Sud¨¢n del Sur, un pa¨ªs que se muere
La amenaza de la hambruna y una guerra civil interminable condenan al m¨¢s joven pa¨ªs del continente, pero, sobre todo, a sus habitantes. Sus dram¨¢ticas historias se incluyen en el libro 'Enduring Times'
Las se?ales y los avisos de que Sud¨¢n del Sur estaba a punto de sufrir una hambruna eran muy claros. Las facciones rivales segu¨ªan, siguen, encerradas en su hostilidad, aunque su implacable af¨¢n de poder solo siembre una sensaci¨®n de caos generalizada. He aqu¨ª la consecuencia: esta es una cat¨¢strofe provocada por el hombre. La guerra civil, la huida, la enfermedad y el hambre son la locura cotidiana en Sud¨¢n del Sur.
Los p¨¢jaros vuelan en c¨ªrculo sobre el campo de refugiados de Bentiun, en el estado sursudan¨¦s de Unidad, mientras los buitres planean silenciosos a la espera de que algo suceda. La muerte puede golpear el recinto en cualquier momento. No hay d¨ªa ni noche que transcurra sin asaltos, robos y violaciones. La gente se hacina en un espacio reducido debajo de tiendas hechas con toldos de pl¨¢stico, sin trabajo y recibiendo las raciones de emergencia suministradas por el Programa Mundial de Alimentos, que contienen las provisiones justas para sobrevivir. La raci¨®n mensual para una familia con tres hijos consiste en un saco de sorgo, cuatro cuencos de jud¨ªas, un poco de aceite y unas cuantas bolsas de CSB-Plus (Corn-Soy Blend Plus), una papilla energizante a base de soja y ma¨ªz, rica en prote¨ªnas y f¨¢cil de digerir, para los m¨¢s peque?os
¡°Hasta 2014 viv¨ªa una infancia feliz y despreocupada con mi familia. A los 17 a?os, empec¨¦ a ir al colegio¡± cuenta Martha*, de 20 a?os. ¡°Entonces comenz¨® todo. ?l me ve¨ªa cada d¨ªa camino del colegio. Era alto y mucho mayor que yo. Ten¨ªa 35 a?os. Era un oficial rebelde de alta graduaci¨®n del Ej¨¦rcito Popular de Liberaci¨®n de Sud¨¢n en la oposici¨®n. Me segu¨ªa y quer¨ªa conseguirme por todos los medios. Yo lo ¨²nico que quer¨ªa era seguir yendo al colegio y vivir con mi familia. Nunca hab¨ªa tenido novio, pero, en nuestra tradici¨®n y nuestra cultura, lo que yo quer¨ªa para m¨ª no ten¨ªa importancia¡±, explica con su voz t¨ªmida e infantil. Parece a punto de llorar. ¡°Mis padres me pegaron y me obligaron a convertirme en su mujer. ?l tuvo que entregar a mi padre 35 vacas y entonces me vendieron, como a tantas mujeres en Sud¨¢n del Sur. Luego me enter¨¦ de que yo era su segunda esposa. Nunca conoc¨ª a la otra, que era de Bor, en el estado de Junqali¡±.?
En 2014, la ciudad de Bentiu fue bombardeada por tropas gubernamentales en una feroz batalla y qued¨® totalmente arrasada. ¡°?l¡± la llev¨® al campo de refugiados, la dej¨® embarazada por primera vez y volvi¨® a la guerra. A principios de 2017, la joven dio a luz a su segundo hijo, y en junio su marido contrajo una larga enfermedad.
¡°En junio supe que estaba enfermo¡±, recuerda. ¡°No sab¨ªa qu¨¦ ten¨ªa¡±. Se hab¨ªa quedado muy delgado y estaba esquel¨¦tico. El hombre fuerte que la compr¨® se hab¨ªa derrumbado. Todo piel y huesos, parec¨ªa una ruina calcinada, como uno de los muchos tanques y veh¨ªculos abandonados en la carretera. No quer¨ªa tomar medicamentos ni comer, se arrancaba las v¨ªas por donde le administraban la medicaci¨®n y era demasiado orgulloso para permitir que le ayudasen. A la pregunta de si alguna vez lo hab¨ªa querido, Martha evita responder. En su cultura, escapar con sus hijos no es una opci¨®n. Una mujer se queda junto a su marido, aunque no haya documentos oficiales que confirmen el matrimonio.
