Los nuevos virus crecen a un ritmo superior al que permite descifrarlos
Adelanto del libro ¡®Un planeta de virus¡¯, un recorrido del periodista cient¨ªfico Carl Zimmer por la frontera entre la vida y la muerte
Sesenta y cinco kil¨®metros al sudoeste de la ciudad mexicana de Chihuahua se levanta una cordillera ¨¢rida y desnuda que lleva por nombre sierra de Naica. En el a?o 2000, un grupo de mineros se abri¨® camino por una red de cuevas bajo las monta?as. Al llegar a los mil metros de profundidad, dieron con un lugar que no parec¨ªa formar parte de este mundo. Desembocaron en una c¨¢mara que med¨ªa nueve metros de ancho y 27 de largo. Techos, paredes y suelos estaban recubiertos de cristales de aljez, transl¨²cidos y lisos. Son numerosas las cuevas que acogen cristales pero no como los de sierra de Naica. Los hab¨ªa que med¨ªan 11 metros y pesaban 50 toneladas. Aquellos no eran cristales de los que uno se coloca alrededor del cuello. Eran cristales que pod¨ªan escalarse como si fueran colinas.
Desde su descubrimiento, unos pocos cient¨ªficos han obtenido autorizaci¨®n para visitar esta c¨¢mara tan excepcional, ahora conocida como cueva de los Cristales. Entre ellos se cuenta Juan Manuel Garc¨ªa-Ruiz, un ge¨®logo de la Universidad de Granada. Sus investigaciones le permitieron datar la edad de los cristales. Se formaron 26 millones de a?os atr¨¢s, coincidiendo con el momento en que las monta?as empezaron a moldearse a partir de la erupci¨®n de los volcanes. Las c¨¢maras subterr¨¢neas adquirieron forma en el interior de las monta?as y se llenaron de agua caliente mezclada con minerales. El calor desprendido por el magma volc¨¢nico manten¨ªa el agua a unos 58 grados cent¨ªgrados, la temperatura id¨®nea para que los minerales se desprendieran del agua y formaran cristales. Durante cientos de miles de a?os, el agua se las ingeni¨® para mantenerse a la temperatura ¨®ptima para permitir que los cristales crecieran hasta alcanzar un tama?o surrealista.
En 2009 le lleg¨® el turno al cient¨ªfico Curtis Suttle de visitar la cueva de los Cristales. Suttle y sus colegas extrajeron muestras de agua de las piscinas de las c¨¢maras y las trasladaron al laboratorio de la Universidad de Columbia Brit¨¢nica (Canad¨¢) con el fin de analizarlas. Si reparamos en la especialidad de Suttle, este esfuerzo pod¨ªa antojarse un desprop¨®sito. Suttle no ten¨ªa el menor inter¨¦s profesional en los cristales, minerales o, ya puestos, en ning¨²n tipo de roca. Se dedicaba al estudio de los virus.
En la cueva de los Cristales no mora persona alguna susceptible de ser infectada por un virus. Ni siquiera hay peces. Durante millones de a?os, la cueva ha permanecido biol¨®gicamente sellada del mundo exterior. Sin embargo, la visita de Suttle merec¨ªa de sobra el esfuerzo. Tras preparar las muestras de agua cristalizada, las observ¨® bajo el microscopio. Se encontr¨® con virus, enjambres de ellos. Cada gota de agua extra¨ªda de la cueva de los Cristales conten¨ªa hasta 200 millones de virus.
Ese mismo a?o, la cient¨ªfica Dana Willner emprendi¨® su propia cacer¨ªa de virus. En vez de sumergirse en una cueva, opt¨® por hacerlo en el cuerpo humano. Dispuso que una serie de individuos lanzaran esputos en una taza y, a partir de este fluido, ella y sus colegas extra¨ªan fragmentos de ADN. Acto seguido comparaban estos fragmentos con millones de secuencias almacenadas en bases de datos en l¨ªnea. Buena parte del ADN era de origen humano pero muchos fragmentos proced¨ªan de virus. Antes de que Willner llevara a cabo su expedici¨®n, la comunidad cient¨ªfica hab¨ªa dado por sentado que los pulmones de las personas sanas permanec¨ªan esterilizados. Por el contrario, Willner descubri¨® que, de media, conten¨ªan 174 virus. Solo el 10 por ciento de las especies detectadas por Willner manten¨ªa alg¨²n tipo de parentesco cercano con el conjunto de los virus catalogados hasta el momento. El 90 por ciento restante era tan extra?o como cuanto acechaba en el interior de la cueva de los Cristales.
