde se iniciar¨¢ su biograf¨ªa.
4. Lo llamaba d¨ªa negro. No s¨¦ de d¨®nde lo habr¨¦ sacado. Hablo de esa infancia extra?a, cuando hab¨ªa terminado la dictadura pero la democracia no alcanzaba a merecer su nombre. Nunca pude ir a los cumplea?os de mi amiga Virginia porque era 11, era peligroso y pod¨ªa pasar algo, dec¨ªa mi mam¨¢ agitando la cabeza en rotunda negativa. Lo que olvidaba ella es que ese ¡°algo¡± ya hab¨ªa pasado mucho tiempo atr¨¢s. Lo que ignoraba yo es que ese ¡°algo¡± suced¨ªa todav¨ªa.
5. En Chile se aplic¨® una inusual figura para ese ¡°algo¡± que sucede todav¨ªa. ¡°Secuestro permanente¡±, se llam¨®, y fue la triqui?uela que encontr¨® el juez Juan Guzm¨¢n para esquivar la ley de amnist¨ªa de 1978. Si el hecho se segu¨ªa cometiendo de manera continua, sin final, entonces rebasaba el tiempo cubierto por esa ley y pod¨ªa ser investigado. ?Pero qu¨¦ era ese hecho permanente? La muerte, qu¨¦ m¨¢s. Pienso en las madres, en los hermanos, en los amigos de esos hombres y mujeres atrapados en un continuo morir. Cada ma?ana, muriendo. Cada noche, muriendo. Una de las escenas m¨¢s conmovedoras del documental La memoria infinita, de Maite Alberdi, ocurre cuando Augusto G¨®ngora, quien padece de alzh¨¦imer, vuelve a llorar como por primera vez la muerte de su amigo Jos¨¦ Manuel Parada, asesinado durante la dictadura. G¨®ngora revive el duelo con su cuerpo, su cara compungida, sus manos agitadas. En su memoria, ya agujereada, esa muerte no ha dejado de suceder. Esa es la herida de Chile: no dejar de morir jam¨¢s.
6. Ten¨ªa siete a?os en 1990 y mis padres, como ahora, ve¨ªan obsesivamente las noticias. Yo me sentaba a los pies de su cama y miraba con ellos el televisor. Una noche, la conductora advirti¨® que las im¨¢genes que se exhibir¨ªan no eran aptas para menores de edad. No recuerdo si me dijeron que me cubriera los ojos. No tiene importancia, rara vez obedec¨ª. Lo que vi entonces qued¨® grabado en ese lugar mudo de la infancia: era un pozo rectangular y polvoriento, repleto de cad¨¢veres. La ropa endurecida aunque intacta sobre esos huesos pulidos, blanqu¨ªsimos. Recuerdo, a?os despu¨¦s, leer el poema Cad¨¢veres, de N¨¦stor Perlongher, y sentir que con sus versos esa memoria recuperaba la palabra. Pero m¨¢s recuerdo la exclamaci¨®n que escuch¨¦ esa noche a mis espaldas. Fue un dolor tambi¨¦n mudo. Un sonido similar a un derrumbe. Es la herida de Chile: lo que no se puede nombrar.
7. No quer¨ªa escribir sobre el 11. Tampoco sobre los 50 a?os. Me duele hacerlo y, sin embargo, aqu¨ª estoy. Chile no est¨¢ solo en esta historia. Es la de Espa?a, la de Argentina, la de Uruguay, la de Brasil. Pero c¨®mo duele medio siglo en este Chile malherido. Un pa¨ªs que no consigue deshacerse de la Constituci¨®n de Pinochet. Una franja de tierra demasiado angosta para la atronadora voz de la ultraderecha. Sin un acuerdo m¨ªnimo sobre el car¨¢cter injustificable de un golpe de Estado. Sin transversalidad sobre la importancia del Nunca M¨¢s. C¨®mo me averg¨¹enza pertenecer al pa¨ªs donde el dictador muri¨® en su cama. Tras ser comandante en jefe del Ej¨¦rcito, tras jurar como senador vitalicio, luego de evadir a la justicia en Londres y en Espa?a, un d¨ªa y a una hora precisa, Augusto Pinochet muri¨®. Y a diferencia de sus v¨ªctimas, enseguida dej¨® de morir.
8. Con frecuencia pienso en la relaci¨®n entre literatura y justicia. Si acaso la justicia es una ficci¨®n. Si la ficci¨®n puede hacer justicia. Desde el fin de la dictadura, la literatura chilena no solamente cont¨® historias y se encarg¨® de declamar la belleza o el horror. Desvelar, denunciar, testimoniar fueron verbos que deb¨ªan enarbolarse en el estrado y se desplegaron en nuestros libros. Tal vez por eso nos falt¨® irreverencia, desparpajo, carcajadas. Es una abismal diferencia con la literatura que se escribi¨® al otro lado de la cordillera. Pero en Argentina, me recuerdo, el dictador muri¨® condenado y preso. Y lo que ocurre con la justicia, quer¨¢moslo o no, desemboca en el torrente de la literatura.
9. Esa misma justicia, hace unas semanas, dict¨® sentencia sobre el caso del cantautor V¨ªctor Jara. La Corte Suprema tard¨® 50 a?os en condenar a los siete responsables de su secuestro y homicidio. Dos de ellos, los oficiales retirados Ra¨²l Jofr¨¦ y Nelson Haase, tras vivir medio siglo en libertad, tras celebrar cumplea?os y A?os Nuevos con sus seres queridos, se dieron a la fuga. Otro, Hern¨¢n Chac¨®n, al o¨ªr que la polic¨ªa lo esperaba en la puerta de su casa, tom¨® un arma y se suicid¨®. ¡°Han pasado tantos a?os¡±, declararon las hijas de V¨ªctor Jara al enterarse del fallo, ¡°que se hace dif¨ªcil sentirlo como justicia¡±. La pregunta reverbera, despiadada: ?hay justicia posible medio siglo despu¨¦s?
10. Es curioso el verbo que antecede a la palabra justicia. A diferencia de la literatura que se escribe y se lee, que es capaz de interpelar y conmover, de acompa?ar y disgustar, violentar e incluso entristecer, la justicia, la verdadera, no se describe ni se imagina, no se narra ni se concluye. La justicia se hace igual como se hace el pan.
11. Yo iba a ser abogada de derechos humanos porque quer¨ªa hacer justicia. Estudi¨¦ Derecho, termin¨¦, pero lo abandon¨¦ de inmediato. Me hab¨ªa encontrado con la literatura y en su camino, con la memoria. Y la memoria, como la justicia, se hace tambi¨¦n. Obras de teatro, novelas, pel¨ªculas, documentales, canciones, poemas y hasta una conversaci¨®n. El quehacer de la memoria ha sido prol¨ªfico en estos d¨ªas. La tristeza es lo que prima y no podr¨ªa ser de otro modo. Pero en la memoria no solo habita aquello que ocurri¨® en el pasado. En el origen improbable de una biograf¨ªa, en la labor incansable de un juez, en la persistencia de una familia, en el llanto de un amigo que no quiere olvidar, en la rabia, en la impotencia, en el fondo de la herida de Chile, hay, tambi¨¦n, un gesto desesperado hacia el futuro. Y este medio siglo nos recuerda la urgencia de volverlo a disputar.
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