¡®Los sujetos de la historia¡¯: el discurso de Jos¨¦ ?lvarez Junco sobre c¨®mo Espa?a super¨® el mito del Pueblo Elegido
En su investidura como doctor ¡®honoris causa¡¯ por la UNED, el historiador asegura que frente a la visi¨®n que buscaba forjar una identidad colectiva, la historiograf¨ªa actual analiza los problemas del pasado evitando simplificaciones y manique¨ªsmos. Los relatos ya no pertenecen a reyes y gobernantes, sino a los sometidos
El enunciado de esta intervenci¨®n, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio y, por tanto, poco preciso. Podr¨ªa entenderse, por ejemplo, que quiero hoy hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos en el pasado humano. Y no es as¨ª. Quiero referirme a los protagonistas de la historia como relato o visi¨®n sobre ese pasado, como parcela del conocimiento heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores o memorialistas. As¨ª entendida, como narraci¨®n, la historia ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evoluci¨®n de sus actores o protagonistas a lo largo de las ¨²ltimas d¨¦cadas, incluso, a grandes rasgos, hasta casi a todo el ¨²ltimo siglo. Una evoluci¨®n vinculada, seg¨²n creo, al cambio intelectual global vivido por mi generaci¨®n, cuyo ciclo vital no se halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello.
Al comenzar aquel recorrido, la visi¨®n del pasado que se nos ense?aba a los ni?os de mi ¨¦poca se ve¨ªa dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera un¨¢nime, movidos por un ideal com¨²n. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos en una visi¨®n providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos h¨¦roes, unidos o enfrentados entre s¨ª, protegidos o perseguidos por los dioses, instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habr¨ªan luchado (a muerte, por supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz. Nosotros no pod¨ªamos so?ar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de los h¨¦roes. Lo que deb¨ªamos hacer era memorizar sus haza?as y recitarlas.
El mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los ni?os en la escuela como un hecho cierto
En nuestra cultura, el mito m¨¢s extendido sobre el origen del mal y del dolor es el relato b¨ªblico sobre el Para¨ªso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva. Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los ni?os en la escuela como un hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que ocurr¨ªa con lo m¨¢s descollante del relato b¨ªblico: la muerte de Abel a manos de Ca¨ªn, el Diluvio Universal, No¨¦ y el nuevo comienzo de la historia humana, las plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra Prometida¡ El pasado se ve¨ªa en t¨¦rminos providenciales, previsto o planeado por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que dec¨ªa no tener nombre, pero que todos sab¨ªamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre todo, castigaba, dominado a veces por la ira. Desde el punto de vista moral, se trataba de una inacabable sucesi¨®n de tragedias que encaminaban a la humanidad, encarnada en el pueblo israelita, hacia el bien (o el mal, en caso de prevalecer la influencia diab¨®lica).
A esta visi¨®n religiosa acompa?aba otro relato, paralelo, protagonizado por las naciones. En nuestro caso, el de los ni?os educados bajo el franquismo, Espa?a, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misi¨®n providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos hab¨ªa concedido el Supremo Hacedor y que nos convert¨ªa, en definitiva, en Pueblo Elegido.
Esta primera fase de nuestra visi¨®n del mundo se correspond¨ªa con un enfoque m¨¢gico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran h¨¦roes que nos proteg¨ªan, entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy, de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese car¨¢cter ¨¦tico-sobrenatural. Pero conservamos todav¨ªa aspectos m¨ªticos, sobre todo en el esfuerzo impl¨ªcito por reforzar los estados-naci¨®n existentes. Estos estados (Espa?a, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos or¨ªgenes los profesionales m¨¢s serios situamos en tiempos relativamente recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deber¨ªan poder, cambiar, en su extensi¨®n, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran p¨²blico, y los propios dirigentes pol¨ªticos cuando dejan traslucir su visi¨®n de la historia ¡ªpor ejemplo, cuando inauguran un monumento que evoca un personaje o un episodio del pasado¡ª, rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos m¨¢s heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasi¨®n de Ucrania). Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus instituciones tienen un origen hist¨®rico, pero sit¨²an este origen en un pasado tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, ¨²nicas posibles en este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el orden existente en t¨¦rminos sobrehumanos; y descartan como antinatural, ut¨®pica y destinada al fracaso cualquier tentaci¨®n de crear nuevos marcos territoriales, nuevas estructuras jer¨¢rquicas, nuevos centros de poder.
