Los macarrones de los que no hablan Murakami ni Thoreau: la cocina dom¨¦stica silenciada que alimenta las grandes obras
Los dos a?os que Thoreau estuvo en su caba?a aleccionando al mundo acerca de la vida esencial del hombre puro, su madre, Cynthia Dunbar, le llevaba una cesta con calzoncillos limpios, camisas planchadas y una fiambrera con macarrones cada dos d¨ªas
Estamos en 2004. Es un caluroso d¨ªa de verano en el despacho de Haruki Murakami. Un soplo de brisa h¨²meda juguetea con las cortinas de gasa por las que se cuela el zumbido mundanal de la calle principal de Aoyama, el equivalente tokiota del SoHo neoyorquino, seis pisos m¨¢s abajo.
¡ª?C¨®mo se estructura su jornada laboral habitual?¡ª pregunta el entrevistador.
¡ªCuando estoy escribiendo una novela ¡ªresponde Murakami¡ª, me levanto a las cuatro de la ma?ana y trabajo entre cinco y seis horas. Por la tarde corro diez kil¨®metros o nado mil quinientos metros (o hago las dos cosas), luego leo un poco y escucho m¨²sica. Me acuesto a las nueve de la noche. Mantengo esta rutina todos los d¨ªas sin variaci¨®n. La repetici¨®n en s¨ª misma se convierte en lo importante; es una forma de hipnosis. Me hipnotizo a m¨ª mismo para alcanzar un estado mental m¨¢s profundo. Pero mantener esa repetici¨®n durante tanto tiempo (de seis meses a un a?o) requiere grandes dosis de fuerza mental y f¨ªsica. En ese sentido, escribir una novela larga es como un entrenamiento de supervivencia. La fuerza f¨ªsica es tan necesaria como la sensibilidad art¨ªstica.
Esto es la transcripci¨®n literal, traducida por una servidora, de un retal de la conversaci¨®n entre John Wray y el escritor japon¨¦s publicada en el 170 de The Paris Review, presumiblemente la revista literaria m¨¢s prestigiosa del mundo. Aflora a la superficie del mar de memes inspiracionales que pueblan los corchos de las salitas del caf¨¦ de los edificios de oficinas y las redes sociales cada oto?o, cuando el bombo que contiene las bolitas con los nombres de los candidatos a la rifa del Premio Nobel de Literatura empieza a girar.
Esto es miel para la boca del seguidor del credo de la Productividad y la Eficiencia, que ve en todo hombre una isla autosuficiente; un ser llamado a hacerse a s¨ª mismo a base de sentadillas, meditaci¨®n y suplementos prote¨ªnicos.
Murakami habla de su disciplina y de c¨®mo la resistencia y la fuerza f¨ªsica est¨¢n ¨ªntimamente ligadas a la fuerza mental que requiere la creaci¨®n art¨ªstica, pero se olvida de los macarrones. Y es que es imposible sacar el talento a relucir sin estar vivo, y para estar vivo hace falta un suministro m¨¢s o menos regular de macarrones o su an¨¢logo.
No se puede nadar un kil¨®metro y medio cada tarde sin haber comido, ni vestirse por las ma?anas para ir a correr sin tener calcetines ni pantalones limpios. Tampoco se pueden tener diez horas diarias de silencio sin nadie que se encargue del tel¨¦fono, del correo electr¨®nico, de avisar al fontanero para que le eche un vistazo al desag¨¹e del fregadero, de enchufar el repelente de mosquitos, de hacer la comida y la cena, de poner y tender lavadoras, de planchar, de cambiar las s¨¢banas, de pasar el trapito, de sacar la basura, de barrer y de hacer la compra.
En el caso de Haruki Murakami, el muro que mantiene el mundo de lo banal a raya para que El Escritor pueda ponerse la escafandra y desplegar su disciplina tiene nombre y apellidos: Yoko Murakami.
Hay alternativas a casarse, claro. Se puede ser Hillary Banks en El Pr¨ªncipe de Bel-Air y mudarse a la casa de la piscina. Se pueden tener entre cuatro y seis a?os e independizarse en una tienda de campa?a en el sal¨®n. Se puede estar en paro y vivir con los padres, o se puede tener solvencia econ¨®mica suficiente como para escribir en una habitaci¨®n de hotel con servicio de habitaciones como hac¨ªa Maya Angelou. Pero antes que disciplina y fortaleza mentales y f¨ªsicas, lo imprescindible para seguir esa rutina durante tanto tiempo es contar con personal de servicio que se encargue de la intendencia, o tener a mano una madre o una esposa que asuma ese trabajo sin cobrar. Esto no es nada nuevo, Judy Syfers en los 70 ya se hac¨ªa eco de lo practiqu¨ªsimo que es en la vida tener una esposa.
Me viene a la cabeza el caso sonado de Henry D. Thoreau (1817-1862), fil¨®sofo, anarquista ut¨®pico y aclamado escritor de Walden o la vida en los bosques, la cr¨®nica de dos a?os de vida en una rudimentaria caba?a en el bosque siguiendo sus propios preceptos: sin otra ayuda que la de sus manos, sin otro alimento que el cultivado por ¨¦l mismo, sin compa?¨ªa ni civilizaci¨®n ni distracci¨®n alguna que pudieran privarle de sorber de la vida su tu¨¦tano esencial. ¡°La riqueza de un hombre se mide por la cantidad de cosas de las que puede privarse¡±, escribi¨® el adalid del Trascendentalismo. En The Days of Henry Thoreau, la biograf¨ªa que el acad¨¦mico Walter Harding escribi¨® sobre ¨¦l, sin embargo, leemos que a lo largo de los dos a?os que Thoreau estuvo en esa caba?a aleccionando al mundo acerca de la vida esencial del hombre puro, su madre, Cynthia Dunbar, le llevaba una cesta con calzoncillos limpios, camisas planchadas y una fiambrera con macarrones cada dos o tres d¨ªas.
Se puede ser un genio y escribir grandes obras sin dar tantas lecciones de hero¨ªsmo. Dostoievski escrib¨ªa en estallidos furiosos de alcoholismo despu¨¦s de haber pasado dos semanas tirado en la cama en estado semi comatoso tras un ataque epil¨¦ptico. Cada autor tiene sus bioritmos, sus din¨¢micas y su estilo.
Pero antes de aplaudirse demasiado el m¨¦rito uno mismo o de dar lecciones de autodisciplina, hay que dar gracias por los macarrones. Sin ellos, no hay Gran Obra.
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