El rey Candaules, ¡®El paciente ingl¨¦s¡¯ y otros tr¨ªos
Un cuadro de G¨¦r?me y una botella con arena del desierto l¨ªbico invitan a repasar la historia que cuenta Her¨®doto y que aparece en la novela de Ondaatje y la pel¨ªcula de Minghella
Ha querido la casualidad o el destino que el resurgir actual del pintor Jean-L¨¦on G¨¦r?me, autor de Pollice verso, v¨ªa Gladiator II y Los que van a morir, me haya coincidido con la maravillosa llegada, como si el sim¨²n, el ghibli o el khamsin la arrastrara, de arena del desierto. Y no de una arena cualquiera sino una procedente del Gran Mar de Arena del desierto l¨ªbico, la tierra sin mapas, los predios extensos, claro, y perdonen por el bucle del que creo que ya no saldr¨¦ nunca ¡ªAl-hamdu lillah!, gracias a Dios¡ª, del conde Alm¨¢sy, el explorador protagonista de El paciente ingl¨¦s. Entre las pinturas famosas de G¨¦r?me, aparte de las de gladiadores y cuadrigas como la citada Pollice verso, Course de char o la pavorosa La reentr¨¦ des f¨¦lins, con sus leones, tigres y panteras ah¨ªtos y sus crucificados carbonizados, figuran algunas que me conmueven especialmente como Bonaparte delante de la Esfinge y Napole¨®n y sus generales en Egipto (que tambi¨¦n habr¨¢n inspirado a Ridley Scott, digo yo). Pero sobre todo me chifla La reina Rodope observada por Giges (1859), que recrea el famoso y morboso episodio del monarca lidio Candaules que narra Her¨®doto en el libro I de su Historia y que aparece en El paciente ingl¨¦s (la novela de Michael Ondaatje y la pel¨ªcula subsiguiente de Anthony Minghella).
¡°El tal Candaules¡±, cuenta el gran historiador griego con su mejor tono para los chismes y lo escabroso, ¡°estaba enamorado de su mujer y, como enamorado, cre¨ªa firmemente tener la mujer m¨¢s bella del mundo¡±, as¨ª que no paraba de coment¨¢rselo a su oficial favorito, Giges, un gran lancero al parecer. Pensando que este no se lo acababa de creer, le dijo: ¡°Prueba a verla desnuda¡±. En el convencimiento de que se met¨ªa en un l¨ªo de narices ¡ªcomo as¨ª fue¡ª, Giges trat¨® de rechazar la ins¨®lita oferta. Pero el rey se empe?¨®, y el renuente voyeur acab¨® escondido en la alcoba real, donde observ¨®, tragando saliva por diferentes motivos, c¨®mo la reina (Her¨®doto no da el nombre pero seg¨²n otras fuentes se llamaba Nisia o Rodope) se iba despojando de la ropa hasta quedarse en quit¨®n (sic), la ¨²ltima prenda de lino, que luego se sac¨® tambi¨¦n.
Aprovechando que la mujer de Candaules se daba la vuelta y se dirig¨ªa al lecho donde la esperaba el rey, al que todo aquello deb¨ªa ponerle mucho, pues si no de qu¨¦ (de hecho la historia ha dado nombre a una pr¨¢ctica sexual, el candaulismo, excitarse al ver a tu pareja desnudarse ante otra persona, que ya es vicio curioso), Giges sali¨® por piernas de la c¨¢mara, aunque no antes de que ella lo descubriera. Al d¨ªa siguiente, la reina, cabreada con toda la operaci¨®n (Her¨®doto apunta que entre los lidios ¡°ser contemplado desnudo supone una gran vejaci¨®n, hasta para un hombre¡±), le plante¨® al oficial dos opciones radicales: ¡°O bien matas a Candaules y te haces conmigo y con el reino, o bien eres t¨² quien debe morir sin m¨¢s demora para evitar que, en lo sucesivo, por seguir todas las ¨®rdenes de Candaules, veas lo que no debes¡±.
Giges, voyeur malgr¨¦ lui, opt¨® muy inteligentemente por conservar la vida, y esa noche, ¡°en el mismo lugar en que me exhibi¨® desnuda¡±, la reina entrega un pu?al al oficial, que mata al rey mientras duerme, y, cuenta Her¨®doto, ¡°se hizo con la mujer y con el reino de los lidios¡±.
