Las reglas del fuego

Dicen los que lo tratan ¡ª?bomberos, pirot¨¦cnicos y alquimistas¡ª que el fuego tiene su propia ley, que su voluntad es inquebrantable (¨¦l, que quebranta todas las cosas), y que se apaga cuando ¨¦l lo decide. El fuego desatado carece de circunstancia, ¨¦l mismo se la crea, desde sus incontables m¨¢scaras. De ellas nos interesan tres. La cosmol¨®gica: el fuego como energ¨ªa del origen y administrador de la evoluci¨®n. La antropol¨®gica, donde el fuego, como la guerra, representa la ansiedad por el estado opuesto (el pobre quiere ser rico; el esclavo, libre; el pr¨ªncipe, mendigo). Y la filos¨®fica, el fuego como antorcha de la percepci¨®n, furor por el conocimiento y lugar de encuentro de los opuestos.

Dicen los diccionarios que el fuego es el desprendimiento de calor por la combusti¨®n de un cuerpo. Dicen los poetas que ardemos en palabras incomprensibles. El fuego es el rostro que hay detr¨¢s de la pasi¨®n y la ira, del ardor del asceta y el entusiasmo del m¨ªstico. El fuego, como todo aquello que ignoramos, se nos escapa entre los dedos de las definiciones y, como el amor o la libertad, est¨¢ poblado de met¨¢foras. El fuego es grito de guerra (?fuego!) y de paz (?alto el fuego!). Hay un fuego oxidante y otro reductor. Leibniz dec¨ªa que el purgatorio es una especie de ba?o Mar¨ªa. El fuego tiene flancos como los ej¨¦rcitos. Debe ser lento en la carrillada y vivo en el arroz. Hay un fuego el¨¦ctrico de San Telmo (yo lo he visto) que se despierta en los m¨¢stiles tras la tempestad. Hay tambi¨¦n, c¨®mo no, fuegos fatuos (putrefactos) y hogueras de vanidades. Hay fuegos de artificio, verdes y azules. Hay un fuego port¨¢til, en la espingarda y el arcabuz, antecedentes del fusil y la bomba.

Los indoeuropeos adoramos el fuego. En la India se cultivan fuegos que no se han extinguido en milenios, custodiados por devotas familias de brahmanes. Los persas mantienen el fuego perpetuo de Ahura Mazda. Los griegos veneran a Hefestos, un dios menor, maltrecho y cojo, pero prefieren a Prometeo, que rob¨® el fuego a los dioses. En Roma lo mantienen las vestales. Los gn¨®sticos consideraban que el mundo es corrupto, pero hay una llama pura y viva en los corazones que debe protegerse de la hedionda naturaleza, y que se libera mediante el ascetismo o la org¨ªa. Las selvas de la India y los desiertos de Egipto estuvieron llenos de estos atletas del esp¨ªritu que trataban de separar esa llama del cuerpo.

El culto al fuego se mantiene hoy d¨ªa. El vaquero cauteriza sus heridas con el fuego y con ¨¦l estampa sus reses. La guerra de Ucrania es el ¨²ltimo ejemplo. Los herederos de Vulcano son ahora traficantes de armas e instituciones respetables que se alimentan de la voracidad de los tiranos, a los que h¨¢bilmente inflaman.

El fuego y la nube son dos ilustraciones precisas del devenir. No sabemos lo que son porque nunca est¨¢n quietos. El primero guarda las distancias, la segunda nos engulle y llega un momento en que no sabemos si estamos dentro o fuera. Cuando el fuego se comporta como nube, nos adentramos en el chamanismo. Todos somos fuego o nube y nada hay en nosotros que no cambie, salvo una cosa, seg¨²n los fil¨®sofos hind¨²es, el saberse ser.