El campo de Bentiu est¨¢ protegido por tropas de Naciones Unidas y acoge a unos 120.000 refugiados, lo cual lo convierte en el campamento m¨¢s grande de Sud¨¢n del Sur. En el asentamiento reinan unas condiciones inhumanas. El suelo est¨¢ contaminado, las letrinas desaguan la inmundicia en los canales, y hay que luchar a diario para conseguir comida y agua. El agua potable se distribuye dos veces al d¨ªa en los puntos de abastecimiento. Los nueve litros por persona tienen que bastar para beber, cocinar, lavar y limpiar, y para la higiene personal. Cargados con sus garrafas amarillas de 20 litros, las mujeres y los ni?os esperan pacientemente en las largas colas ¨Ca menudo de varias horas¨C junto a los puestos de distribuci¨®n para recoger su raci¨®n diaria.
En el abarrotado campamento, el comienzo de la estaci¨®n de lluvias empeora las condiciones de vida y provoca la r¨¢pida propagaci¨®n de las enfermedades infecciosas. El asentamiento es terreno abonado para las epidemias y las afecciones. Pero peor que el hambre y el sufrimiento f¨ªsico es el miedo. El miedo a la violencia desatada que impide que la gente est¨¦ tranquila en ning¨²n momento. Por la noche, miembros de las bandas y hombres de uniforme saltan las improvisadas vallas de alambre sostenidas por endebles postes que rodean el campo. Armados hasta los dientes y empu?ando viejos Kal¨¢shnikov AK-47 que han sido disparados miles de veces, deambulan por los campamentos para robar. Y si no vienen de fuera, son los grupos de saqueadores del propio campamento los que alborotan y hacen da?o. Aqu¨ª la vida est¨¢ llena de miedo, violencia y adversidad.
La gran celebraci¨®n y la realidad
Tras d¨¦cadas de guerra civil, Sud¨¢n del Sur consigui¨® separarse del norte ¨¢rabe en 2011. La poblaci¨®n lo celebr¨® porque el 90% hab¨ªa luchado mucho tiempo por la independencia y luego hab¨ªa votado a favor de ella. Pero el sue?o fue breve.
En diciembre de 2013, estall¨® una disputa entre el nuevo presidente, Salva Kiir, y su antiguo vicepresidente, Riek Machar, y ya no hubo vuelta atr¨¢s, a pesar de que en el pasado ambos hab¨ªan luchado codo con codo por la independencia. Kiir, que pertenece a la tribu dinka, y Machar, que es nuer, representan a los dos grandes grupos ¨¦tnicos del pa¨ªs. En la joven rep¨²blica unificada, el poder ha estado en manos de los dinka. El gran sue?o del pa¨ªs se derrumb¨® a la par que se desintegraba un Ej¨¦rcito, cuyos soldados llevaban meses esperando sus pagas hasta que decidieron que ten¨ªan carta blanca para cobr¨¢rselas saqueando los pueblos, los campamentos y los convoyes de ayuda humanitaria. En muchas zonas del pa¨ªs, los diferentes grupos ¨¦tnicos empezaron a perseguirse unos a otros con incre¨ªble brutalidad. Machar se retir¨® con su ej¨¦rcito al estado de Unidad, en el norte, un territorio cercano a los pozos de petr¨®leo, el oro negro que se supon¨ªa que iba a llevar la prosperidad al pa¨ªs. Pero la devastaci¨®n y los disturbios que imperan en la rep¨²blica han tenido un efecto paralizante sobre la producci¨®n petrolera.
