El conde Alm¨¢sy reaparece en Madrid, en buena compa?¨ªa
El personaje que inspir¨® ¡®El paciente ingl¨¦s¡¯ se da cita con otros exploradores y aventureros en un ciclo en el Ateneo
El conde Alm¨¢sy ha vuelto. Con todo intacto: su amor por el desierto, sus gafas de vuelo y su inextinguible anhelo de encontrar el oasis de Zerzura, El Dorado de las dunas. Ha reaparecido Alm¨¢sy (¡°esta vez vas a encontrar Zerzura, ?verdad?¡±) en el Ateneo de Madrid y en muy buena compa?¨ªa. Como parte de un programa de conferencias dedicado a exploradores y aventureros del siglo XX que comparten ser una obsesi¨®n rayana en lo patol¨®gico para los conferenciantes que los han tra¨ªdo. Tienen en com¨²n tambi¨¦n los cuatro personajes del ciclo Exploraciones geogr¨¢ficas y arqueolog¨ªa en el periodo de entreguerras: gentlemen, esp¨ªas y aventureros en busca de las civilizaciones antiguas (por t¨ªtulo que no quede) no aparecer ninguno ¡ªinjustificablemente en mi opini¨®n¡ª en el voluminoso y por otra parte estupendo Dictionnaire amoureux des explorateurs de Michel Le Bris (Plon, 2010), en el que, en cambio, tienen entradas, aparte de una gran cantidad de franceses, Flash Gordon, Jungle Jim, y Blake y Mortimer. Digo yo que merecer¨ªan m¨¢s estar los que nos ocupan: Leo Frobenius, John Pendlebury, Byron Khun de Prorok y no hablemos ya de Alm¨¢sy, el ¨²nico de los cuatro que tiene peli.
A Frobenius, denominado con notable entusiasmo el Lawrence de Arabia alem¨¢n, nos lo trajo al Ateneo Roc¨ªo Da Riva, casi tan seria como el africanista prusiano; a Pendlebury, que uni¨® a excavar en Tell el Amarna y Cnossos organizar la guerrilla cretense contra los nazis, ?ngel Carlos Aguayo; y a Khun de Prorok, que excav¨® en el tofet de Cartago, busc¨® las minas del rey Salom¨®n y el reino de Saba, en competencia con Malraux (que s¨ª aparece chez Le Bris), todo ello sin dejar de ser un embustero pertinaz, Jorge Garc¨ªa S¨¢nchez. A Alm¨¢sy, claro, lo llev¨¦ yo.
O quiz¨¢ deber¨ªa decir lo encarn¨¦ yo, dado el grado de identificaci¨®n que tengo con el personaje y que supera largamente en malsana intensidad todo lo que pudieran echarle en los suyos mis compa?eros de ciclo. Tanto que no s¨®lo pude exclamarme a mitad de mi charla en un arrebato de entusiasmo ¡°Alm¨¢sy c¡¯est moi!¡±, sino que mi conferencia (titulada Alm¨¢sy, el rom¨¢ntico conde de las arenas) fue a caer casi el 23-F: Alm¨¢sy y un servidor compartimos haber participado en sendos golpes de Estado; yo, sin querer, en el de Tejero y ¨¦l en el mucho m¨¢s glamuroso del intento de restauraci¨®n del ex emperador austroh¨²ngaro Carlos en 1921. Por mi parte, no saqu¨¦ mucho de la experiencia, salir vivo y con una historia que contar una y otra vez como una Sherezade de la Polic¨ªa Militar. En cambio, Alm¨¢sy pill¨® ¡ªalgo por el morro¡ª el t¨ªtulo de conde, porque Carlos se dirigi¨® a ¨¦l as¨ª, confundi¨¦ndolo seguramente con otra persona. Como si Pardo Zancada me hubiera saludado a m¨ª como teniente y me hubiera quedado con el rango. Teniente Ant¨®n.
En mi charla, a la que acud¨ª cargando con buena parte de mi bibliograf¨ªa almasyana, incluido un librito sustra¨ªdo de la biblioteca del castillo de su familia y algunas reliquias como un bot¨®n de la guerrera de Alm¨¢sy obtenido subrepticiamente en la misma visita-peregrinaci¨®n a Burg Bernstein, trat¨¦ de trazar el perfil del aventurero real que inspir¨® la novela de Michael Ondaatje El paciente ingl¨¦s y la pel¨ªcula consiguiente. Marcando las diferencias entre, por un lado, el enjuto L¨¢szlo Ede Alm¨¢sy de verdad, alias Teddy, h¨²sar y aviador en la Gran Guerra, piloto de pruebas de coches, audaz explorador del desierto l¨ªbico puesto luego al servicio de las fuerzas de Rommel durante la II Guerra Mundial para realizar misiones especiales y guiar al esp¨ªa Eppler con su ejemplar de Rebeca tras las l¨ªneas enemigas (no por amor como en el filme sino por convencimiento: su pa¨ªs, Hungr¨ªa, era aliada de los alemanes), Cruz de Hierro de primera clase, y homosexual. Y por otro lado el atormentado (y abrasado) conde Ladislaus de Alm¨¢sy novelesco y cinematogr¨¢fico, el arrebatado aventurero con los rasgos en pantalla de Ralph Fiennes, enamorado rematada y tr¨¢gicamente de la mujer de otro; efectivamente: Katharine (Kristin Scott Thomas). Ay, Katharine, demasiado fogosa para el desierto. ¡°Sus dedos rascaban la arena en mi cabello¡±.