All¨¢ donde los cient¨ªficos posan la mirada est¨¢n descubriendo nuevos virus
All¨¢ donde los cient¨ªficos posan la mirada ¡ªya sea en las profundidades de la Tierra, en los granos de arena que el viento arrastra desde el S¨¢hara o en los lagos ocultos que reposan a un kil¨®metro y medio por debajo de los hielos de la Ant¨¢rtida¡ª est¨¢n descubriendo nuevos virus a un ritmo superior al que permite descifrarlos. Y la virolog¨ªa es todav¨ªa una ciencia joven. Durante miles de a?os, nuestro conocimiento de los virus se limit¨® a sus efectos en la enfermedad y la muerte. Hasta hace poco no aprendimos a vincular estos efectos a sus causas.
El propio t¨¦rmino virus empez¨® como una contradicci¨®n. Lo heredamos del imperio romano, para el que tanto significaba el veneno de una serpiente como el esperma de un hombre. La creaci¨®n y la destrucci¨®n unidas en una sola palabra.
Con el transcurso de los siglos, virus adquiri¨® un nuevo significado: pas¨® a definir cualquier sustancia contagiosa susceptible de diseminar una enfermedad. Pod¨ªa hacer referencia a un fluido, como la secreci¨®n de una ¨²lcera. Pod¨ªa hacer referencia a una sustancia que circulara de forma misteriosa por el aire. Pod¨ªa incluso llegar a impregnar un trozo de papel, diseminando una enfermedad a partir del mero contacto dactilar.
La acepci¨®n moderna del t¨¦rmino virus no empez¨® a cuajar hasta finales del siglo XVIII, servida por una cat¨¢strofe agr¨ªcola. Las plantaciones de tabaco de los Pa¨ªses Bajos se vieron asoladas por una enfermedad que dejaba a las plantas diezmadas, sus hojas reducidas a un mosaico de tejidos muertos y vivos. Tuvieron que desecharse plantaciones enteras.
En 1897, los granjeros holandeses solicitaron ayuda a un joven qu¨ªmico agr¨ªcola alem¨¢n, Adolph Mayer. Mayer estudi¨® con detenimiento la plaga, a la que bautiz¨® como ¡°virus del mosaico del tabaco¡±. Analiz¨® el ambiente en el que crec¨ªan las plantas: el terreno, la temperatura, la luz solar. Fue incapaz de hallar nada que distinguiera a las plantas sanas de las enfermas. Pens¨® que quiz¨¢ las plantas eran v¨ªctimas de una infecci¨®n invisible. Los cient¨ªficos de las plantas ya hab¨ªan demostrado la capacidad de los hongos para infectar tub¨¦rculos y otras plantas, por lo que Mayer busc¨® hongos en las plantas del tabaco. No encontr¨® nada. Luego busc¨® gusanos parasitarios que pudieran estar infestando las plantas. No encontr¨® nada.
Heredamos el t¨¦rmino virus del imperio romano, para el que tanto significaba el veneno de una serpiente como el esperma de un hombre
Por ¨²ltimo, Mayer extrajo savia de las plantas enfermas e inyect¨® algunas gotas en plantas del tabaco sanas. Las plantas sanas enfermaron. Mayer postul¨® que algunos pat¨®genos microsc¨®picos deb¨ªan de estar multiplic¨¢ndose en el interior de las plantas. Extrajo savia de las plantas enfermas y la incub¨® en su laboratorio. Colonias de bacterias empezaron a crecer. Alcanzaron semejante tama?o que Mayer fue capaz de verlas sin necesidad de recurrir al microscopio. Mayer injert¨® estas bacterias en las plantas sanas, pregunt¨¢ndose si propagar¨ªan la enfermedad del mosaico del tabaco. No hicieron nada parecido. Con este fracaso las investigaciones de Mayer llegaron a un punto muerto. El mundo de los virus qued¨® precintado.