Los primeros restos arqueol¨®gicos de uso del fuego proceden del hombre de Pek¨ªn

Se desconoce el origen del fuego. Parece ser que los primeros restos arqueol¨®gicos del uso del fuego proceden del hombre de Pek¨ªn. Para Her¨¢clito, el fuego es la sustancia primordial (frente al agua, m¨¢s femenina, de Tales de Mileto, o el viento, igual de impetuoso, de Anaximandro). Los tres son met¨¢foras precisas de lo que percibe y siente, que la Edad Moderna, capitaneada por un franc¨¦s, decidi¨® descartar. Seg¨²n un poema alqu¨ªmico, todo el cosmos es un horno. La vida como proceso de purificaci¨®n. El fuego extrae lo mejor de la materia y lo eleva a las alturas. ¡°El mundo es fuego¡±, dice una antigua upanishad. ¡°El sol es la le?a, sus rayos el humo, el d¨ªa la llama, la luna el rescoldo y las constelaciones las chispas¡±. El pulso del coraz¨®n, que sostiene la vida, se consume a fuego lento con el fuelle de la respiraci¨®n.

El fuego ha existido siempre y siempre existir¨¢. Para muchas cosmogon¨ªas antiguas, el fuego no es solo un s¨ªmbolo, sino tambi¨¦n la fuerza esencial del cosmos, la mutaci¨®n rec¨ªproca de los opuestos y el factor que regula las etapas de la evoluci¨®n. El fuego es la espada y la balanza. Destruye y equilibra. Desde el fuego primordial del Big Bang hasta la formaci¨®n de las estrellas (que, como dec¨ªa Whitehead, crean huertos de valores). Cada estrella es una c¨¢mara de combusti¨®n donde se cuece la materia de la vida. Esa transformaci¨®n es el aliento de la estrella. Sin ella, perder¨ªa el equilibrio y colapsar¨ªa debido a la gravedad.

Todo esto lo entendemos bien. Pero hay una idea que hemos perdido. El fuego es inteligente, y el alma, ¨ªgnea. El alma exhala como el fuego, despide gases y olores como suspiros y quejas, se angustia, se afana. Quemar, soplar y respirar quiz¨¢ sean la misma cosa. La vida es un lento proceso de combusti¨®n. Nos entregamos a la muerte mediante la respiraci¨®n. Paracelso lo expresa as¨ª: ¡°Si digo que no puedo arder es como si digo que no puedo vivir¡±.

La fascinaci¨®n ¨ªgnea de Her¨¢clito le hace sospechar que el fuego piensa, que toma decisiones, como las plantas o los vertebrados. Y no solo eso, que dirige los destinos del mundo. ¡°A todas las cosas timonea el rayo¡±, arma punitiva de Zeus e Indra. Como los budistas, postula el retorno c¨ªclico del cosmos al fuego universal, conflagraciones peri¨®dicas que dejan un resto inmaterial de sentido y hacen posible la renovaci¨®n del orden c¨®smico. El fuego tiene una funci¨®n administrativa. La peri¨®dica regeneraci¨®n y disoluci¨®n del universo. La idea est¨¢ en Anaximandro, Emp¨¦docles e incluso en Plat¨®n. El Timeo asocia la maravillosa juventud con esa peri¨®dica renovaci¨®n: ¡°Los griegos ten¨¦is almas de j¨®venes y carec¨¦is de conocimientos encanecidos por el tiempo. Esto se debe a que tuvieron y tendr¨¢n lugar muchas destrucciones de los hombres, las m¨¢s grandes por fuego y agua, pero tambi¨¦n otras menores por otras causas¡±. Un motivo extensible a los mitos del transhumanismo. Sin muerte no hay renovaci¨®n, sin ella no es posible la espontaneidad y la inocencia del ni?o. El olvido que es la muerte hace posible la frescura y la vitalidad.

Otra idea que hemos perdido es que los semejantes se atraen y que el mundo entero depende de este sistema de correspondencias. Hay un fuego interior que se prende por el fuego exterior. En un universo pulsante, el sol late al un¨ªsono del coraz¨®n. La percepci¨®n es una linterna, una antorcha de fuego avivada por el coraz¨®n. El mito da cuenta de esas correspondencias y, como dec¨ªa Salustio, somos nosotros los que vivimos dentro de los mitos, no los mitos dentro de nosotros.

Para los chinos la madera es uno de los elementos. El dios hind¨² del fuego nace de la madera. Donde hay ¨¢rboles hay fuego encapsulado. Los desiertos no arden. Hay un fuego latente en la madera que se libera con la fricci¨®n de dos ramas. Un ¨¢rbol tocado por un rayo tiene doble carga de fuego. La madera, adem¨¢s, puede suministrar energ¨ªa al sol. En el mito de la rama dorada, el mu¨¦rdago, crecido al abrigo del roble, se utiliza para encender el sol. Su color amarillo representa el esp¨ªritu del roble deshojado. El mu¨¦rdago se recoge en San Juan y en Navidad, los solsticios de verano e invierno, y mediante una serie de ritos se abastece al sol de fuego nuevo.

