Golpe a golpe de Estado
De la solidez de este Gobierno y la lealtad de sus precarios aliados nadie puede hacerse muchas esperanzas, pero quien vivi¨® el franquismo se siente ofendido cuando oye llamar tranquilamente dictadura a este tiempo en que vivimos
Desde el otro lado del r¨ªo, nada m¨¢s bajar del taxi, lo que estoy viendo es un edificio real y un recuerdo de hace 43 a?os. Llueve fuerte y hace mucho viento en la ma?ana de San Sebasti¨¢n, y el paraguas que me han prestado en el hotel ofrece una protecci¨®n insegura. Tengo apenas dos horas antes de salir hacia el aeropuerto, pero al llegar aqu¨ª ha desaparecido toda urgencia, igual que han desaparecido las voces del presente, las que durante todo el d¨ªa de ayer y desde primera hora esta ma?ana me han asaltado con una intermitencia m¨¢s agresiva que la de esta lluvia cant¨¢brica. En la radio del taxi las voces repiten insultos broncos y chistes chabacanos, denuncian y vaticinan la dictadura inminente, el golpe de Estado, el derrumbe del pa¨ªs. He visto gesticulaciones demag¨®gicas en las pantallas sin sonido del aeropuerto. He entrado en el taxi en San Sebasti¨¢n, vislumbrando de golpe y desde arriba, en una curva de la carretera, la amplitud azulada y los colores atenuados de postal de la bah¨ªa de la Concha. Reconoc¨ªa y nombraba los montes, Igueldo, Urgull, la mancha blanca del Club N¨¢utico, las torres de Santa Mar¨ªa sobre los tejados de la Parte Vieja. Y mientras la memoria me llevaba hacia los d¨ªas de mi juventud en la ciudad, el tir¨®n del pasado se malograba en parte por la intromisi¨®n de las voces del presente, las m¨¢s templadas o sensatas perdi¨¦ndose en el griter¨ªo de la bronca.
Una parte de m¨ª estaba en la San Sebasti¨¢n de ahora, en su lujosa dulzura de vivir, en la intensidad peculiar de encontrarse uno de nuevo en una ciudad en la que fue muy joven y aprendi¨® cosas decisivas; la otra segu¨ªa alerta al bajo continuo de la sesi¨®n de investidura, en el mareo y el exceso de las voces de los parlamentarios y los informadores y los comentaristas de las tertulias, los hooligans desbocados y los especialistas en a?adir le?a al fuego y en esparcir tanta gasolina como sea posible, a fin de acelerar la llegada del desastre que ellos mismos profetizan. En la plaza del Buen Pastor busco la esquina donde estuvo la peque?a librer¨ªa donde compr¨¦ en febrero de 1980 la edici¨®n de Alianza de El cine seg¨²n Hitchcock, de Truffaut, que cab¨ªa tan c¨®modamente en los bolsillos espaciosos del uniforme de faena. En los soportales me acord¨¦ de aquellos activistas de ?Basta Ya! que en ese mismo lugar se concentraban con minoritario hero¨ªsmo cada vez que hab¨ªa un asesinato terrorista. Pas¨¦ por el lugar donde estuvo la primera Lagun y junto a la entrada de un cine en el que asist¨ª, en una sala muy grande en la que se distingu¨ªan las cabezas dispersas de tres o cuatro espectadores, a una de las primeras proyecciones de Arrebato, de Iv¨¢n Zulueta. Yo era un soldado literato y cin¨¦filo que se refugiaba de las asperezas cuartelarias, y de la realidad p¨²blica muchas veces pavorosa del terrorismo y los brotes fascistas y golpistas, en una oficina de muebles destartalados en la que hab¨ªa una m¨¢quina de escribir. El soldado por obligaci¨®n viv¨ªa en un trato obsesivo con el calendario en el que tachaba victoriosamente una fecha m¨¢s al final de cada d¨ªa. A la impaciencia de irse, a la exasperaci¨®n por la lentitud del tiempo, se sumaba el miedo constante a la posibilidad de un golpe de Estado militar, en aquella democracia tan fr¨¢gil, tan poco asistida internacionalmente, acosada por pistoleros y matones de todas las cala?as, todos ellos dispuestos a derramar sangre por alguna de sus patrias respectivas, preferiblemente la sangre de otros.
