Lo que tiene un beso
Peregrinaci¨®n a la Pinacoteca Brera de Mil¨¢n para rendir tributo sentimental al famoso cuadro rom¨¢ntico de Hayez
Aprovech¨¦ un viaje a Mil¨¢n para cumplir un anhelo pict¨®rico: contemplar presencialmente, que se dice ahora, el famoso cuadro El beso, de Francesco Hayez, que se exhibe en la Pinacoteca de Brera, en el barrio del mismo nombre. Con El beso (1858), gran icono del amor rom¨¢ntico y capolavoro del romanticismo italiano, el beso de todos los besos, me pasa igual que con otras obras que me conmueven hasta el tu¨¦tano y me dejan turulato emocionalmente, como Encuentro en la torre, de Frederic William Burton, con la que tuve una cita largamente aplazada en la National Gallery of Ireland, en Dubl¨ªn; las ofelias de Millais y Waterhouse, o Sol ardiente de junio, de Frederic Leighton, que para admirarla hube de atravesar medio Puerto Rico (est¨¢ en el Museo Luis A. Ferr¨¦ de Arte de Ponce) y dejar de ver, pues no ten¨ªa tiempo para las dos cosas, un manat¨ª.
Ya s¨¦ que probablemente no son las obras que un connoisseur de arte escoger¨ªa como favoritas (y al manat¨ª ni digamos), pero qu¨¦ quieren, forman parte de mi imaginario personal y hasta de mi educaci¨®n sentimental. Con esos cuadros soy capaz de hacer como Andr¨¦ Malraux ¡ªsin que quiera compararme con ¨¦l, aunque yo no me he inventado una entrevista con Lawrence de Arabia (todav¨ªa)¡ª, que iba al Museo Egipcio de El Cairo y recorr¨ªa todas las salas sin detenerse ni en los tesoros de Tutankam¨®n para quedar embelesado durante largo rato ante uno de los retratos de El Fayum. Es verdad que la vida no da para admirar todo lo de extraordinariamente bello que hay en el mundo, y es necesario elegir. Y puestos a hacerlo, una selecci¨®n es tan justificable como otra (m¨¢s o menos).
En fin, ah¨ª estaba yo el otro d¨ªa haciendo cola para entrar en la pinacoteca, en la segunda planta del hermoso Palazzo Brera (en cuyo Observatorio Astron¨®mico, por cierto, Giovanni Schiaparelli divis¨® los inexistentes canales de Marte en 1877). Me embargaba el tremor de la anticipaci¨®n. En la m¨¢s pura tradici¨®n de lo que me ha pasado con otros cuadros deseados (con el Encuentro en la torre no hab¨ªa forma de, precisamente, encontrarse: lo ense?an ¨²nicamente dos horas a la semana y nunca llegaba a tiempo), casi me quedo sin entrar. Resulta que hab¨ªa que concertar cita previa, como en el dermat¨®logo. Solo mi arrebatado entusiasmo y mi carn¨¦ de prensa junto a ruegos, humillaciones y la promesa de escribir un art¨ªculo (este) me franquearon el paso.
Atraves¨¦ las salas tratando de dome?ar el impulso de correr. Me obligu¨¦, posponiendo el encuentro para hacerlo a¨²n m¨¢s deseado, a detenerme ante algunas de las magn¨ªficas obras que atesora la pinacoteca ¡ªla Madona con santos y Simon de Monforte, de Piero della Francesca¡ª, y me medio enamor¨¦ de unas ba?istas de Bernadino Luini, del que Nabokov admir¨® tanto los ojos de sus mujeres. Rubens, Tintoretto, Rafael, Lorenzo Lotto, Tiepolo, Tiziano, Veronese, Rembrandt, Canaletto, Caravaggio (se lo dejo al ministro Iceta) quedaron atr¨¢s con una simple mirada y, al final, en la ¨²ltima sala, preludiada por otros interesantes cuadros de Hayez como La melancol¨ªa (1959), Betsab¨¦ en el ba?o (1835) o el tan dram¨¢tico ?ltimos momentos del dux Marino Faliero (1867), con a la derecha el verdugo cargando el hacha y a la izquierda un personaje que recuerda a Mick Jagger, tach¨¢n, El beso.