El Ej¨¦rcito Popular de Liberaci¨®n de Sud¨¢n (SPLA) ¡ªel ej¨¦rcito de Kiir¡ª y el actual Ej¨¦rcito Popular de Liberaci¨®n de Sud¨¢n en la Oposici¨®n (SPLA/IO) ¡ªque no es solo el ej¨¦rcito de Machar, sino tambi¨¦n la antigua fuerza rebelde del pa¨ªs?¡ª est¨¢n enfrentados. Sin embargo, no son los ¨²nicos actores que intercambian disparos y libran una guerra de guerrillas. Como resultado de la desintegraci¨®n de las fuerzas armadas, hay tambi¨¦n numerosos grupos escindidos que forman nuevas bandas criminales e incontables milicias repletas de j¨®venes que no dejan de echar le?a al fuego. Todos ellos tienen en com¨²n el odio y los actos violentos que cometen. La declaraci¨®n de un alto el fuego unilateral por parte de Kiir tampoco condujo a la paz.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ¡ªel organismo que se ocupa de las personas en busca de refugio¡ª ha hecho sonar las alarmas a ra¨ªz del tr¨¢gico aumento del n¨²mero de solicitantes de asilo. Con 2,5 millones fuera del pa¨ªs a d¨ªa de hoy, Sud¨¢n del Sur se convert¨ªa ya en 2016 en el escenario de la mayor crisis de refugiados de ?frica y, en consecuencia, de la tercera mayor del mundo solo por detr¨¢s de Siria y Afganist¨¢n, aunque sin recibir la misma atenci¨®n p¨²blica. Mientras tanto, las misiones de ayuda humanitaria han sufrido un d¨¦ficit cr¨®nico de financiaci¨®n.
La odisea
El cielo se cubre r¨¢pidamente de nubes grises y oscuras. No cabe duda de que la estaci¨®n de lluvias ha empezado en Bar el Gazal del Norte, el estado m¨¢s septentrional, pobre y remoto del pa¨ªs. La lluvia incesante convierte los caminos en lagos, y los tramos que no est¨¢n totalmente cubiertos de agua se transforman en lodazales, lo que hace que las carreteras sean intransitables.
¡°En ?frica tenemos unas tradiciones que respetamos, y el nacimiento del primog¨¦nito es una ocasi¨®n especial¡±, explica Abak Mukech. Evidentemente traumatizada por lo sucedido, esta abuela descansa en una cama del hospital de M¨¦dicos Sin Fronteras (MSF) en Aweil. ¡°Estuvimos dos d¨ªas intentando dar a luz al beb¨¦ con la ayuda de una comadrona que vive en el pueblo. Los dolores del parto ya hab¨ªan empezado, pero hubo complicaciones, y Aguek, que solo ten¨ªa 19 a?os, empez¨® a sangrar, as¨ª que decidimos cogerla a ella, a mi hijo William y a la comadrona y emprender el d¨ªa de camino a pie desde el pueblo de Mayen Pajok hasta los servicios de emergencia que hay cerca de la frontera¡±. Con los ojos empa?ados, mira pensativamente al beb¨¦ prematuro, peque?o e indefenso, envuelto en una descolorida manta verde. Mayen Pajok, el pueblo donde vive, es una aldea intacta y lejana con escasas infraestructuras, pocos recursos, y unos elevados ¨ªndices de enfermedad. Los servicios m¨¦dicos quedan a un d¨ªa de distancia.
Pero las cosas no salieron como esperaban, y ese d¨ªa la suerte tom¨® un rumbo distinto. Todos intentaron ayudar a Aguek cogi¨¦ndola por los brazos, carg¨¢ndola y tirando de ella. Hac¨ªa mucho calor y el camino era accidentado. El barro se les pegaba a los pies y tuvieron que seguir descalzos. Y entonces sucedi¨® lo que toda madre teme: Aguek tuvo que dar a luz detr¨¢s de un arbusto de una polvorienta pista rural sin asfaltar, sin ninguna clase de asistencia m¨¦dica. Muri¨® en el parto y nunca lleg¨® a sostener a su hijo entre sus brazos. ¡°Fue horrible¡±, recuerda Mukech. ¡°Nos sent¨ªamos impotentes, no sab¨ªamos qu¨¦ hacer. Primero la dejamos all¨ª tendida y pusimos a salvo a su hijo. Despu¨¦s volvimos y cargamos su cuerpo sin vida hasta nuestra casa. La enterramos en el jard¨ªn¡±.
