Duelo: perder a alguien es perdernos a nosotros mismos
El dolor por la muerte de un ser querido no supone solo vivir la p¨¦rdida, sino seguir viviendo con la conciencia de que nos falta algo, escribe el psicoanalista italiano Massimo Recalcati en su ¨²ltimo ensayo, del que ¡®Ideas¡¯ ofrece un adelanto
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Perder a quien daba sentido a nuestra vida significa perdernos a nosotros mismos. Son las dos caras del trauma de la p¨¦rdida: el objeto se hunde en la nada y el sujeto lo sigue. La p¨¦rdida del pecho es tambi¨¦n la p¨¦rdida del ser del ni?o. Esto significa que la desaparici¨®n de quienes hemos amado es ante todo la desaparici¨®n de un lugar familiar: ya no est¨¢ donde lo ve¨ªa yo, donde sab¨ªa que se hallaba, ya no est¨¢ en nuestra casa, en nuestra cama, ya no est¨¢ aqu¨ª, ya no se presenta en ese sitio donde yo siempre lo esperaba. Hablando de Camus ¨Ccuya temprana muerte se debi¨® a un accidente automovil¨ªstico¨C, Sartre recordaba la perturbadora sensaci¨®n que sent¨ªa cuando caminaba de noche por la calle donde viv¨ªa su amigo sin poder ver ya la luz en su ventana. Algo se hab¨ªa apagado, el mundo ya no contemplaba su presencia y, por lo tanto, su rostro hab¨ªa cambiado para siempre.
La p¨¦rdida de ese lugar familiar que el Otro representaba para nosotros conduce a la sensaci¨®n de que ya no hay lugar para quienes nos quedamos aqu¨ª. La muerte de los que hemos amado y perdido arrebata a la vida su propia condici¨®n de lugar habitable. La vida ofendida por el trauma de la p¨¦rdida advierte que sin el Otro no hay lugar ya para estar. Es el car¨¢cter definitivo (¡°el ala negra de lo definitivo¡±) que acompa?a a toda muerte, como puntualmente escribe Barthes en Diario de duelo, relatando su luto personal por la muerte de su amada madre. Y, sin embargo, en contraste con esta ausencia definitiva, todo contin¨²a como antes. La vida de los dem¨¢s discurre con toda normalidad mientras nosotros, que hemos perdido el lugar que daba sentido a la vida, nos convertimos en espectadores excluidos de la vida misma. Es la condici¨®n b¨¢sica de todo duelo: seguimos percibiendo la presencia del objeto perdido entre nosotros, por mucho que ya no est¨¦. Una interrupci¨®n sin posibilidad de recuperaci¨®n ha excavado un foso infranqueable entre nosotros, ha hecho definitiva esta ausencia.
La muerte de alguien a quien hemos amado profundamente es ante todo la muerte de una presencia que tiene la forma singular e insustituible de un cuerpo. El primer lugar que se pierde, cuando el Otro desaparece, es precisamente el lugar de su cuerpo. Este cuerpo ya no est¨¢ ah¨ª, ya no resulta visible, ha entrado en otro lugar o en ning¨²n lado, pero lo indudable es que se ha ido para siempre. Pese a que ese cuerpo haya sido el pa¨ªs que m¨¢s he visitado, cuyos rincones he podido conocer en profundidad, cuya geograf¨ªa he ido asimilando a lo largo de los a?os, es como si ahora se me prohibiera brutalmente cualquier derecho de acceso. El pa¨ªs que tanto he amado ¨Cel pa¨ªs del cuerpo del Otro¨C ya no existe, ha sido borrado de todo mapa, se ha hundido, ya no puedo visitarlo. Esto es lo que experimentamos en cada duelo: no hay recuerdo capaz de restituirnos la presencia sensible del cuerpo de quienes ya no est¨¢n con nosotros. Su paso, su piel, sus ojos, su sonrisa, su voz, su ropa. Todo ha desaparecido para siempre. Ya no existe el lugar del cuerpo que amaba y ya no existe ning¨²n lugar donde este cuerpo pueda ser encontrado de nuevo. Es el fin de un mundo, del mundo compartido de los amantes, del mundo del Dos. Es la dimensi¨®n desgarradora de todo duelo, su definitiva verdad. Si la existencia del Otro ampliaba el horizonte de mi mundo, su desaparici¨®n lo restringe, lo comprime, lo arrincona. El dolor de la p¨¦rdida es un dolor que quita el aliento a la vida porque reduce la propia vida a un dolor. No solo el que nos provoca la p¨¦rdida del objeto, sino un dolor que impregna toda la existencia. La atrocidad de la experiencia del duelo estriba en esto: no consiste ¨²nicamente en vivir el dolor de la p¨¦rdida, sino en vivir la propia existencia ¨Cprivada de la p¨¦rdida¨C como dolorosamente perdida. La existencia de quien ya no est¨¢ se convierte en una suerte de cielo sombr¨ªo que se extiende sobre todas las cosas.
