Rembrandt, tan pr¨®ximo, tan lejano
El pr¨®ximo 15 de julio de 2006 se cumplir¨¢ exactamente el cuarto centenario del nacimiento de Rembrandt y ya todo indica que el acontecimiento nos deparar¨¢ un tinglado conmemorativo de muy variada naturaleza, seguramente m¨¢s medi¨¢tico, espectacular y tur¨ªstico que otra cosa. As¨ª estamos. De todas formas, la polvareda no puede ocultar el hecho insoslayable de que este noveno hijo de un molinero de Leyden sigue desafiando no s¨®lo la capacidad de las agencias tur¨ªsticas, porque desde que llam¨® la atenci¨®n del sabio Constantijn Huygens (1596-1687), que lo visit¨®, por primera vez, en el taller de su ciudad natal, all¨¢ por 1629, su fama no ha dejado de ser pol¨¦mica y de generar una ampl¨ªsima literatura, que sigue hoy en plena agitaci¨®n. Para explicar este fen¨®meno no basta ciertamente con apelar a su genialidad, sino a lo que, a trav¨¦s de ella, nos compromete todav¨ªa hoy: su vida y obra, modernidad, que es lo que nos fascina y nos nubla en la actualidad.
Fue un maravilloso dibujante y un excepcional grabador, lo cual permiti¨® difundir su obra a cualquier conf¨ªn
Rembrandt, no cabe duda, goz¨® de una muy considerable fama en vida, pero, pasado el tiempo, no se mitig¨®, y, dato muy significativo, nunca pas¨® inadvertido a ojos de otros artistas posteriores. Durante el siglo XVIII, por ejemplo, constituy¨® un acicate para pintores tan diversos como Reynolds, Chardin y Goya, que lo consideraban, junto a Vel¨¢zquez y la naturaleza, sus ¨²nicos maestros, pero, en pleno siglo XIX, Delacroix anunciaba que su ascendiente no iba a dejar de crecer en el futuro. As¨ª ha sido, y una de las mil muestras que cabe citar al respecto en el siglo XX es, sin ir m¨¢s lejos, el reiterado homenaje que le rinde el ¨²ltimo Picasso.
Los artistas tienen una forma
silenciosa de asimilar un legado del pasado, aunque no podemos ignorar el hecho de que nunca fijan la mirada en un colega precedente si no es porque perciben en ¨¦l un potencial actualizador. No obstante, junto al cruce de miradas, est¨¢ la obligaci¨®n, no s¨®lo erudita, de dar una explicaci¨®n verbal de su permanencia, lo cual no cabe circunscribir a lo que nos dicen los historiadores y cr¨ªticos de arte. El Rembrandt que intentamos conocer est¨¢ precedido por una leyenda rom¨¢ntica, que nos cuesta desechar a cambio de dudas insidiosas o el mero vac¨ªo. Los desnudos datos documentales son, en efecto, casi nada sin una adecuada interpretaci¨®n, que no es f¨¢cil porque exige no pocas inferencias y deambulaciones.
En este sentido, aunque el concepto de "genio", tan del gusto del XIX, constituye un pie forzado que convierte a Rembrandt en un mito de lo excepcional, su "desmitificaci¨®n" puede resultar tambi¨¦n una caricatura, como le ha ocurrido a Gary Schwartz en su biograf¨ªa del artista y otros escritos, que finalmente nos dan una imagen del pintor y del hombre como casi un fracasado en todo lo que emprendi¨®. Por otra parte, en relaci¨®n con su obra, tan s¨®lo en el siglo XX, se ha pasado a considerar fiable s¨®lo la cuarta parte de los cuadros que le eran atribuidos a comienzos de esta centuria. Obras que especialistas tan reputados como Jacob Rosenberg consideraba como magistrales manifestaciones de su estilo caracter¨ªstico, El hombre del casco dorado, El jinete polaco o La novia jud¨ªa, son hoy recusadas, lo que no significa que pierdan calidad por ello, pero producen un efecto psicol¨®gico negativo, sobre todo, en nuestro mercantilizado mundo donde cada objeto debe tener la etiqueta o la marca de su autor.