Adem¨¢s de presentarnos como m¨ªticos los or¨ªgenes de la naci¨®n, los m¨²ltiples conflictos se entend¨ªan siempre en t¨¦rminos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos
Adem¨¢s de presentarnos como m¨ªticos los or¨ªgenes de la naci¨®n, los m¨²ltiples conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuaci¨®n su historia, y que los ni?os deb¨ªamos recitar, se entend¨ªan siempre en t¨¦rminos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo ¡°nuestra¡± o ¡°nuestros¡± porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del plural y retroproyect¨¢ndonos: se escrib¨ªa ¡°nuestra decadencia¡±, o incluso se dec¨ªa que ¡°deca¨ªmos¡±, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubi¨¦ramos vivido en aquella ¨¦poca; no se pretend¨ªa tanto, pero s¨ª que exist¨ªa ya entonces una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos portadores. En cuanto al relato en s¨ª, era una constante sucesi¨®n de guerras; los cinco siglos de dominio romano en la pen¨ªnsula, por ejemplo, en los que rein¨® la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron casi todas las ciudades hoy existentes, se implant¨® la lengua que es origen de la actual y se predic¨® la religi¨®n hoy dominante, apenas ocupaban unas l¨ªneas, comparadas con las largas p¨¢ginas dedicadas a Numancia, Viriato y la resistencia anti-romana. Lo importante eran las guerras, especialmente las libradas para preservar la identidad.
En esas guerras sin fin, el ¡°nosotros¡± al que me acabo de referir nunca hab¨ªa sido el agresor. Los espa?oles se hab¨ªan limitado siempre a defender su territorio contra constantes intentos de invasi¨®n violenta: cartagineses, griegos, romanos, musulmanes.
Ante las luchas desarrolladas fuera de la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, Am¨¦rica, por ejemplo, se argumentaba que se hab¨ªa luchado con el muy loable prop¨®sito de propagar la verdadera religi¨®n
Esta explicaci¨®n no pod¨ªa aplicarse de manera mec¨¢nica, obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la pen¨ªnsula Ib¨¦rica, el espacio natural de los espa?oles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por los espa?oles: Am¨¦rica, por ejemplo. Situaci¨®n que se resolv¨ªa argumentando que no se hab¨ªa luchado por ego¨ªsmo ni ambici¨®n de dominar territorios o pueblos, sino con el muy loable y desinteresado prop¨®sito de defender o propagar la verdadera religi¨®n.
La naci¨®n actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba en divisiones o luchas ¡°intestinas¡±, el peor de los males imaginables). As¨ª lo hab¨ªan hecho saguntinos o numantinos, o el ¡°pueblo espa?ol¡± alzado en armas contra la invasi¨®n ¨¢rabe-musulmana o la francesa de 1808. Un¨¢nimemente, porque esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distingu¨ªan en ellos unas ¨¦lites que dirig¨ªan y unas masas que imitaban, como hab¨ªa explicado por antonomasia un pensador espa?ol de primera magnitud, al que las malvadas historias de la filosof¨ªa publicadas en el extranjero tend¨ªan a relegar a un lugar menos relevante.
El relato que domin¨® en mi generaci¨®n, en su fase antifranquista, fue el marxista, con a?adidos nacionalistas en el caso catal¨¢n
En un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se desmitificaba. Acab¨¢bamos de superar la adolescencia, nos hab¨ªamos rebelado, nos hab¨ªamos declarado antifranquistas, hab¨ªamos dejado de ir a misa y presum¨ªamos de vivir ¡°fuera del sistema¡±. Abjur¨¢bamos de lo sobrenatural, de los milagros. Pero segu¨ªamos viendo el pasado en t¨¦rminos tr¨¢gicos, como lucha constante entre h¨¦roes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defend¨ªan la opresi¨®n y el ego¨ªsmo, o entre clases sociales o grupos ¨¦tnicos que se oprim¨ªan unos a otros en su competici¨®n por territorios o recursos. El relato que domin¨® en mi generaci¨®n, en su fase antifranquista, fue el marxista, con a?adidos nacionalistas en el caso catal¨¢n. Ambos se opon¨ªan al nacionalismo espa?ol en que nos hab¨ªan educado, que explicaba la pugna hist¨®rica sobre un esquema m¨ªtico y maniqueo. Pero ambos ca¨ªan en r¨¦plicas paralelas a lo que combat¨ªan.
Bajo su apariencia de secularizaci¨®n y desmitificaci¨®n, nuestra visi¨®n hist¨®rica, que tan precipitadamente declaramos ¡°cient¨ªfica¡±, segu¨ªa estando regida por un esquema m¨ªtico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podr¨ªan llamarse para¨ªso, ca¨ªda y redenci¨®n. La etapa presente, aquella en la que nos encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la ca¨ªda, marcada por luchas y sufrimientos.