En El paciente ingl¨¦s, donde el episodio cobra un sentido muy diferente como pre¨¢mbulo de una arrebatadora relaci¨®n rom¨¢ntica, el tr¨ªo lo componen el rico Geofrey Clifton, su mujer Katharine (est¨¢n reci¨¦n casados) y el conde Alm¨¢sy. Los tres forman parte de una expedici¨®n en el Gran Mar de Arena y el marido no deja de cantar las excelencias de su esposa y lo enamorado que est¨¢ de ella, dej¨¢ndonos un nuevo palabro, ¡°uxoriosness¡±, amor excesivo por la propia mujer. Pero Katharine, que le ha pedido al conde explorador algo de lectura (lo que nunca es buen s¨ªntoma en el viaje de bodas) y este ha acabado dej¨¢ndole su Her¨®doto anotado, sin el cual no va nunca al desierto, lee durante una fiesta en las dunas el pasaje de Candaules. Y Alm¨¢sy se?ala en el libro de Ondaatje, resumiendo magn¨ªficamente la novela: ¡°Esta es la historia de c¨®mo me enamor¨¦ de una mujer que ley¨® determinada historia de Her¨®doto¡±. Cuando las cosas empiezan as¨ª no puedes sino acabar en una habitaci¨®n en El Cairo busc¨¢ndole a ella el B¨®sforo de Alm¨¢sy (el sinoide vascular, el huequecito en el cuello) mientras suena en el tocadiscos Szerelem, amor, esa melanc¨®lica canci¨®n de cuna h¨²ngara, y evocas el vuelo incendiado sobre un oasis perdido. En la pel¨ªcula, con guion del propio Minghella (yo lo tengo en mi mesita de noche junto a la novela de Ondaatje, mi Her¨®doto y ciertos fetiches alm¨¢syanos), hay algunas variaciones de la escena de la lectura del episodio de Candaules. Los exploradores, en el campamento de Pottery Hill, concreta el guion, juegan alrededor de una hoguera a girar la botella con una vac¨ªa de champ¨¢n y la prenda es recitar algo. Le toca a Katharine (Kristin Scott Thomas) y cuenta la historia de Candaules mientras Alm¨¢sy (Ralph Fieness) fija los ojos en ella. Un inciso para recordar que en El paciente ingl¨¦s salen otras lecturas tan queridas como Anna Karenina, Kim y El ¨²ltimo mohicano. Las dos primeras tienen l¨®gica argumental (la novela de Tolst¨®i obviamente, la de Kipling por la presencia de Kip, el zapador sij); a la tercera, la verdad, cuesta algo v¨¦rsela aunque no se me ocurre nada m¨¢s bonito que el que le lean al paciente (supuestamente) ingl¨¦s las aventuras de Uncas.
Hay otros cuadros que describen el episodio central de la historia de Candaules, como el de Jacob Jordaens, con una mujer del rey muy rubensiana, de 1646, o el controvertido de William Etty, autor mucho mejor pintando traseros que brazos, conocido muy certeramente como La imprudencia de Candaules, de 1830. Pero para m¨ª, el mejor sin comparaci¨®n es el de G¨¦r?me. Tan obsesionado he llegado a estar con el cuadro que en una ocasi¨®n fui a verlo a donde lo tienen, que es bastante a desmano: el Museo de Arte de Ponce, en esa localidad en Puerto Rico (c¨®mo fue a parar all¨ª el Candaules de G¨¦r?me merecer¨ªa otra cr¨®nica). Atraves¨¦ toda la isla con el c¨®nsul espa?ol Eduardo Garrigues para verlo, pero result¨® que estaba en el almac¨¦n y no hubo forma de que nos lo sacaran, as¨ª que tuvimos que consolarnos (!) con la contemplaci¨®n de Sol ardiente de junio, la deslumbrante obra de Leighton y la colecci¨®n de prerrafaelitas que atesora el museo.