Sud¨¢n del Sur tiene 12 millones de habitantes y depende total y permanentemente de la ayuda de la comunidad internacional
Pero la odisea todav¨ªa no hab¨ªa llegado a su fin. Tuvieron que recorrer tres d¨ªas de camino hasta un centro de atenci¨®n primaria que se supon¨ªa que era de los mejores. Tuvieron suerte y se encontraron con buenas personas que, conmovidas por su sufrimiento, se compadecieron de ellos. Sin hacer caso de sus propias desgracias, les dieron un poco de leche de vaca para que se la llevasen y se la diesen al beb¨¦. William, que con sus 25 a?os todav¨ªa es m¨¢s un ni?o que un padre, intentaba por todos los medios llegar r¨¢pidamente a la ciudad de Aweil. Sab¨ªa que cada minuto era precioso porque el peque?o necesitaba ayuda urgente.
¡°Despu¨¦s de muchas s¨²plicas, encontramos unos bodaboda ¡ªlos mototaxis locales¡ª a mitad de camino¡±, cuenta el joven. ¡°Entonces conseguimos llegar a Aweil en dos d¨ªas. Est¨¢bamos muy d¨¦biles y no ten¨ªamos dinero. Ten¨ªa que fiarme de la experiencia de mi madre. Yo ya no sab¨ªa qu¨¦ hacer¡±, susurra hundido. ¡°Ten¨ªamos que salvar al beb¨¦. Ni siquiera ten¨ªa nombre todav¨ªa¡±. El centro p¨²blico de urgencias tampoco pod¨ªa ayudarlos. Los botiquines estaban vac¨ªos, la leche de sustituci¨®n era cara y ni siquiera hab¨ªa. ¡°Nos mandaron al hospital infantil de M¨¦dicos Sin Fronteras. Ahora estamos aqu¨ª y nos han dado algunos cuidados b¨¢sicos, pero tiene que haber alguna manera de salir de esta situaci¨®n. No podemos contar con la ayuda del Estado ni permitirnos la leche de sustituci¨®n. ?Qu¨¦ se supone que vamos a hacer ahora?¡±
Sud¨¢n del Sur tiene 12 millones de habitantes y depende total y permanentemente de la ayuda de la comunidad internacional y de los suministros de socorro. Aun as¨ª, el Gobierno act¨²a como si fuese el gigante Goliat, jugando al tira y afloja con Naciones Unidas y las organizaciones internacionales de asistencia, y ocultando que recibe miles de millones de ayuda al a?o. El pa¨ªs m¨¢s joven y m¨¢s pobre del mundo gasta el 60% de su presupuesto nacional en seguridad, y reserva tan solo el 2,3% ¡ªseis millones de euros¡ª para la sanidad, algo que no parece alterar a los cargos del Gobierno responsables de ello. Esta gente ha cambiado sus uniformes por trajes de marca y lujosas limusinas.
Hotel - Alfa - Tango
Los aviones de Naciones Unidas vuelan en c¨ªrculo como grandes p¨¢jaros de acero blanco en el cielo de Hat, en el estado de Junqali. ¡°Hotel ¨C Alfa ¨C Tango¡± es la abreviatura oficial de radio para Hat, una regi¨®n cubierta de r¨ªos y pantanos. En ella, 9.500 personas buscaron protecci¨®n de los brutales ataques. Sin acceso a ninguna clase de suministros, viven en remotas aldeas alejadas de todo, de manera que a menudo tienen que viajar varios d¨ªas en canoa para ir de un pueblo a otro. Los refugiados dependen de las organizaciones de ayuda humanitaria para conseguir alimento y medicinas. Tambi¨¦n aqu¨ª los habitantes comparten la suerte que les toque.