Unos a?os m¨¢s tarde, otro cient¨ªfico, el holand¨¦s, Martinus Beijerinck, reemprendi¨® el trabajo de Mayer desde el punto en el que lo hab¨ªa dejado. Se pregunt¨® si otra cosa que no fueran las bacterias pod¨ªa ser la responsable de la enfermedad del mosaico del tabaco, quiz¨¢ algo mucho m¨¢s peque?o. Pulveriz¨® plantas enfermas y pas¨® el fluido a trav¨¦s de un filtro muy fino que bloqueaba tanto a las c¨¦lulas de las plantas como a las bacterias. Las plantas sanas enfermaron al injert¨¢rseles el fluido depurado.
Beijerinck filtr¨® el jugo de las plantas reci¨¦n infectadas y descubri¨® que pod¨ªa seguir infectando m¨¢s tabaco. Algo contenido en la savia de las plantas infectadas ¡ªalgo de menor tama?o que las bacterias¡ª era capaz de replicarse a s¨ª mismo y propagar la enfermedad. En 1898, Beijerinck lo llam¨® ¡°un fluido vivo y contagioso¡±.
Lo que fuera que transportara aquel fluido vivo y contagioso era diferente a cualquiera de las formas de vida conocidas por los bi¨®logos. No solo era inconcebiblemente peque?o sino asombrosamente fuerte. Beijerinck pod¨ªa a?adirle alcohol al fluido filtrado y este segu¨ªa siendo infeccioso. Calentar el fluido hasta llevarlo cerca del punto de ebullici¨®n no le causaba da?o alguno. Beijerinck empap¨® papel de filtro con savia infecciosa y lo puso a secar. Al cabo de tres meses, pod¨ªa sumergir el papel en agua y emplear la soluci¨®n para conseguir que enfermaran nuevas plantas.
En 1923, el vir¨®logo brit¨¢nico Frederick Twort declar¨® sobre los virus: ¡°Resulta imposible definir su naturaleza¡±
Beijerinck recurri¨® a la palabra ¡°virus¡± para describir al misterioso agente dentro de su fluido vivo y contagioso. Fue la primera vez que se emple¨® en su concepci¨®n actual. En cierto sentido, sin embargo, Beijerinck lo us¨® para definir a los virus por lo que no eran. No eran animales, plantas, hongos ni bacterias. Decir con exactitud lo que eran quedaba fuera de sus capacidades.
Pronto qued¨® de manifiesto que el descubrimiento de Beijerinck no era m¨¢s que un solo virus dentro de una gran variedad. A principios del siglo XIX, otros cient¨ªficos emplearon el mismo m¨¦todo de filtros e infecciones para relacionar diferentes enfermedades con diferentes virus. Con el tiempo aprendieron a cultivar algunos virus fuera de animales vivos y plantas, utilizando ¨²nicamente colonias de c¨¦lulas que crec¨ªan en platillos o frascos.
Pero estos cient¨ªficos segu¨ªan sin ponerse de acuerdo sobre qu¨¦ eran en realidad los virus. Algunos argumentaban que no eran m¨¢s que sustancias qu¨ªmicas. Otros pensaban que se trataba de par¨¢sitos que crec¨ªan en el interior de las c¨¦lulas. La confusi¨®n en torno al tema era de tal magnitud que los cient¨ªficos ni siquiera se pon¨ªan de acuerdo sobre si los virus estaban vivos o muertos. En 1923, el vir¨®logo brit¨¢nico Frederick Twort declar¨®: ¡°Resulta imposible definir su naturaleza¡±.
Esta confusi¨®n empez¨® a disiparse gracias al trabajo de un qu¨ªmico llamado Wendell Stanley. Como estudiante de Qu¨ªmica en los a?os veinte del siglo pasado, Stanley aprendi¨® a combinar mol¨¦culas para generar patrones recurrentes, formando as¨ª cristales. Los cristales eran capaces de revelar cosas acerca de las substancias que, de otro modo, habr¨ªan permanecido ocultas. Los cient¨ªficos pod¨ªan lanzar rayos X a los cristales, por ejemplo, y observar la direcci¨®n que tomaban los rayos reflejados. Los patrones producidos por los rayos X ofrec¨ªan pistas sobre las mol¨¦culas en el interior de los cristales.