Dado que me hab¨ªa preparado mortific¨¢ndome caminando como un poseso por Mil¨¢n, a imitaci¨®n de Hayez (¡°camminatore infaticable¡±), y ayunando (en 24 horas solo hab¨ªa tomado un caf¨¦ y unas garrapi?adas compradas en un puesto al cruzar el parque Sempione), al estar frente al cuadro casi desfallezco, en una mezcla de s¨ªndrome de Stendhal, hambre y calambres en las piernas. El beso, Il bacio, es peque?o (112x88 cent¨ªmetros), pero hay que ver cu¨¢nta poes¨ªa desprende y qu¨¦ emoci¨®n provoca. Representa a dos amantes bes¨¢ndose apasionadamente, como si no hubiera un ma?ana (que es lo que suele suceder con los amantes), en una atm¨®sfera medieval. Ella va de azul, como ha de ser, ya seas Hellil en la torre o Ilsa Lund en el Par¨ªs invadido por los alemanes. ?l lleva una capa marr¨®n, leotardos rojos (que por suerte no se ven mucho, como la espada) y un gorro imposible, estilo trovador o Guillermo Tell, adornado con dos plumas. Pero lo importante es el beso, y qu¨¦ beso. Como si cada uno quisiera forzar su paso hasta el coraz¨®n del otro. Es tan intenso que casi puedes sentirlo en los labios. Un largo, largo beso, un beso de juventud y amor (Byron: ¡°Still we would kiss, and kiss for ever¡±). Fervore di giovinezza.
Como estuve mucho rato ante el cuadro ¡ªhasta despertar las sospechas de la vigilante de sala¡ª pude observar las reacciones de los visitantes. Unos se acariciaban los labios distra¨ªdamente, otros los entreabr¨ªan y hubo incluso una joven que se los humedeci¨® imperceptiblemente con la punta de la lengua. Hay debate (bien, no tanto como sobre otros aspectos del cuadro) acerca de si el beso representado es franc¨¦s, con lengua. Habr¨ªa que preguntarle a Panofsky, pero la intensidad de la escena sugerir¨ªa que s¨ª. Es un beso inclinado, largo, rom¨¢ntico hasta decir basta, y se interpreta como de despedida, por la ropa de viaje de ¨¦l, su actitud de estar como dicen los ingleses in a hurry, apurado, y porque ella parece tratar de retenerlo con la mano sobre su hombro.
De hecho, el cuadro, exhibido por primera vez en 1859, pocos meses despu¨¦s de la entrada del futuro Victor Emanuel II en Mil¨¢n, se ha visto, y esto lo convirti¨® en un s¨ªmbolo patri¨®tico italiano del Risorgimento, como el adi¨®s de un soldado voluntario que se marcha a sumarse (y a morir por ella) a la lucha por la unificaci¨®n de Italia contra los austriacos. Lucha en la que los piamonteses contaron con la ayuda de Napole¨®n III, a lo que quiz¨¢ aluda sutilmente lo del beso franc¨¦s (la hip¨®tesis es m¨ªa: ch¨²pate esa, Panovsky). Contra la idea de que Hayez enviara un mensaje criptopatri¨®tico de matices risorgimentales enmascarado en una atm¨®sfera medieval, est¨¢ el que el pintor, por mucha ¡°coscienza nazionale¡± que tuviera, no se llevaba nada mal con los ocupantes Habsburgo, e incluso pint¨® en el techo del Vest¨ªbulo de las Cari¨¢tides del palacio real de Mil¨¢n unos frescos celebrando la coronaci¨®n del emperador Fernando I. El mism¨ªsimo y marchoso conde y general Radetzky le nombr¨® profesor de la Academia de Arte de Mil¨¢n y en 1852 le encargaron el retrato de Francisco Jos¨¦ I. Todo lo cual hubiera declinado Garibaldi, digo yo.