El hombre contempor¨¢neo se tropieza con el desencantador lastre del gran maestro antiguo que trabaja mancomunadamente con su taller; esto es: con una corte de disc¨ªpulos, ayudantes, oficiales y, no pocas veces, colegas de parecida maestr¨ªa, cuya desigual fortuna les ha obligado a refugiarse bajo el manto protector de una firma ajena, pero circunstancialmente m¨¢s s¨®lida desde el punto de vista comercial. Rembrandt estuvo pr¨¢cticamente toda su vida rodeado de un nutrido conjunto de colaboradores, a los que impon¨ªa, prestaba o regalaba su firma. Se ha conseguido identificar algunos de ellos, pero sin que podamos reatribuir con convicci¨®n la autor¨ªa concreta de los centenares de cuadros que invadieron el mercado procedentes de la "f¨¢brica" Rembrandt. Entre estos disc¨ªpulos, hubo artistas tan importantes como Ferdinand Bol, Govert Flinck, Gerard Dou, Aert de Gelder, Philips de Koninck, Nicolas Maes o Carel Fabritius, cuya tr¨¢gica muerte prematura no nos ha impedido apreciar en ¨¦l un talento de una pujanza semejante a la de su maestro. En 1969 se cre¨® la Comisi¨®n Rembrandt para, con todos los medios cient¨ªficos disponibles, establecer el cat¨¢logo definitivo, ese mismo que, durante los ¨²ltimos a?os, tantas decepciones y esc¨¢ndalos ha producido.
Ya, en 1964, Jan Emmens, en Rembrandt y las reglas del arte, trat¨® de depurar cr¨ªticamente la figura y el arte de Rembrandt de las escoriaciones del pasado. Pero ni este concienzudo estudio, ni los posteriores, han logrado perfilar de manera definitiva una personalidad, no s¨®lo en s¨ª escurridiza, sino que vivi¨® en una ¨¦poca en que la "intimidad" psicol¨®gica de un artista carec¨ªa de valor objetivo, y, a¨²n menos, donde no exist¨ªa la "fama". A pesar de todos estos impenetrables velos, hay datos suficientes en la existencia y, sobre todo, en la obra de Rembrandt van Rijn para explicar su pervivencia moderna. Fue un hombre apasionado, dilapidador y veleidoso, que am¨® con maravillosa intensidad a dos mujeres excepcionales -la burguesa Saskia van Uylenburgh, con la que estuvo casado entre 1634 y 1642, y la criada Hendrickje Stoffels, con la que llev¨® vida marital entre 1647 y 1663-, gast¨® excesivamente y se permiti¨® dar la espalda a su nutrida clientela que le demandaba retratos, algo que le acab¨® aburriendo. Parece que la leyenda rom¨¢ntica de un artista marginado por sus cerriles comitentes, que lo marginan y le hacen caer en la ruina, carece de fundamento. Tampoco tiene, a la postre, mucha importancia, porque lo que importa fue su extraordinario y singular talento en todos los g¨¦neros y t¨¦cnicas.
Fue Rembrandt un naturalista,
que us¨® el claroscuro con una peculiar luz dorada, y cuya lib¨¦rrima sensibilidad pictoricista, con toques r¨¢pidos de pincel, luego empastados y barnizados con una rica materia, sobre la que no ten¨ªa inconveniente en rehundir los dedos o la esp¨¢tula, hace que la superficie sea tan asombrosamente expresiva que todav¨ªa hoy nos impresiona. No viaj¨® a Italia, pero conoc¨ªa tan bien el arte italiano, objeto para ¨¦l de colecci¨®n y comercio, que K. Clark dedic¨® un amplio estudio s¨®lo para descifrar sus abundantes fuentes al respecto. Hizo de todo: pintura de historia, retratos, desnudos, paisajes, cuadros de costumbres y naturalezas muertas, logrando aportaciones en cualquiera de estos g¨¦neros. Fue un maravilloso dibujante y un excepcional grabador, lo cual permiti¨® difundir su obra a cualquier conf¨ªn. Su obsesiva pasi¨®n por autorretratarse no tuvo parang¨®n e indica un rasgo introspectivo muy moderno. Todav¨ªa su arte produce indagaciones pol¨¦micas, como la de Svetlana Alpers, que consider¨® su sentido pict¨®rico t¨¢ctil como una peculiaridad propia de una sensibilidad cat¨®lica, lo cual no significa que tuviera tal creencia, o como la muy reciente del historiador Simon Schama, que ha puesto todo su saber antropol¨®gico para ahondar en el sentido de su arte. Se ha hablado mucho sobre su relaci¨®n con los jud¨ªos holandeses y, por tanto, con Spinoza, pero pienso que hay tambi¨¦n una curiosa sinton¨ªa entre ¨¦l y el brit¨¢nico John Milton, rigurosamente coet¨¢neo, no porque se conocieran, sino porque en El para¨ªso perdido hay ese mismo fuego pasional, ese mismo pat¨¦tico lamento humano existencial, esa misma querencia por dar la vuelta al gran Libro, la Biblia. Ciertamente, sin Rembrandt, nos conocer¨ªamos peor.
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