Entre los libros m¨¢s conmovedores y puntuales sobre la experiencia del duelo, no puede dejar de mencionarse Una pena en observaci¨®n ¨Cque en italiano se titula precisamente Diario de un dolor¨C, de C. S. Lewis, escrito por el prestigioso medievalista, profesor de Cambridge y creyente practicante tras la muerte de su amad¨ªsima esposa. Lo primero que llama la atenci¨®n de su relato es la extra?a continuidad que parece establecerse entre la ausencia del objeto amado y la ausencia de Dios. En efecto, ambos conocen solo el lenguaje del silencio: su mujer no puede responder a las palabras que ¨¦l le dirige y Dios se le aparece como un ¡°tel¨®n de acero¡±, un ¡°cerrojazo en la puerta¡± frente a sus plegarias. Este doble silencio ¨Cel silencio de su amada fallecida y el silencio de Dios¨C vuelve a poner en el centro de su vida la verdad que todos querr¨ªamos olvidar: todo v¨ªnculo implica la posibilidad de su disoluci¨®n no como una eventualidad entre otras, sino como su destino inevitable. Incluso entre los amantes que se juran amor para siempre, la muerte caer¨¢ fatalmente como una cuchilla para separar a los Dos. Entre el ¡°para siempre¡± del amor y el de la muerte, triunfa el de la muerte puesto que, por m¨¢s que en los sue?os rom¨¢nticos los amantes aspiren a morir juntos, abrazados, confundidos el uno en el otro, por m¨¢s que decidan incluso darse la muerte al mismo tiempo, acabar¨¢n transitando irremisiblemente por caminos diferentes. Por tal motivo comparaba Freud la angustia ante la muerte con la angustia ante la castraci¨®n.
¡°Toda la realidad es iconoclasta¡±, escribe Lewis en su grito de dolor. ?Qu¨¦ significa eso? Significa que no podemos vivir solo de im¨¢genes, de ideas, ni siquiera de la idea de que existe un alma que sobrevive despu¨¦s de la muerte del cuerpo, porque nuestro deseo requiere la ¡°realidad s¨®lida e independiente¡± de quien deseamos, la realidad de su cuerpo. Por ese motivo, la desaparici¨®n definitiva del cuerpo de la amada coincide con la desaparici¨®n de nuestro propio lugar del mundo. En una carta reciente, una de mis pacientes me escribi¨® que nuestro apego a los objetos materiales, a las cosas que amamos, expresa nuestro rechazo a la muerte porque est¨¢n destinados a sobrevivir a nuestras vidas. En los objetos que nos son m¨¢s cercanos y en los que hemos amado a lo largo del tiempo, siempre hay algo de nosotros que permanece, que aspira a sobrevivir, que evoca eternamente los lugares en los que hemos estado.
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