Desde julio hasta noviembre de 2017 no han llegado alimentos a la zona, y los casos de c¨®lera aumentan r¨¢pidamente. Se trata del brote de esta enfermedad m¨¢s largo y letal desde que Sud¨¢n del Sur obtuvo la independencia. Seg¨²n los l¨ªderes de la comunidad, m¨¢s de 100 personas han muerto de hambre y 240 de c¨®lera. El Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas respondi¨® enviando a la zona a Johnny Airdrop, como muchos de sus compa?eros llaman al keniano experto en misiones en Sud¨¢n del Sur. ?l es el jefe de campo, y actualmente trabaja con un equipo de la Organizaci¨®n de Naciones Unidas para la Alimentaci¨®n y la Agricultura (FAO) preparando a los habitantes de la zona para recibir los suministros lanzados desde el aire.
El terreno es demasiado pantanoso, as¨ª que all¨ª solo pueden aterrizar helic¨®pteros. Se espera que los 174.000 kilos de provisiones, material para redes de pesca y semillas para hortalizas de crecimiento r¨¢pido ayuden a la poblaci¨®n local y eviten que m¨¢s personas sean v¨ªctimas del hambre. Los alimentos deber¨ªan bastar para 30 d¨ªas. Se calcula que, en ese plazo, los habitantes de la comunidad de Hat habr¨¢n acabado de confeccionar las redes para las aguas rebosantes de peces y habr¨¢n empezado a cosechar las hortalizas.
¡°ONU-Oscar 080 Hotel, bienvenido a Hotel-Alfa-Tango. Por favor, p¨®ngase en contacto con nosotros un minuto antes de su llegada¡±, se puede o¨ªr a duras penas en la radio. Johnny est¨¢ en plena tensi¨®n porque el aterrizaje de la carga es cuesti¨®n de precisi¨®n y seguridad. No puede permitirse ning¨²n error. La zona donde se supone que se realizar¨¢ el lanzamiento, conocida tambi¨¦n como ¡°el buz¨®n¡±, se marc¨® y se despej¨® hace unos d¨ªas. Diez minutos antes de cada entrega no se permite que nadie ande por los alrededores. A continuaci¨®n, los pilotos reciben la luz verde de este hombre de 52 a?os, padre de siete hijos. ¡°Listos para lanzar¡±. Entonces el viejo pero fiable avi¨®n ruso Ilyushin II-76s abre las pesadas compuertas de la bodega de carga y, desde una altura de 300 metros, suelta las tandas de provisiones con los alimentos que la gente lleva meses esperando. Algunos paquetes pesan 50 kilos y caen a velocidad de v¨¦rtigo en las zonas marcadas.
¡°Ayer ya estaban aqu¨ª¡±, dice Johnny. ¡°Conocen bien las zonas y tienen mucha experiencia en el terreno. No es f¨¢cil. Tienes que calcular la velocidad del viento e introducir los datos de registro exactos, lo cual requiere afinar bastante. Un paquete que cae a 150 kil¨®metros por hora desde 300 metros puede matar a alguien. Ayer uno golpe¨® a una mamba verde, una de las muchas serpientes que se esconden en los herbazales. Necesitamos que haya fuerzas de seguridad, desarmadas, por supuesto, para que mantengan a la gente fuera de la zona de lanzamiento y para evitar posibles pillajes. El hambre puede volverla loca¡±.
Los estudios realizados en el campamento de Bentiu por las organizaciones de ayuda humanitaria calculan que bastante m¨¢s del 10% de los refugiados tienen sida
El deseo de hacer el bien despu¨¦s de haber visto a las personas vulnerables de este mundo que llevan a?os sufriendo, y la disposici¨®n a enfrentarse a las dificultades que plantea distribuir provisiones sostenibles son los factores que transformaron a este africano fuerte y oscuro en cooperante, a menudo a costa del tiempo que dedicar¨ªa a su familia.
