El don de la conversaci¨®n
Quiz¨¢s este mundo hechizado por la exuberancia de informaci¨®n empieza a a?orar el placer ¡ªy el poder¡ª del di¨¢logo
Era una promesa tentadora. La utop¨ªa del tercer milenio presagiaba la comunicaci¨®n sin l¨ªmites. Con la superaci¨®n de antiguos tab¨²es, la aparici¨®n de los tel¨¦fonos inteligentes y la exuberancia de amistades en redes sociales, el futuro auguraba un desconocido esplendor de conversaciones y conexiones. Y, sin embargo, hoy nos descubrimos atrincherados mentalmente y m¨¢s solitarios que nunca. Aunque compartimos una honda sed de atenci¨®n y escucha, hacemos o¨ªdos sordos y nos hablamos con hostilidad o indiferencia. En todas partes aflora una queja recurrente: la falta de consideraci¨®n. Unas pocas personas reciben todo el reconocimiento, mientras una inmensa mayor¨ªa se siente desatendida, acallada y aislada.
Buena parte de las conversaciones cotidianas son distra¨ªdas y rutinarias. Se arrojan palabras al vac¨ªo para llenar el tiempo y conjurar la incomodidad. Nos educan para temer el silencio como algo hostil, pero lo esquivamos con torpeza. Ser¨ªamos personas distintas si los encuentros que decidieron el rumbo de nuestra vida hubieran sido menos mudos y superficiales, si de verdad hubi¨¦ramos intercambiado pensamientos. Quiz¨¢s este mundo hechizado por la exuberancia de informaci¨®n empieza a a?orar el placer ¡ªy el poder¡ª de la conversaci¨®n. Como dijo Luis Bu?uel: ¡°Yo adoro la soledad a cambio de que un amigo venga a hablarme de ella¡±.
En su Historia ¨ªntima de la humanidad, Theodore Zeldin recuerda dos momentos decisivos en la cr¨®nica de los hallazgos parlantes de nuestra especie. La primera de esas etapas estelares tuvo lugar cuando la filosof¨ªa griega descubri¨® el di¨¢logo. Hasta entonces, el modelo de aprendizaje era el mon¨®logo: el hombre sabio o el dios hablaban, y los dem¨¢s escuchaban. Los tempranos fil¨®sofos helenos proclamaron que los individuos no pod¨ªan ser inteligentes por separado, sino que necesitaban el acicate de otras mentes. S¨®crates fue el primero en sostener audazmente que dos personas pueden aprender interrog¨¢ndose mutuamente y examinando las ideas heredadas hasta detectar sus fallos, sin atacarse ni insultarse. S¨®crates admit¨ªa con humor que, siendo extraordinariamente feo, luch¨® por demostrar que todo el mundo puede resultar hermoso por su forma de hablar.
Aquel caudal revolucionario y parlanch¨ªn desemboc¨® en Roma. Cicer¨®n, l¨ªder pol¨ªtico y pensador, hered¨® la misma fascinaci¨®n por las palabras entretejidas en com¨²n. Afirm¨® que ¡°quien entabla una conversaci¨®n no debe impedir entrar a los dem¨¢s, como si fuera una propiedad particular suya; debe pensar que, como en todo lo dem¨¢s, tambi¨¦n en la conversaci¨®n general es justo que haya turnos¡±. Sus escritos no eran ensayos concluyentes, sino di¨¢logos a varias voces en los cuales ¨¦l desempe?aba solo un peque?o papel y que terminaban sin un claro vencedor. Cicer¨®n, gran conocedor de los entresijos del poder y a la vez enamorado de la filosof¨ªa, se adiestraba en el debate de ideas, que nos ayuda a encontrar archipi¨¦lagos de concordancia entre los oc¨¦anos del desacuerdo.
Tras los hallazgos antiguos, el Renacimiento alumbr¨® un nuevo escenario de pasi¨®n parlante, protagonizado ahora por mujeres. En los c¨ªrculos intelectuales, las damas se cansaron de la conducta tosca y ostentosa de los cortesanos, que se pavoneaban como gallos de pelea. El movimiento brot¨® en las principales ciudades italianas, se extendi¨® por Francia e Inglaterra y finalmente por el resto de Europa y Am¨¦rica. Frente a la arrogancia, nac¨ªa otro ideal: cortes¨ªa, delicadeza, tacto y cultura. El modelo m¨¢s imitado fue el de Madame de Rambouillet, que invent¨® a principios del siglo XVII la orquesta de c¨¢mara de la conversaci¨®n. Ense?¨® a sus contempor¨¢neos a filtrar sus ideas a trav¨¦s de mentes ajenas. Sus reuniones dieron vida a epigramas, versos, m¨¢ximas, retratos, paneg¨ªricos, m¨²sica y juegos. Sobre todo, derribaron el modelo de debate orientado a aplastar a los dem¨¢s: acordaron que la seriedad ser¨ªa liviana, que la raz¨®n escuchar¨ªa a la emoci¨®n, que practicar¨ªan la cortes¨ªa sin asfixiar la sinceridad. Aunque ese baremo del gusto y el refinamiento fue privilegio de c¨ªrculos arist¨®cratas, aquellos salones ¡ªcasi siempre liderados por sabias anfitrionas¡ª dieron cobijo a las ideas ilustradas. En ocasiones, el di¨¢logo se volvi¨® vanidoso y pedante, encantado de su propio lustre, hasta derivar en manierismos impostados, pero aquella costumbre dej¨® un valioso legado: la cultura de la conversaci¨®n. Seg¨²n la ensayista Benedetta Craveri, lo extraordinario de aquellas charlas de sal¨®n fue que aspiraban a la claridad, la mesura, la elegancia, y el respeto por el amor propio ajeno.