A principios del siglo XIX, los cristales ayudaron a resolver uno de los mayores misterios de la biolog¨ªa: la composici¨®n de las enzimas. Desde hac¨ªa mucho tiempo, los cient¨ªficos sab¨ªan que las enzimas eran producidas por animales y otros seres vivos con el objetivo de desempe?ar diversas tareas, como descomponer los alimentos. Al crear cristales a partir de enzimas, los cient¨ªficos descubrieron que estaban compuestas de prote¨ªnas. Stanley se pregunt¨® si los virus no ser¨ªan tambi¨¦n prote¨ªnas.
Para averiguarlo comenz¨® a intentar fabricar cristales a partir de virus. Se decant¨® por una especie bien conocida: el virus del mosaico del tabaco. Stanley recolect¨® el jugo de plantas del tabaco infectadas y luego lo pas¨® por filtros muy finos, a imagen de lo realizado por Beijerinck cuatro d¨¦cadas antes. Para permitir que los virus cristalizaran en formas puras, Stanley procur¨® extraer cualquier tipo de componente del fluido vivo y contagioso, con la excepci¨®n de las prote¨ªnas.
¡°La vieja distinci¨®n entre vivo y muerto pierde parte de su validez¡±, se?al¨® The New York Times en 1935
Despu¨¦s de obtener su brebaje destilado, Stanley observ¨® la formaci¨®n de peque?as agujas en su interior. Luego crecieron hasta conformar l¨¢minas opalescentes. Por primera vez en la historia, una persona pod¨ªa ver virus sin recurrir a microscopios.
Estos virus cristalizados eran tan resistentes como un mineral y estaban tan vivos como un microbio. Stanley pod¨ªa conservarlos durante meses, como si se tratara de sal com¨²n en una despensa. Cuando m¨¢s adelante les a?ad¨ªa agua, los cristales regresaban a su estado de virus invisibles y capaces de infectar a las plantas del tabaco con id¨¦ntica virulencia.
El experimento de Stanley, publicado en 1935, asombr¨® al mundo. ¡°La vieja distinci¨®n entre vivo y muerto pierde parte de su validez¡±, se?al¨® The New York Times.
Sin embargo, Stanley tambi¨¦n hab¨ªa cometido un error peque?o y profundo. En 1936, los cient¨ªficos brit¨¢nicos Norman Pirie y Fred Bawden descubrieron que los virus no estaban compuestos puramente de prote¨ªnas, solo en un 95 por ciento. El 5 por ciento restante consist¨ªa en otra mol¨¦cula, una sustancia misteriosa y en forma de cadena llamada ¨¢cido nucleico. M¨¢s adelante los cient¨ªficos descubrir¨ªan que el ¨¢cido nucleico formaba parte del material gen¨¦tico, conteniendo las instrucciones para la formaci¨®n de prote¨ªnas y de otras mol¨¦culas. Nuestras c¨¦lulas almacenan sus genes en ¨¢cido nucleico de doble cadena, llamado ¨¢cido desoxirribonucleico, o ADN para simplificar. Muchos virus tambi¨¦n presentan genes basados en el ADN. Otros virus, como es el caso del virus del mosaico del tabaco, cuentan con ¨¢cido nucleico de una sola cadena, llamado ¨¢cido ribonucleico o ARN.
Cuatro a?os despu¨¦s de que Stanley cristalizara los virus del mosaico del tabaco, un equipo de cient¨ªficos alemanes pudo al fin observar los virus de forma individual. En los a?os treinta del siglo pasado, unos ingenieros inventaron una nueva generaci¨®n de microscopios bajo los que se observaban objetos mucho m¨¢s peque?os de lo hasta entonces posible. Gustav Kausche, Edgar Pfannkuch y Helmut Ruska mezclaron cristales de virus del mosaico del tabaco con gotas de agua destilada y colocaron el resultado bajo uno de los nuevos instrumentos. En 1939 anunciaron que hab¨ªan observado unas varillas min¨²sculas, de una longitud en torno a los 300 nan¨®metros. Nadie hab¨ªa observado jam¨¢s, ni remotamente, un organismo vivo tan diminuto. Para tomar conciencia del tama?o de los virus, deposite un ¨²nico grano de sal encima de la mesa. Obs¨¦rvelo con detenimiento. A lo largo de uno de sus lados se podr¨ªan alinear diez c¨¦lulas de la piel. En ¨¦l cabr¨ªa una fila de un centenar de bacterias. Y en esa misma longitud, podr¨ªa albergarse una hilera de un millar de virus del mosaico del tabaco.