Ayer la Concha era una estampa risue?a de verano tard¨ªo y calentamiento global. Esta ma?ana se hab¨ªa cerrado el horizonte y el arco abierto de mar color pizarra romp¨ªa en la playa agrandada por la marea baja, al filo de la arena lisa con un brillo de espejo. Puse la televisi¨®n y continuaba el debate, por llamarlo de alg¨²n modo. Quit¨¦ el volumen para seguir oyendo el clamor r¨ªtmico de las olas rompiendo contra la orilla. Hab¨ªa gente temeraria y vigorosa que se lanzaba a nadar o tripulaba piraguas. A pesar del mal tiempo, la vida diaria no se interrump¨ªa en el paseo mar¨ªtimo: caminantes, ciclistas, paseadores de perros, gente atareada con gabardinas y carteras bajo los paraguas. En el restaurante se dilataba sin prisas el ritual de los desayunos, las voces atenuadas, el ruido de tazas y cubiertos, las conversaciones en idiomas diversos, el caf¨¦ con leche bebido pensativamente junto al ventanal, mientras en un televisor sin volumen que nadie miraba segu¨ªa el debate.
Entonces mir¨¦ el reloj y en un arrebato decid¨ª ir al cuartel del que hab¨ªa salido corriendo como un fugitivo hace 43 a?os, en el barrio de Loiola. En la radio del taxi, un c¨¦lebre charlista venenoso hablaba de dictadura, de golpe de Estado, de traici¨®n a Espa?a. El taxi atravesaba barriadas de urbanismo apretado y confuso que no exist¨ªan cuando yo era soldado. Se detuvo, y antes de bajarme vi borrosamente el cuartel tras el cristal. Todo se manten¨ªa id¨¦ntico: el puente, m¨¢s corto de lo que yo recordaba, el lento Urumea de color de barro y el verde oscuro de la vegetaci¨®n de las orillas, los dos edificios gemelos, con filas regulares de ventanas y torreones de ladrillo, de una arquitectura noble, entre el neomud¨¦jar y el racionalismo.
Un suboficial se ofreci¨® muy amablemente a ense?arme los patios. El espejismo plano del recuerdo cobraba profundidad y dimensiones tangibles. En una de aquellas ventanas que ahora no pod¨ªa identificar hab¨ªa estado mi oficina. Las escalinatas de acceso a las compa?¨ªas estaban clausuradas, aquellos pelda?os por los que baj¨¢bamos en masa con un fragor masculino de estampida. Reinaba una sensaci¨®n de soledad, de espacio excesivo. El suboficial se?al¨® un grupo de soldados que estaban formando y me dijo que en unos pocos d¨ªas iban a salir a una misi¨®n internacional en L¨ªbano. Me vi a m¨ª mismo con la edad de esos muchachos, en la tensi¨®n de los d¨ªas peores, cuando nos mandaban a formar por sorpresa, a deshoras, las cornetas resonando en todos los altavoces del cuartel, cuando arreciaban los rumores sobre un golpe de Estado. Estaban muy frescos los ejemplos de Chile, de Uruguay, de Argentina. Imagin¨¢bamos que llegaba el momento temido, que nos hac¨ªan subir con correajes y armamento a aquellos camiones militares tan viejos y nos hac¨ªan ocupar las calles de San Sebasti¨¢n, cumplir tal vez ¨®rdenes atroces.
No era una fantas¨ªa del miedo. Yo cruc¨¦ a toda prisa el puente del Urumea tirando al r¨ªo el candado de la taquilla, como era de precepto, en diciembre de 1980, y apenas dos meses despu¨¦s lleg¨® el conato de golpe militar que todo el mundo estaba prediciendo. Quienes lo prepararon, lo alentaron, quienes lo habr¨ªan servido en calidad de esbirros o de carceleros y matarifes si hubiera triunfado, usaban el mismo lenguaje de patrioter¨ªa apocal¨ªptica que se ha vuelto a escuchar ahora en el Parlamento, en las tertulias extremistas, en las calles de Madrid. Sobre la solidez de este Gobierno y la lealtad de sus precarios aliados nadie puede hacerse muchas esperanzas. Pero quien vivi¨® en persona una dictadura se siente ofendido cuando oye llamar tranquilamente dictadura a este tiempo que ahora vivimos. Los que llaman golpe de Estado a la formaci¨®n de un Gobierno nacido de unas elecciones escrupulosamente libres y de una mayor¨ªa parlamentaria son del mismo linaje de aquellos que estuvieron a punto de devolvernos a la barbarie de la tiran¨ªa en aquellos a?os de mi primera juventud, cuando casi nadie pensaba que la libertad reci¨¦n ganada pudiera durar mucho tiempo.
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