Estas sendas humanistas ofrecen rutas para los retos de hoy. A¨²n debemos aprender el arte de hablarnos con respeto, incluso entre desconocidos, conscientes del impacto de nuestras palabras sobre el equilibrio, a veces fr¨¢gil, del ¨¢nimo de los dem¨¢s. En el siglo pasado, fil¨®sofos como Martin Buber o Emmanuel Levinas pensaron que, en esencia, somos seres de encuentros: el yo emerge del di¨¢logo con un t¨², el otro, el diferente. La conversaci¨®n real entre dos personas que se escuchan es la mejor herramienta para derribar barreras en un mundo tan desigual como enfrentado, donde la ausencia de comunicaci¨®n se est¨¢ convirtiendo en un gran problema sumergido en el silencio. El aislamiento prolongado da?a la salud y, si perdura en el tiempo, el sufrimiento de no poder hablar libremente, sin m¨¢scaras ni miedo a la incomprensi¨®n, puede derivar en estados de angustia. Un n¨²mero creciente de j¨®venes empieza a confesar que sufren soledad no deseada, cuando sol¨ªa ser la franja de edad menos amenazada. Se extiende la sensaci¨®n de distancia, de frustraci¨®n, presi¨®n y falta de calidez en los encuentros con otras personas. De ver pasar los d¨ªas y la vida desde una prisi¨®n de cristal o tras la trinchera de una pantalla, donde nadie puede llegar hasta ti. Una clave esencial para entender los estallidos y los aullidos de nuestro tiempo es esa ira que se puede mitigar con escucha o, al contrario, azuzar en una espiral de agresividad.
Toda aut¨¦ntica colaboraci¨®n precisa conversaci¨®n, esos di¨¢logos donde, mientras jugamos ¡ªsin juzgarnos¡ª con las ideas, forjamos alianzas. La acci¨®n colectiva gana fuerza cuando somos capaces de verbalizar nuestras debilidades y complejidades. Sin miedo, asumiendo el peligro, ya que al escuchar corremos el riesgo de que nos convenzan. De hecho, ¡°conversar¡± proviene del lat¨ªn versare, ¡°girar¡±. Se refiere a convivir, converger, pero tambi¨¦n cambiar, darse la vuelta en compa?¨ªa. De alguna forma, con-versar es una actividad de calado pol¨ªtico y po¨¦tico ¡ªtejer versos con otras personas¡ª. En lugar de trenzar palabras vivas, nos agazapamos tras nuestras caras pantallas para no hablar cara a cara. Los tel¨¦fonos nos silencian m¨¢s a menudo que nosotros a ellos. Mientras nuestros dedos escriben hipnotizados a un rostro lejano, no miramos a quienes nos rodean: estamos desperdiciando experiencias, protagonizando huidas fallidas. El inconveniente de esta edad de oro de la comunicaci¨®n y la informaci¨®n es que todav¨ªa no hemos aprendido a hablarnos. Humanizamos y amamos a nuestros aparatos, mientras somos cada vez m¨¢s maquinales con otras personas. El error fue creer que la tecnolog¨ªa nos ense?ar¨ªa a conversar. Para el algoritmo, una persona queda reducida tan solo a un mero ¡°cliente¡±, ¡°seguidor¡± o ¡°usuario¡±. Cuando la red digital nos atrapa en nichos de mercado, y el griter¨ªo pol¨ªtico nos enclaustra en bandos enfrentados, la antigua invitaci¨®n al di¨¢logo mantiene viva la esperanza de abrir jaulas, serenar estridencias y construir encuentros. Tal vez m¨¢s que nunca, de la conversaci¨®n depende la conservaci¨®n de la comunidad.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
M¨¢s informaci¨®n
Archivado En
- Opini¨®n
- Sociedad
- Cultura
- Relaciones humanas
- Relaciones sociales
- Redes sociales
- Internet
- M¨®viles
- Telefon¨ªa m¨®vil
- Smartphone
- Soledad
- J¨®venes
- Juventud
- Adolescencia
- Salud mental
- Pantallas
- Sociolog¨ªa
- Psicolog¨ªa
- Filosof¨ªa
- Antigua Grecia
- Antigua Roma
- Marco Tulio Cicer¨®n
- Siglo XVII
- Emmanuel Levinas
- Algoritmos computacionales