Los cient¨ªficos no pod¨ªan imaginar que el genoma humano est¨¢ parcialmente compuesto de millares de virus que en su d¨ªa infectaron a nuestros ancestros
En las d¨¦cadas posteriores, los vir¨®logos se consagraron a diseccionar los virus, a cartografiar su geograf¨ªa molecular. Aunque los virus contienen ¨¢cido nucleico y prote¨ªnas, igual que nuestras c¨¦lulas, los cient¨ªficos descubrieron numerosas diferencias entre las estructuras de los virus y las c¨¦lulas. Una c¨¦lula humana est¨¢ abarrotada de millones de mol¨¦culas diferentes, a las que recurre para reconocer el entorno, desplazarse, alimentarse, crecer y decidir si se divide en dos o se suicida por el bien de sus hermanas. Los vir¨®logos encontraron que, por sistema, los virus se comportaban de un modo mucho m¨¢s sencillo. Su configuraci¨®n b¨¢sica era la de una c¨¢scara de prote¨ªnas que acog¨ªa a un pu?ado de genes.
Los vir¨®logos descubrieron que los virus pod¨ªan replicarse a s¨ª mismos, pese a lo rudimentario de su manual gen¨¦tico, a base de apropiarse de otras formas de vida. Proced¨ªan inyectando sus genes y prote¨ªnas en una c¨¦lula hu¨¦sped, que a continuaci¨®n manipulaban de cara a que produjera nuevas copias de ellos. Bastaba que un virus penetrara en una c¨¦lula para que, al cabo de un solo d¨ªa, salieran mil virus de la misma.
Alcanzados los a?os cincuenta del siglo pasado, los vir¨®logos ya hab¨ªan desentra?ado este procedimiento. Ahora bien, estas conclusiones no significaron la interrupci¨®n de la virolog¨ªa. Para empezar porque sab¨ªan muy poco acerca de las m¨²ltiples maneras en que los virus pod¨ªan infectarnos. Desconoc¨ªan los motivos por los que el virus del papiloma provocaba que a algunos conejos les salieran cuernos o centenares de miles de c¨¢nceres. Desconoc¨ªan por qu¨¦ algunos virus eran mortales y otros relativamente benignos. Ten¨ªan pendiente averiguar el modo por el cual los virus sorteaban las defensas de sus hu¨¦spedes y c¨®mo pod¨ªan evolucionar a una velocidad sin parang¨®n en el planeta.
En los a?os cincuenta del siglo pasado, no eran conscientes que un virus, al cual m¨¢s adelante se bautizar¨ªa como VIH, hab¨ªa comenzado su expansi¨®n de los chimpanc¨¦s y los gorilas a la especie humana, ni que al cabo de tres d¨¦cadas se habr¨ªa convertido en uno de los m¨¢s letales asesinos de la historia. No podr¨ªan haber concebido el n¨²mero abrumador de virus que campan por la Tierra; no podr¨ªan haber intuido que los virus contienen buena parte de la diversidad gen¨¦tica de la vida. Se les escapaba que los virus ayudan a producir una parte sustancial del ox¨ªgeno que respiramos y a regular el termostato del planeta. Y ciertamente no habr¨ªan podido imaginar que el genoma humano est¨¢ parcialmente compuesto de millares de virus que en su d¨ªa infectaron a nuestros ancestros, ni que la vida, tal y como la concebimos, pudo haber tenido su origen en virus que se remontaban a 4.000 millones de a?os atr¨¢s.
Ahora los cient¨ªficos saben todo esto o, para ser m¨¢s precisos, son conscientes de ello. Ahora reconocen que, de la cueva de los Cristales al mundo interior de los seres humanos, la Tierra es un planeta de virus.
Este texto es un extracto de Un planeta de virus, un libro del periodista cient¨ªfico estadounidense Carl Zimmer publicado originalmente en 2011, reeditado en 2015 y traducido ahora al espa?ol por la editorial Capit¨¢n Swing. Traducci¨®n de Antonio Lozano.
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