El objetivo de aquella historia era incitar a la acci¨®n, a la movilizaci¨®n, a la rebeld¨ªa, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al para¨ªso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa m¨ªtica. Claro que las explosiones de protesta pueden explicarse atribuy¨¦ndolos simplemente a un deseo de ¡°mejorar¡±, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos. Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de un modo suficientemente eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la soluci¨®n global, la definitiva, de los problemas humanos, la conclusi¨®n de toda conflictividad, la implantaci¨®n de un orden justo y estable, desde hoy hasta el fin de los tiempos. As¨ª lo hac¨ªan comunismos o fascismos.
El objetivo de la felicidad global y definitiva tiene un poder de atracci¨®n tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante
Aquella promesa llevaba impl¨ªcito el paso del actual segundo momento humano, el de conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo, por definici¨®n, ilusorio, pero cuyo poder de atracci¨®n es tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante, del comprometido en la lucha, as¨ª como eliminar sin ning¨²n tipo de reparos morales o pr¨¢cticos a los ego¨ªstas, dubitativos o equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva.
El tema predilecto, en este tipo de planteamiento hist¨®rico, es la vida y la actuaci¨®n del h¨¦roe que redimir¨¢ a la humanidad. Un h¨¦roe individual, para la historia conservadora: el legendario padre fundador de la naci¨®n, cuyo ejemplo moral y vital debe seguir inspir¨¢ndonos hoy d¨ªa. Un h¨¦roe colectivo, para la historia ¡°social¡±: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (que redimir¨¢ a la humanidad haciendo la revoluci¨®n, estableciendo la igualdad y la justicia hasta el fin de los tiempos).
La fase actual en nuestra visi¨®n de la historia, la hoy dominante, est¨¢ marcada, en principio, por la eliminaci¨®n de mitos
La fase actual en nuestra visi¨®n de la historia, la hoy dominante, est¨¢ marcada, en principio, por la eliminaci¨®n de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez intelectual. Nuestra pretensi¨®n, la de los historiadores que hoy queremos ser serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que se hac¨ªa antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el conjunto de la historia humana.
En el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este ¨²ltimo no debe, salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el lugar y la ¨¦poca en que ocurri¨®, los objetivos espec¨ªficos que lanzaron a la acci¨®n a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo son los problemas que analizamos.
Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes pol¨ªticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisi¨®n
Esa profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visi¨®n global de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redenci¨®n universal, pr¨®xima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no resueltos, pero su soluci¨®n, en todo caso, no es definitiva. Son problemas, adem¨¢s, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el poder y sus c¨ªrculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes pol¨ªticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisi¨®n, de grupos sociales m¨¢s grises o neutrales ante el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna singularidad cultural y, a veces, por esa misma raz¨®n, marginados u oprimidos. En cierto modo, y perdonen la simplificaci¨®n, la evoluci¨®n de la visi¨®n hist¨®rica a lo largo de los ¨²ltimos cincuenta o setenta a?os podr¨ªa sintetizarse como de los dirigentes a la naci¨®n; de la naci¨®n a la clase; y de la clase a las identidades culturales.
Todo lo dicho se vincula a la historia de mi generaci¨®n, cuya primera fase vino marcada por lo ense?ado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en definitiva, a partir del ¨²nico y definitivo criterio de su aportaci¨®n positiva o negativa a la construcci¨®n y el engrandecimiento de Espa?a.
La segunda fase fue la de nuestra rebeld¨ªa juvenil: nos enfrentamos con lo aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el papel de h¨¦roes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un factor negativo, de divisi¨®n interna, un obst¨¢culo en el proceso de construcci¨®n nacional, pas¨® a ser el mes¨ªas redentor, el destinado a conducir a la humanidad a la futura y cercana revoluci¨®n liberadora. Las ¨¦lites sociales o pol¨ªticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la plenitud nacional, eran ahora condenadas como ¡°burgues¨ªa¡± explotadora u opresora, obst¨¢culo maligno que se interpon¨ªa en el camino hacia la libertad e igualdad, hacia la felicidad universal, en definitiva.
Y la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y manique¨ªsmos. Y su posici¨®n se abstiene de ser, en principio, partidista o militante. No defiende, para empezar, una divisi¨®n tajante de la sociedad en clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en t¨¦rminos objetivos. Tampoco se sit¨²a a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo que de ning¨²n modo significa que sea neutral, as¨¦ptico, incapaz de lanzar juicios cr¨ªticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en que se desarrollan estos.
Nuestro objeto de inter¨¦s somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situaci¨®n hist¨®rica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social
Lo que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza pensante), ha sido siempre ¨¦l mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de inter¨¦s somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situaci¨®n hist¨®rica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social (de una ¡°identidad colectiva¡±, cuando esta se define con m¨¢s subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quiz¨¢s, nuestra capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, h¨¦roes, grandes personajes mitol¨®gicos. M¨¢s tarde, en la rebelde, con la gente com¨²n, el pueblo, pero elevado a la categor¨ªa de objeto de la m¨¢xima opresi¨®n, de lo que se deriva su grandiosa misi¨®n redentora. Cuando la pugna se hace m¨¢s compleja, con el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el Merl¨ªn destinado a revelar su misi¨®n al Mes¨ªas, a despertarle del sopor en que se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la naci¨®n oprimida, el pueblo trabajador explotado).
