Islas amenazadas
En Tuvalu, como en otros lugares del planeta, el ascenso del nivel del mar a causa del calentamiento vaticinado desde hace mucho tiempo por los cient¨ªficos no es una especulaci¨®n te¨®rica
Una parte de la belleza de una isla est¨¢ en su nombre, en el que se conjugan la geograf¨ªa y la literatura. Que una isla del Pac¨ªfico se llame Tuvalu ya es una promesa, sobre todo para quienes fuimos aficionados precoces a las novelas de expediciones y aventuras y a las anchas p¨¢ginas de los atlas escolares. Ni?os de interior, en una ¨¦poca poco favorable a los viajes, solo hab¨ªamos visto el mar en las pel¨ªculas. As¨ª que cuando algunos lo vimos por primera vez de verdad, en una playa tranquila del Mediterr¨¢neo, nos pareci¨® mucho menos novelesco, casi vecinal, con sus olas prudentes y sus lejan¨ªas accesibles. Nos gustaban los mares de resplandor esmeralda del cine, los de las tempestades suntuosas filmadas en estanques en hangares de Hollywood. Y por encima de todo nos gustaban las extensiones azules que llenaban p¨¢ginas completas en los mapas del oc¨¦ano Pac¨ªfico, con islas de nombres ex¨®ticos en los que parec¨ªan contenerse las aventuras m¨¢s incitantes de todas, las de los n¨¢ufragos que se instalaban en ellas, algunos tan solitarios como Robinson Crusoe, otros en grupos de arrojo y fraternidad admirables. En la novela que he le¨ªdo m¨¢s veces en mi vida, La isla misteriosa, Julio Verne cuenta la historia de un naufragio no desde el mar, sino desde el aire, el de unos militares que escapan en globo de un campo de prisioneros sudista, en la guerra civil americana, y arrastrados por las tormentas llegan improbablemente a una isla desierta en el Pac¨ªfico Sur. Varias enso?aciones simult¨¢neas alimentaban la fascinaci¨®n de la lectura: la del grupo de adolescentes unidos contra la adversidad, la de las aventuras mar¨ªtimas, la de la isla como refugio contra la intemperie y como maqueta del mundo.
Como Verne era tan meticuloso, en la novela daba las coordenadas exactas de latitud y longitud de la isla, a la que los n¨¢ufragos bautizan con el nombre de Lincoln. Ni?o fantasioso, pero tambi¨¦n aplicado, yo encontr¨¦ el lugar del mapa oce¨¢nico donde se situaba, y como no exist¨ªa la dibuj¨¦ como una mancha diminuta a bol¨ªgrafo.
A diferencia de la isla Lincoln, Tuvalu es una isla real, pero tan peque?a que no me habr¨ªa sido posible localizarla en aquel atlas. Ahora, no sin una sensaci¨®n de maravilla y de v¨¦rtigo, la he encontrado en unos segundos en Google Earth, y me he ido acercando a ella como si viajara en una nave espacial. En las fotograf¨ªas, en los v¨ªdeos, Tuvalu es una estampa de folleto de agencia de viajes, de novela gozosa de n¨¢ufragos, de ese da?ino ensue?o europeo que empieza con los viajes de Cook y Bougainville en el siglo XVIII y se prolonga con la doble huida de Paul Gauguin y Robert Louis Stevenson en busca de una plenitud vital que la modernidad capitalista y tecnol¨®gica al parecer les negaba. En las islas de Ocean¨ªa, en Tahit¨ª y en Haw¨¢i, los ilustrados fantasiosos situaban un para¨ªso terrenal limpio de las coacciones eclesi¨¢sticas, habitado por seres inocentes que disfrutaban sin culpa de los placeres de la vida, en particular mujeres licenciosas y medio desnudas que se ofrec¨ªan sin apuro a los deseos de los navegantes, m¨¢s enconados a¨²n despu¨¦s de traves¨ªas tan largas. De los mares del Sur llegaron a Occidente la buganvilla, el hibiscus y la figura del Buen Salvaje; lo que lleg¨® de Europa a las islas de los mares del Sur fue primero la s¨ªfilis, y despu¨¦s los misioneros y toda la brutalidad del colonialismo, tambi¨¦n llamado la civilizaci¨®n, que consiste sobre todo, en las palabras de Joseph Conrad, ¡°en arrebatarles la tierra a aquellos que tienen un color de piel distinto o narices ligeramente m¨¢s aplastadas que las nuestras¡±.