En los ¨²ltimos tiempos, Johnny, que trabaj¨® durante a?os como ingeniero mec¨¢nico en ?frica oriental, ha estado a cargo de los pesados convoyes de ayuda humanitaria que atraviesan Sud¨¢n del Sur. Una tarea nada f¨¢cil en un pa¨ªs sacudido por la guerra civil. ¡°Cog¨ªamos entre 20 y 30 camiones pesados y los llev¨¢bamos por todo el pa¨ªs en una columna de unos dos kil¨®metros de largo¡±, explica. ¡°Cuando llov¨ªa, no se pod¨ªa ni avanzar por las pistas de tierra, y ten¨ªamos que acostumbrarnos a que detr¨¢s de cada esquina o de cada ¨¢rbol pod¨ªa esperarnos una sorpresa. Todo eso causaba problemas a nuestra organizaci¨®n. Adem¨¢s, hab¨ªa puntos de control por todas partes, y ten¨ªamos que pagar el llamado peaje. Entre Yuba y la frontera norte hay nada menos que 60 de estos puestos. El peaje cuesta entre cuatro y 20 d¨®lares. En una ocasi¨®n, nuestro convoy fue v¨ªctima de un ataque a¨¦reo y tuvimos que escondernos debajo de los ¨¢rboles. Mal asunto. Pero cuando ves las heridas y los abscesos de las plantas de los pies de la gente, de gente que trabaja mientas se muere de hambre, sabes lo que tienes que hacer¡±.
Pensativo, se sienta en uno de los muchos sacos lanzados desde el avi¨®n y repasa la lista de vuelos para las pr¨®ximas horas. Mira a los centenares de mujeres que se afanan por recoger los paquetes de la zona de lanzamiento para luego apilarlos cuidadosamente con ayuda de los hombres. Son hombres que organizan, ordenan, recuentan y comprueban los suministros de socorro. Los grupos m¨¢s r¨¢pidos consiguen una bonificaci¨®n especial. No hay tiempo para pensar en c¨®mo dividir el trabajo de manera justa, porque las pr¨®ximas entregas est¨¢n a punto de empezar.
Mientras tanto, en el poblado central, los equipos de trabajadores del Programa Mundial de Alimentos y de la FAO se encargan de organizar y registrar el flujo de personas que no paran de llegar. Llevan sus cartillas de racionamiento rosas, descoloridas e intransferibles, vitales para su supervivencia, que parecen objetos de la Segunda Guerra Mundial. Empujadas por el hambre, muchas salieron de sus pueblos cuando oyeron que pronto habr¨ªa una entrega de alimentos. El largo periodo de espera y la angustia que rodea a los tan necesitados suministros pueden acabar temporalmente en pocos d¨ªas.
Una ma?ana
En el hospital de M¨¦dicos Sin Fronteras del campamento de Bentiu, la joven Martha se ha enterado de que su marido, que lleva varias semanas internado, tiene sida y tuberculosis, una combinaci¨®n habitual de enfermedades. El hombre lo ha mantenido en secreto durante meses, y ahora prefiere morir a que lo mantengan con vida en una unidad de terapia intravenosa. Ni siquiera su antiguo compa?ero y guardaespaldas, que ocupa la cama de al lado aquejado de las mismas dolencias, consigue levantarle el ¨¢nimo o que coma. Sin embargo, el tipo no se arrepiente de nada de su vida. Los estudios realizados en el campamento por las organizaciones de ayuda humanitaria calculan que bastante m¨¢s del 10% de los refugiados tienen sida.
Martha se pone r¨¢pidamente una mascarilla de protecci¨®n, se arregla el tradicional manto africano de colores que lleva encima del vestido y se dirige a la cama donde yace su marido enfermo. Salta a la vista que ya no la reconoce. Por en¨¦sima vez, ella intenta alimentarlo con una jeringuilla llena de alimento l¨ªquido. ?l la aparta y muere al cabo de unas horas. La inocencia juvenil de Martha tambi¨¦n muere en ese momento. Alguien envuelve el cuerpo de su marido en una bolsa de pl¨¢stico blanco. Ma?ana podr¨¢ recogerlo. Solo queda la cama del hospital, blanca y vac¨ªa.
Pocas veces un pa¨ªs ha desperdiciado tantas oportunidades tan r¨¢pidamente.
* Algunos nombres cambiados para proteger la identidad de las personas. Este texto forma parte del proyecto del libro Enduring Times/South Sudan de Peter Bauza con testimonios recogidos durante un lustro tras la independencia
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