Almod¨®var ante la muerte
La nueva pel¨ªcula del director afronta con valent¨ªa el debate sobre la legitimidad del suicidio en condiciones de envejecimiento avanzado
La ley de eutanasia ha sido la conquista reciente de una sociedad emancipada de las creencias religiosas que hac¨ªan inviable hasta este momento la decisi¨®n sobre la continuidad de las medidas curativas o paliativas por parte de enfermos terminales. Prevaleci¨® por fin la conciencia del individuo enfrentado a su sufrimiento y la capacidad para determinar hasta d¨®nde estaba dispuesto a explotar el apabullante desarrollo tecnol¨®gico de la medicina. Hoy pueden tratarse mucho mejor que antes tanto el dolor como el deterioro de enfermedades asociadas a menudo con el mero envejecimiento, que no es otra cosa que la p¨¦rdida progresiva y creciente de capacidad de los ¨®rganos que nos han mantenido con vida durante d¨¦cadas (felizmente). A pesar de eso, muchas personas prefieren ahorrarse ese ¨²ltimo tramo de vida y evitar tratamientos que han dejado de percibir como beneficiosos. En su evaluaci¨®n ¨ªntima e intransferible de costes, escogen la renuncia a una vida que ha dejado de serlo a sus ojos, que ha desaparecido ya y que es imposible que vuelva, dada la radicalidad de las dolencias que ampara el nuevo derecho a la eutanasia.
En otras palabras, son personas que han interiorizado que vivir no es obligatorio ni puede ni debe caer bajo mandato de nadie fuera de la persona misma. Cuando Javier Pradera encaden¨® diversos padecimientos que redujeron gravemente lo que llamaba burlonamente su calidad de vida, sol¨ªa decir que ¨¦l quer¨ªa vivir, no durar. Esa es una frase lapidaria que nace solo de quien carece de creencias (religiosas o no) que le impidan decidir sobre la continuidad de la propia existencia: no depende de ning¨²n creador ni de ninguna obligaci¨®n trascendente o teleol¨®gica. Es producto de la lucidez sobre las condiciones que cada cual escoge para perpetuar su existencia, sin imponer ese mismo criterio a nadie. Cerca ya de los 60 a?os, he podido acompa?ar hasta sus ¨²ltimos d¨ªas al menos a ocho personas ancianas, y todas ellas sin excepci¨®n pidieron auxilio material para terminar cuanto antes una etapa innecesariamente prolongada, ins¨ªpida, aburrida, artificial e injustificable, al menos para cada una de esas ocho personas, con biograf¨ªas y personalidades enteramente dispares. A Joan la tranquilidad solo le llegar¨ªa cuando supiese que tendr¨ªa la pastilla en el botiqu¨ªn (y no s¨¦ si exactamente esa tranquilidad le lleg¨® alguna vez). En ning¨²n caso nadie puede hacer nada legal hoy porque la ley impide el auxilio para preparar una muerte tranquila, y es abrumador e intimidatorio el repertorio de represalias que pueden caer sobre quien acompa?e a alguien a terminar su vida voluntariamente. Est¨¢ concebido para sabotear por todos los medios que nadie en pleno uso de sus facultades pueda determinar hasta d¨®nde quiere vivir y c¨®mo quiere despedirse de su propia vida, que es suya.
Las protagonistas de la ¨²ltima y luminosa pel¨ªcula de Pedro Almod¨®var saben muy bien que el auxilio al suicidio est¨¢ severamente penado. Tener que acudir a la Deep Web, como hace Tilda Swinton en La habitaci¨®n de al lado, para obtener la pastilla que permita a un enfermo (o a un simple anciano) escoger el d¨ªa, la hora y la compa?¨ªa de su propia muerte es una humillaci¨®n vejatoria: somete a quienes la acompa?en al riesgo de c¨¢rcel, ensucia de clandestinidad y ocultamiento la belleza de una despedida acordada y querida e introduce un factor de incertidumbre desestabilizador ¡ª?ser¨¢ buena la pastilla, estar¨¢ adulterada, ser¨¢ una fake, funcionar¨¢ bien?¡ª donde deber¨ªa haber la consoladora asunci¨®n del final de una vida consumada con m¨¢s o menos ¨¦xito.