Tuvalu es una isla alargada y sinuosa, con palmeras y playas de arena muy blanca, con arrecifes de coral. Tambi¨¦n es el cuarto pa¨ªs m¨¢s peque?o del mundo. Tiene una extensi¨®n de apenas 26 kil¨®metros cuadrados y poco m¨¢s de 11.000 habitantes. El blanco cegador de la arena est¨¢ manchado de restos de basura de pl¨¢stico que arrastran las corrientes marinas, como en muchas otras playas de Ocean¨ªa, y las ra¨ªces de las palmeras, igual que los tub¨¦rculos harinosos que se cultivan como alimentos en la isla, est¨¢n empezando a pudrirse porque el agua del mar se infiltra en el subsuelo, y va desplazando la capa de agua dulce que antes las nutr¨ªa. Mareas altas cada vez m¨¢s poderosas inundan con frecuencia una isla tan plana que no tiene acantilados ni muros rocosos que la defiendan. En Tuvalu, el ascenso del nivel del mar a causa del calentamiento vaticinado desde hace mucho tiempo por los cient¨ªficos no es una especulaci¨®n te¨®rica. La tierra firme ya est¨¢ reduci¨¦ndose bajo los pies de sus habitantes, y es muy posible que hacia finales de este siglo la isla entera haya desaparecido bajo las aguas, borrada como una isla ilusoria dibujada a l¨¢piz por un ni?o en un mapamundi.
El a?o pasado, en la bochornosa cumbre del clima en la que por no llegar no se lleg¨® ni a mencionar expresamente la reducci¨®n en el consumo de combustibles f¨®siles, el primer ministro de Tuvalu exigi¨® en vano, en nombre de su patria diminuta, un pacto internacional de verdad generoso, aunque sobre todo justo, para ayudar a los pa¨ªses m¨¢s afectados por el cambio clim¨¢tico, que tambi¨¦n son los m¨¢s pobres. Ahora el Gobierno australiano se ha ofrecido a acoger cada a?o a 280 emigrantes de Tuvalu, con tantas precauciones y tanta letra peque?a que parece sobre todo un gesto barato de mezquindad envuelto en una campa?a de relaciones p¨²blicas.
La cuarta parte de la poblaci¨®n de Tuvalu vive por debajo del umbral de la pobreza. El 10% m¨¢s pr¨®spero de la humanidad es responsable de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero causantes de las perturbaciones que est¨¢n forzando ya la di¨¢spora de los habitantes de la isla de Tuvalu, y de los fugitivos de la desertizaci¨®n y el colapso de la agricultura y la ganader¨ªa en los pa¨ªses del Sahel y en el cuerno de ?frica, y los reducidos a la miseria y desplazados por las inundaciones que han cubierto este a?o la mitad de Pakist¨¢n. A¨²n quedan negacionistas c¨ªnicos que aseguran despectivamente que la alarma por el cambio clim¨¢tico es un capricho de privilegiados y elitistas. Ahora sabemos, lo acaba de explicar con su habitual contundencia Thomas Piketty, que la lucha por la justicia social y la igualdad ha de ser inseparable del activismo ecologista: si quienes m¨¢s tienen, sea en el pa¨ªs que sea, producen con su despilfarro m¨¢s contaminaci¨®n de la tierra, del agua y del aire, son ellos los que han de cargar con el mayor peso de las medidas fiscales y las reglas de austeridad que deben imponerse con la m¨¢xima urgencia. No habr¨¢ otro modo de lograr una movilizaci¨®n mayoritaria y efectiva, ni de desmentir a los demagogos que ahora se fomentan con ¨¦xito el resentimiento y el oscurantismo anticient¨ªfico. Un oligarca ruso o un megal¨®mano infantiloide del estilo de Elon Musk contribuye m¨¢s al calentamiento global en unos pocos d¨ªas con sus yates y sus aviones privados que la poblaci¨®n entera de Tuvalu. El planeta entero es una ¨ªnfima isla azul en un oc¨¦ano ilimitado de negrura, un oasis de belleza y fertilidad en mitad de la nada absoluta. Los lectores de Julio Verne lo descubrimos en 1972, en la primera foto completa de la Tierra en el espacio, tomada por los astronautas del Apollo 12, los ¨²ltimos que viajaron a la luna. Pero a nosotros no habr¨¢ quien nos acoja si nuestra Tuvalu se vuelve inhabitable.
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