Tal misi¨®n redentora est¨¢ frecuentemente ligada a la opresi¨®n misma de que se ha sido v¨ªctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo grandioso de nuestra misi¨®n. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen de los despose¨ªdos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto, los elegidos y portavoces de Dios. Pero tambi¨¦n en visiones supuestamente no religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor precisamente por representar la desposesi¨®n absoluta, la explotaci¨®n suprema, la radical desposesi¨®n de bienes, lo cual hace de ¨¦l no s¨®lo el inspirador y dirigente de la rebeli¨®n final, sino alguien que, cuando triunfe, carecer¨¢ de recursos o de incentivos para oprimir a otros.
El objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de inter¨¦s. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser m¨¢s oprimidos y sufrientes que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino m¨¢s grandioso que nadie.
S¨®lo en la ¨²ltima fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta renunciar a tan alta misi¨®n. Porque madurez significa humildad, significa no vernos como superh¨¦roes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a nuestros cong¨¦neres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de hero¨ªsmo, de martirio o de redenci¨®n. Ve¨¢moslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida, tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables, legar un futuro protegido a sus hijos.
Que nuestros libros sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas
Solo as¨ª, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ning¨²n sentido a lo sobrehumano ni a lo m¨ªtico, haremos un trabajo serio, profesional, digno. Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pac¨ªfica a generaciones futuras que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y v¨ªctimas, ni a retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores ¡ªcomo herederos siempre de las inocentes v¨ªctimas¡ª para predicar revanchas contra los supuestos herederos de los verdugos. Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas de hechos que, adem¨¢s de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que naci¨¦ramos.
No quiero terminar esta intervenci¨®n sin un reconocimiento p¨²blico de mi deuda hacia los amigos y seres queridos que me han acompa?ado en mi periplo vital. Algunos de ellos, con quienes tanto dialogu¨¦ y con quienes compart¨ª ilusiones, entusiasmos y batallas intelectuales, ya no est¨¢n, lamentablemente, entre nosotros: Santos Juli¨¢, Manolo P¨¦rez Ledesma, Carlos Serrano, Jorge Reverte, a quienes no puedo olvidar hoy ni olvidar¨¦ nunca; sigo sintiendo que me acompa?an y contin¨²o mi di¨¢logo con ellos; s¨¦ que es imaginario, que quien debate soy yo conmigo mismo, pero creo que lo merecen, que es la manera de mantenerles a mi lado, vivos; s¨®lo desaparecer¨¢n definitivamente cuando dejemos de hablar con ellos los que les conocimos. Tambi¨¦n debo y quiero mencionar a mi mujer, Mar¨ªa Jes¨²s Iglesias, el encuentro m¨¢s afortunado y la elecci¨®n m¨¢s acertada de mi vida. A nuestros hijos Quim, Cuca y Mar¨ªa, y a nuestros nietos, de los que est¨¢n aqu¨ª Mart¨ªn, Nacho y Pablo, cuya presencia me emociona especialmente. Estos seres queridos son los bastones en que me apoyo cuando el mundo se tambalea a mi alrededor. Sin ellos, nada de lo que he hecho hubiera sido posible. Por eso, yo no debo recibir hoy honores sin hacer que suban, en este momento, simb¨®licamente conmigo a este estrado.
A todos ustedes, a todos vosotros, queridos amigos, agradezco vuestra compa?¨ªa en un d¨ªa como hoy; verme rodeado por tantos amigos s¨ª que me sorprende, y me reconforta, y me hace pensar que s¨ª, quiz¨¢s es cierto que me merezco alg¨²n premio; porque tener a tantos y tan buenos amigos como los que est¨¢n hoy aqu¨ª es una prueba rotunda de haber triunfado en la vida. De la Universidad Nacional de Educaci¨®n a Distancia, quiero agradecer a Miguel Martorell, compa?ero y c¨®mplice en tantas aventuras intelectuales, y a Paloma Aguilar, a quien me enorgullezco en proclamar mi alumna predilecta. Y por supuesto a la UNED, como instituci¨®n, agradezco de todo coraz¨®n este alto reconocimiento, que s¨¦ bien que se debe m¨¢s a la amistad que a la justicia, pues mi trabajo intelectual se halla muy lejos de merecerlo.
Doctorado Honoris Causa. Discurso. UNED, 13 de febrero de 2023.
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