El brahm¨¢n hace una ofrenda de leche al fuego cada ma?ana, poco antes de la salida del sol. Hacerlo significa aceptar que aquello que aparece desaparece, y que su desaparici¨®n a?ade algo al ¨¢mbito de lo invisible. Desde los tiempos v¨¦dicos se celebra a la diosa del Alba, el fulgor del rel¨¢mpago y las lenguas de fuego sobre el altar. S¨ªmbolos todos ellos de la confianza en que la luz vencer¨¢ a la oscuridad. Posteriormente, el fuego del altar se desplazar¨¢ al ardor interno del asceta y la b¨²squeda de la energ¨ªa ps¨ªquica. Ya no se lucha contra los carros enemigos, sino contra las propias pasiones. La v¨ªa del humo, que es la v¨ªa del poder terrenal, se abandona para seguir la v¨ªa del fuego, que ambiciona un poder trascendente, m¨¢s all¨¢ del sol. Seg¨²n una doctrina t¨¢ntrica, la verdad ¨²ltima consiste en la penetraci¨®n de la energ¨ªa masculina en la femenina, del esp¨ªritu (purusa-?iva) y la naturaleza (prakriti-?akti). El esp¨ªritu es un tri¨¢ngulo invertido, la naturaleza un tri¨¢ngulo erguido. El yantra hind¨² coincide con la estrella de David, s¨ªmbolo de los jud¨ªos, y con el hexagrama herm¨¦tico (el sello de Salom¨®n). En la c¨®pula primordial, el sol es t¨®rrido y seco, la luna fr¨ªa y h¨²meda. El esp¨ªritu (el var¨®n) disuelve el cuerpo y lo ablanda. El cuerpo (la hembra) fija el esp¨ªritu.

Occidente vive hoy en el mito de la ciencia. Ese mito se compone de tres relatos: la ciencia es una, la ciencia es benevolente y democr¨¢tica, y la ciencia progresa (descubre cosas que estaban ah¨ª, no las crea). Ese mito moderno conjuga dos mitos antiguos que han marcado nuestra historia. El primero es el mito b¨ªblico de la Ca¨ªda en el Jard¨ªn del Ed¨¦n. El segundo el mito tr¨¢gico y heroico de Prometeo. El momento clave del primer mito ocurre poco antes de la desobediencia. Tras crear a Ad¨¢n y Eva, Yahveh proclama: ¡°Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y someterla. Mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra¡±.

Frente a los dioses, Prometeo da a los hombres la posibilidad de someter la tierra, que ahora arde

El mandato de someter la tierra se ha cumplido. Ahora el planeta arde. El fuego es civilizaci¨®n y es guerra. Equilibrar ambos es el desaf¨ªo de las culturas. Frente a los dioses, Prometeo toma el lado de los hombres, los instruye en la ciencia de las estrellas, la escritura, la agricultura, la metalurgia y la medicina. Cambia el relato. En verdad, es el hombre el que ha creado a los dioses. El poder que cre¨® el universo palpita ahora en nuestros corazones. Nada queda de la humilde piedad de Job, pero el ser humano asume la misi¨®n de someter a la tierra, ignorando que sin ella no puede salvarse.