Seg¨²n un interesante art¨ªculo de Elena Settimini, de la Universidad de Leicester, El beso, del que Hayez pint¨® otras dos versiones posteriores con cambios crom¨¢ticos as¨ª como varias acuarelas, perdi¨® su sentido patri¨®tico (se lo lleg¨® a conocer como Il bacio del volontario) tras la unificaci¨®n de Italia, pero adquiri¨® luego otros significados al servir de inspiraci¨®n en los a?os veinte del siglo XX a Federico Seneca para la publicidad de los famosos chocolates Baci Perugina. No me resisto a explicar que detr¨¢s de los chocolates hay una historia de amor entre la signora Luisa Spagnoli, creadora en 1923 de los bombones con el nombre de cazzotto, y Francesco Buitoni (sic), que fue el que los bautiz¨® como baci. El cuadro, convertido ya en s¨ªmbolo rom¨¢ntico, habr¨ªa inspirado a otros artistas, desde Visconti en Senso hasta Lucio Dalla (aunque su canci¨®n Baggio era por el futbolista). En conexi¨®n con el cineasta hay que recordar que fue otro Visconti, el conde Alfonso Mar¨ªa, el que encarg¨® El beso, donado por ¨¦l mismo a la Pinacoteca de Brera en 1886, poco antes de su muerte.
Stendhal, muy fan
Veneciano de origen (nunca abandon¨® el dialecto), Francesco Hayez (1791-1882), pittore celeberrimo, hizo de Mil¨¢n su ciudad tras pasar por Roma, donde tuvo de maestro al mism¨ªsimo Antonio Canova. Poseedor siempre de un sentido del color vivo derivado de los grandes pintores venecianos, lo adapt¨® a la morbidez y la sinuosidad del patetismo rom¨¢ntico ¡ªno lo digo yo, sino Giorgio Nicomede en la gran monograf¨ªa en dos tomos (Ceschina,1962) que compr¨¦ en una caseta de libros antiguos cerca del Duomo por una pasta¡ª. Entre sus temas favoritos estaban los episodios hist¨®ricos (muchos de la historia italiana) y b¨ªblicos, ilustraciones de pasajes de Manzoni, Schiller, Walter Scott o Shakespeare. No parece haber sido un hombre especialmente simp¨¢tico, aunque de joven artista cometi¨® la gamberrada de soltar en el Palazzo di S. Marco dos serpientes que hab¨ªa usado de modelos para una de sus primeras obras c¨¦lebres, un Laocoonte. Viudo, a los 78 a?os volvi¨® a casarse con una mujer de 28. Tuvo un oscuro episodio de enamoramiento de la hija jovencita de una amiga, que no le correspondi¨®. Entre las curiosidades de su vida figura el que Stendhal, gran admirador suyo, incluyera en La cartuja de Parma un pasaje en el que se cuenta que Hayez pint¨® un soberbio retrato de Fabrizio del Dongo.
Sal¨ª de la pinacoteca a vagar por todo el palacio, donde se encuentra el antiguo estudio del pintor, con la cabeza llena de besos. ¡°Dichas resbaladizas¡±, dec¨ªa Keats. Los de Romeo y Julieta (que pint¨® el propio Hayez), los de Paolo y Francesca, de Ingres (al que tanto debe el artista v¨¦netolombardo), de William Dyce, de Rodin (su famoso beso en piedra representa tambi¨¦n a los tristes amantes malditos de la Divina Comedia); los besos de Klimt, de Munch y de Ron Hicks, el terrible de Magritte con la pareja velada, los de la Bella Durmiente y el pr¨ªncipe rana, los de Werther y Charlotte tras leer a Ossian, el de Robert Doisneau. O aquel primer beso en los labios sin pretenderlo, desconcertante y hermoso de tan inocente. ¡°Mi baci¨° tremando sulla boca¡±. Y tantos de cine. No me importa que me ames Scarlett, b¨¦same, b¨¦same.
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