Tambi¨¦n hay otras revisiones literarias del pasaje de Candaules (?y un ballet de Petipa!). Plat¨®n recoge en su Rep¨²blica la leyenda de que Giges pose¨ªa un anillo que lo hac¨ªa invisible, lo que le hubiera evitado muchos l¨ªos en el relato de Her¨®doto. Pero las dos versiones m¨¢s interesantes y elaboradas de la historia son las de Th¨¦ophile Gautier (Le Roi Candaule,1844) y la que incluye Mario Vargas Llosa en su estimulante Elogio de la madrastra (1988, Tusquets, La Sonrisa Vertical). Gautier la cuenta con un desaforado orientalismo chorreante de romanticismo que conmovi¨® al propio Victor Hugo. La mujer de Candaules (Nisia, hija del s¨¢trapa persa Megabaze), que aparece montada sobre un elefante y cubierta de ropajes y joyas, es descrita como una diosa cuyo b¨¢rbaro pudor la impide mostrarse desvelada a nadie que no sea su marido. En el relato de Gautier, Giges, ¡°le beau¡±, el bello, la ha visto antes, pues una r¨¢faga de viento le hab¨ªa descubierto un instante el rostro. A retener una frase del escritor franc¨¦s: ¡°Las mujeres no se dan sino a aquellos que no las merecen¡±. Candaules sufre porque al solo poder ver ¨¦l a su mujer nadie sabe qu¨¦ tesoro de belleza posee (esa actitud tan masculina que se esencializa en el chiste del n¨¢ufrago y Claudia Schiffer). Y busca la confidencia de Giges, al que introduce en la c¨¢mara real, donde se produce el estript¨ªs involuntario de la reina. ¡°Dej¨® caer la t¨²nica y el blanco poema de su cuerpo divino apareci¨® de repente en su esplendor, tal que la estatua de una diosa a la que retiran sus envolturas el d¨ªa de la inauguraci¨®n de un templo¡±. Y apunta Gautier, incapaz de describir m¨¢s: ¡°Hay cosas que solo se pueden escribir en m¨¢rmol¡±. En el relato, Giges queda tan impresionado por la visi¨®n de Nisia que no le cuesta mucho dejarse convencer para cargarse a Candaules (¡°meurs ou tue!¡±). Ella parece que tampoco era inmune al atractivo del oficial. Eliminado el rey, ¨²ltimo de los Her¨¢clidas, Giges se ci?e la corona, instaura su propia dinast¨ªa, y, zanja Gautier, ¡°vivi¨® feliz y no dej¨® que nadie viera a su mujer, sabiendo lo que eso le costar¨ªa¡±.
Lo de Vargas Llosa, de declarado g¨¦nero er¨®tico, es muy distinto. El pasaje de Candaules aparece, junto a otros episodios cl¨¢sicos representados en el arte, en medio de la morbosa historia de la pareja que forman don Rigoberto, su esposa do?a Lucrecia (la madrastra del t¨ªtulo) y el ni?o hijo del primero, el espabilado e inquietante Alfonsito, Fonchito, adelantado voyeur y de una perversidad que deja at¨®nito y remite a Bataille. El Candaules que recrea el novelista, con su prosa insuperable, refleja el inter¨¦s de Rigoberto por el trasero de su se?ora y de lo que presume ante Giges es de la rotunda ¡°grupa¡± de la reina. Vargas Llosa, afortunadamente para los que veneramos de manera fetichista la versi¨®n de Her¨®doto y el cuadro de G¨¦r?me (por no hablar del eco en El paciente ingl¨¦s), se remite al cuadro de Jordaens en su gamberro y sical¨ªptico relato, dedicado a Berlanga.
Dec¨ªa que el recuerdo de Candaules que ha dado origen a estas muchas l¨ªneas me ha llegado con una r¨¢faga de arena del desierto l¨ªbico. Me la ha enviado ?ngel Carlos Aguayo, que ha estado por all¨ª en sus cosas. La dorada arena, en la que he escarbado para ver si estaba enterrado en ella el ej¨¦rcito perdido del rey persa Cambises, que tanto busc¨® Alm¨¢sy, ven¨ªa metida en una botella de agua mineral egipcia de la marca Siwa, que procede de los manantiales del c¨¦lebre oasis. Siwa es el oasis de Am¨®n, famoso en la antig¨¹edad por su or¨¢culo y que menciona a menudo Herodoto. Y es adonde los beduinos llevan al paciente ingl¨¦s (Alm¨¢sy) requemado tras caer con su avi¨®n ardiendo en el Gran Mar de Arena. ?ngel Carlos ha a?adido al env¨ªo otra botella de Siwa (Natural Water from the Siwa Oasis, pone en la etiqueta), esta con el agua original, con la bonita sugerencia de que la use para bautizar a mi nieto Mateo. No se me ocurre mejor idea: un bautismo de aventura y de leyenda, con Her¨®doto en las lecturas, y el conde Alm¨¢sy de padrino.
Babelia
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