La valent¨ªa de esta pel¨ªcula es pol¨ªtica, es moral y es sobre todo vital. Su secreto est¨¢ en contar el suicidio de una mujer como un canto a la plenitud de la vida. La muerte es consustancial a la vida y es la misma muerte, el hecho de terminar, el que dota de sentido a una existencia que nada podr¨¢ prolongar indefinidamente. Afrontar a los 75 a?os la legitimidad del suicidio en esas condiciones de envejecimiento avanzado (con o sin enfermedad, ante el mero deterioro biol¨®gico) habla del instinto vitalista de Pedro Almod¨®var y de su inteligencia moral. La sociedad en Occidente ha ido desprendi¨¦ndose de creencias religiosas que imponen urbi et orbi lo contrario ¡ªel due?o de tu vida no eres t¨²; seg¨²n ellos, es Dios¡ª, y hacerlo a trav¨¦s de una pel¨ªcula cuajada de gui?os hedonistas y humor¨ªsticos es un acto m¨¢s de honestidad ¨¦tica y est¨¦tica que de valent¨ªa transgresora: es poner en im¨¢genes la reflexi¨®n que cualquier persona adulta sabe que har¨¢ con sus padres, sus abuelos o sus amigos, y un d¨ªa tendr¨¢ que hacerla sobre s¨ª mismo tambi¨¦n. Tarde o temprano aspirar¨¢ a contar con un entorno en el que entiendan lo que le cuesta al principio entender a Julianne Moore ante la petici¨®n de Tilda Swinton: que el acto de amor en esa situaci¨®n consiste en acompa?arla en la muerte voluntaria. Swinton quiere despedirse de su propia vida cuando a¨²n es ella misma, cuando no es solo el espectro de una superviviente, cuando puede hacer lo que ha hecho siempre: tomar las decisiones cruciales de su vida por s¨ª misma.
La pel¨ªcula llegar¨¢ a las salas de cine cuando el Gobierno ha impulsado un plan de acci¨®n indispensable contra el suicidio ante la creciente pluralidad de factores que lo inducen y el aumento de intentos y de suicidios consumados en edades tr¨¢gicamente tempranas. El suicida no quiere morir, quiere dejar de padecer, y un Estado social como el nuestro ha de ser capaz de auxiliar a quien no sabe o no puede gestionar padecimientos que a veces acaban derivando en un acto irreversible (pero casi siempre evitable). Menos incuestionable que esta labor de prevenci¨®n socialmente urgente es que en ese marco de trabajo figure tambi¨¦n sin distinci¨®n el tratamiento que merece el deseo de morir en la vejez avanzada. La estad¨ªstica de suicidios se dispara entre quienes han llegado a los 80, 85, 90 a?os o m¨¢s, y entre ellos puede haber numerosos casos que ante la cercan¨ªa del final prefieren evitar la agon¨ªa consuntiva donde las fuerzas ya no responden, donde la ilusi¨®n es residual, donde el placer es memoria y donde la vitalidad se extingue sin remisi¨®n y sin que haya ninguna necesidad de exprimirla ag¨®nicamente (excepto que uno quiera hacerlo, claro est¨¢). La civilizaci¨®n ha sido un combate contra la fuerza de la biolog¨ªa, y, del mismo modo que nuestras sociedades han crecido regulando y reprimiendo los impulsos de la biolog¨ªa desatada, tambi¨¦n la decisi¨®n de poner fin a la vida es una conquista m¨¢s contra la ferocidad de la naturaleza biol¨®gicamente concebida para resistir, para seguir y seguir latiendo, aunque carezca de sentido.
La exaltaci¨®n que le debemos a Almod¨®var en pel¨ªculas explosivamente contagiosas de vitalidad ¡ªincluidas Pepi, Luci, Bom..., Qu¨¦ he hecho yo para merecer esto o Mujeres al borde de un ataque de nervios¡ª hoy se trueca en gratitud por exponer a la ciudadan¨ªa a la evidencia de la muerte, incluida esa en la que nunca pensamos y que siempre est¨¢ ah¨ª: la nuestra, la de cada cual. Haberlo hecho con sensibilidad macerada en sentido del humor, con delicadeza exquisita y belleza suntuosa a?ade una virtud m¨¢s de sensatez a una pel¨ªcula que se mete en el coraz¨®n transversal de una sociedad dispuesta a vivir una buena vida hasta el final, sin castigo, sin sistema punitivo contra ella misma, tambi¨¦n cuando decide abandonar la escena y morir sin angustia, sin miedo y sin tener que recurrir a la delincuencia s¨®rdida de la Deep Web, sino a la regulaci¨®n reconfortante y razonable de un sistema nacional de salud de un Estado laico y democr¨¢tico. El canto a la vida consiste en eso: en poder morir sin riesgos.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.