Pero mientras iba hablando, se me mezclaban los Alm¨¢sys. El de verdad, el literario, el de celuloide de Minghella y yo mismo, que llevo tantos a?os tras ellos que me he fundido con los tres y hasta creo que podr¨ªa pilotar un aeroplano, cartografiar el Farafra y seguir un rastro en el Gilf Kebir. Por no hablar de tener una cita en la Cueva de los Nadadores del wadi Sora o en aquel cuarto en la calle de los Loros de El Cairo que daba al zoco, para recorrer con los labios, h¨¦las, el B¨®sforo de Alm¨¢sy (algunos preferir¨¢n partes m¨¢s jugosas que la sinoide vascular o escotadura supraesternal, all¨¢ ellos). Expliqu¨¦ entonces, bajo una pantalla en la que se manten¨ªa fija como la estrella Polaris la foto de un viejo mapa que poseo y en el que aparece inexplicablemente la ignota Zerzura (cuya fascinaci¨®n nos une a todos los Alm¨¢sy), la historia de mi deslumbramiento. Que empez¨® al leer la novela en 1995, que se torn¨® incandescencia al ver la peli en 1996 (el mismo a?o que comenc¨¦ esgrima de sable con el maestro h¨²ngaro Imre Dobos) y que se plasm¨® en una serie de art¨ªculos que arrancaron en el program¨¢tico y elocuente El conde Alm¨¢sy, una obsesi¨®n (28 de junio de 1997) y siguen hasta hoy mismo, como ven.
En el camino, he ido descubriendo retazos de la vida del Alm¨¢sy verdadero, en sus propios libros (Nadadores en el desierto, With Rommel¡¯s Army in Lybia) y en otros (Lybian Sands y Sand, Wind & War de su colega-enemigo Bagnold, el monumental Operation Salam, de Gross, Rolke y Zboray), en biograf¨ªas que van apareciendo (la mejor la de John Bierman, The secret life of L¨¢szlo Alm¨¢sy, the real english patient) o en hallazgos casuales (la relaci¨®n con Orde Wingate, la posible con Paddy Leigh Fermor y con Otto Skorzeny). Y vivo mi almasianismo como un culto, una devoci¨®n y un sacerdocio. En una ocasi¨®n, fui hasta el Museo de Arte de Ponce, en Puerto Rico, para contemplar el maravilloso cuadro El rey Candaules (1859), de G¨¦r?me, que plasma el famoso episodio de esa historia de Her¨®doto en la que la reina del monarca se desnuda ante el escondido lugarteniente de su marido a instancias de este y que Katharine narra en un momento central del libro y de la pel¨ªcula lleno de dobles significados. ?Hasta escrib¨ª el pr¨®logo de la edici¨®n en catal¨¢n de El paciente ingl¨¦s! (¡°Del amor y otros desiertos¡±).
La verdad, pensaba que lo ten¨ªa superado. Pero ha sido volver a ponerme las antiparras y el gorro de vuelo (en sentido figurado y literal), para el bolo en el Ateneo, y oye, volver a dar vueltas sobre el Mar de Arena acunado por la nana de Marta Sebastyen (Szerelem, Szerelem) y escudri?ando fogonazos entre las dunas anaranjadas. Me temo que es algo cr¨®nico.
Tras dos horas largas de hablar en un estado de intoxicaci¨®n rom¨¢ntica, ca¨ª en la cuenta de que ten¨ªa p¨²blico. Fue como salir de un sue?o o una caminata por el desierto sin sombrero. Al menos la gente estaba con los ojos muy abiertos. Cen¨¦ algo con Pendlebury y Khun de Prorok, es decir con ?ngel Carlos y Jorge ¡ªque me regal¨® muy generosamente el guion editado de El paciente ingl¨¦s, un tesoro¡ª y me march¨¦ a las tantas sin un destino fijo (ya era muy tarde para el Ave y me hab¨ªa olvidado de reservar un hotel). La noche en Madrid era oscura, ancha y solitaria. Y la mochila, a rebosar de libros y enriquecida con una botella de vino h¨²ngaro Tokay que me hab¨ªan suministrado, pesaba un congo. Pero yo lo ¨²nico que deseaba era caminar por una tierra sin mapas. Y paladear mi reencontrada pasi¨®n. ¡°Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado como si fueran r¨ªos de sabidur¨ªa, personajes a los que hemos trepado como si fuesen ¨¢rboles, miedos en los que nos hemos ocultado como cuevas¡±, recit¨¦. Y a?ad¨ª en una invocaci¨®n final mientras me tragaba la noche como la arena al ej¨¦rcito fantasma de Cambises: ¡°Deseo que todo esto est¨¦ inscrito en mi cuerpo cuando muera¡±.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.