El interior de la Tierra es magma, como un cuerpo regado por la lava subterr¨¢nea de la sangre. Durante un viaje a Sicilia, Athanasius Kircher presenci¨® una erupci¨®n volc¨¢nica. De regreso, al pasar por N¨¢poles, subi¨® al Vesubio para comprobar si exist¨ªa una comunicaci¨®n subterr¨¢nea con el Etna. El cr¨¢ter, iluminado por el fuego, desprend¨ªa un olor insoportable a azufre y alquitr¨¢n. Kircher pensaba que estaba a las puertas del infierno. A la madrugada siguiente, descendi¨® colgado de una soga. La fragua subterr¨¢nea le confirm¨® que el coraz¨®n de la Tierra est¨¢ hecho de fuego y que los volcanes son v¨¢lvulas de escape, orificios por donde el planeta respira y estornuda. En las entra?as de la madre Tierra se gesta la maduraci¨®n de los metales. Goethe recoge el guante y le dice a Eckermann: ¡°Me imagino la tierra con su aura vaporosa como la eterna aspiraci¨®n y espiraci¨®n de un magno ser viviente¡±. Se sit¨²a en la tradici¨®n herm¨¦tica y plat¨®nica. Los astros y los planetas son seres, animados por un sistema arterial de canales y lava. Una idea que recoge la hip¨®tesis Gaia de Lovelock. El planeta azul se comporta como un organismo viviente. El conjunto de todos los seres es un gran organismo capaz de controlar su propia evoluci¨®n mediante la homeostasis (la autorregulaci¨®n de su composici¨®n y estructura). Un ser que ha aprendido, mediante la prueba y el error, a adaptar el entorno a sus necesidades, como hacen el resto de los seres vivos.

El fuego de hoy, tan devastador y tr¨¢gico, quiz¨¢ sea parte de esa autorregulaci¨®n. El cambio clim¨¢tico, el tema filos¨®fico m¨¢s candente, pide nuevas l¨ªneas de investigaci¨®n. Es importante entender que Gaia es una hip¨®tesis, no una teor¨ªa. Los seres humanos vivimos dentro de Gaia como bacterias en los intestinos. Somos hijos de Gaia y ning¨²n otro planeta podr¨¢ albergarnos libres (solo enlatados). Los tecnobillonarios deber¨ªan saberlo. La magia, hermana bastarda de la ciencia, fuerza a la naturaleza a que la obedezca. Pero hay otras v¨ªas, otras formas de seducci¨®n. La civilizaci¨®n es el triunfo de la persuasi¨®n sobre la fuerza (Plat¨®n). El fuego que nos consume es nuestro propio fuego interno, como individuos y como civilizaci¨®n.

De Troya a Galicia

Javier Rodr¨ªguez Marcos

Planeta en llamas. Hace dos años, en plena pandemia, cuando el apocalipsis tenía otro rostro, se publicó en España —en versión de Victoria Eugenia Gordo del Rey para Galaxia Gutenberg— esta “historia del fuego a través del tiempo”, obra de Andrew C. Scott. Mezclando erudición y tensión narrativa —viaja a los escenarios de grandes incendios—, el catedrático de Geología de la Universidad de Londres nos cuenta que el fuego hizo su aparición en la Tierra hace 400 millones de años. Es pues muy anterior al ser humano, a cuyo desarrollo, protección y alimentación contribuyó significativamente y al que, sin duda, sobrevivirá. No obstante, es la intervención del hombre en el clima la que le ha dado una dimensión de amenaza total.

Lo que arde. De los cuatro elementos primordiales, solo el agua puede competir con el fuego el poder icónico. De El incendio del Borgo que Rafael pintó al fresco en el Vaticano remedando el final de Troya a las llamas de la Torres Gemelas en 2001 —­recreadas por Oliver Stone en la película World Trade Center— o de la catedral de París en 2019 —a las que Ken Follett dedicó un libro (Notre-Dame, publicado por Plaza & Janés)—, la imagen de la catástrofe incendiaria es constante. En 2019 Oliver Laxe estrenó O que arde, la vuelta al pueblo de un hombre que terminó en la cárcel acusado de ser piróma­­no: una madre, un hijo, un bosque y un incendio son los grandes personajes de esa obra maestra.

Prometeo. La versión positiva del fuego como símbolo del conocimiento se encarna en este titán griego retratado por Rubens (Museo del Prado) y que Luis García Montero llevó al Festival de Mérida en 2019 de la mano de José Carlos Plaza. Alfaguara acaba de publicar la versión del poeta. Un acercamiento complementario al que el helenista Carlos García Gual desarrolla en Prometeo. El mito del dios rebelde y filántropo (Turner). El subtítulo lo dice todo.

‘La colilla’.  Albert Pla publicó esta canción de casi 10 minutos en su disco La diferencia (2008). Una colilla cae de la cabeza cortada de un inmigrante mexicano, cruza la frontera y arrasa EE UU calcinando todos los Estados de la unión. Humor gamberro con fondo social sin subrayados.

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