?Por qu¨¦ les ense?amos animales raros a los ni?os?
Hay una obsesi¨®n con dar a conocer bichos ex¨®ticos a los m¨¢s peque?os, pero ni siquiera les ense?amos bien qu¨¦ es una vaca o cerdo, m¨¢s all¨¢ de la bandeja de porexp¨¢n del supermercado. El veganismo, as¨ª, lo tiene dif¨ªcil
Mi hija ya dice ¡°cocodrilo¡±. No dice perro, ni gato, ni vaca. Dice cocodrilo (lo dice a su manera, claro). Yo solo he visto una vez un cocodrilo, en la lontananza de un r¨ªo de la selva Lacandona, en Chiapas (M¨¦xico), casi no se le distingu¨ªa entre el agua marr¨®n y los matorrales. Me dio miedo, pero estaba lejos. Tal vez haya visto otro, no lo tengo claro, en alg¨²n zoo o en alguna alcantarilla, donde dicen las leyendas urbanas que viven los caimanes dispuestos siempre a mordernos el culo. El caso es que puede que Candela nunca vea un cocodrilo, y si llega a ver cocodrilos, probablemente sean pocos, los que se pueden contar con los dedos de la mano. Si no te los ha comido un cocodrilo.
A las ni?as peque?as les ense?amos cocodrilos, elefantes, jirafas, leones, cebras y rinocerontes como quien ense?a unicornios: son casi seres fant¨¢sticos que se muestran idealizados, en vivos colores, con grandes ojos y rostros sonrientes. M¨¢s que animales reales son la idea plat¨®nica de esos animales que se encuentran en otro mundo y de la que los espec¨ªmenes individuales de nuestra realidad son solo una copia triste. En los cuentos, en los juguetes, en los papeles de pared y en los pijamas aparecen estos animales fabulosos y sonrientes, todo el rato, y hasta sabemos qu¨¦ sonidos hace cada uno. El le¨®n ruge, por ejemplo. El elefante hace ese sonido ag¨®nico, como si se estuviera muriendo, mientras mueve la trompa (s¨¦ imitarlo con el brazo, se lo hago a Candela, pero no lo pilla). Por cierto, no les ense?amos los nombres de los ¨¢rboles, el olmo, la acacia, el tejo, el chopo, que es una cosa que deben saber los poetas, pero que ning¨²n urbanita maneja con soltura, y eso es triste. El ¨²nico sonido que hacen los ¨¢rboles es el que hace el viento al pasar entre sus ramas.
Podr¨ªamos pensar que esa ense?anza zool¨®gica es consecuencia de lo salvaje y que algo diferente pasa con los animales domesticados, pero, exceptuando las mascotas (los perros y los gatos, fundamentalmente), un ni?o de ciudad (quedan pocos de campo) no llegar¨¢ a ver a muchas vacas, cerdos, pollos, caballos o burros. Yo he comido much¨ªsimas vacas, cerdos y pollos en mi vida, y, proporcionalmente, casi no he visto ninguno.
Si no se lo explic¨¢semos bien, los ni?os podr¨ªan llegar a creer que la ternera o el pollo son solo unas masas densas y flexibles de color rojizo o gris¨¢ceo, que se venden en los supermercados envueltas en bandejas de porexp¨¢n, y que bien podr¨ªan ser alimentos creados de manera industrial. Bueno, ya se generan en ominosas macrogranjas industriales, malas para los consumidores, para los animales y para el medio ambiente, y que solo benefician a sus propietarios, pero en las que preferimos no pensar demasiado (a veces me imagino las macrogranjas llenas de beb¨¦s, que no dejan de ser un animal peque?o). La carne industrial del futuro, que tal vez ya coma mi hija cuando de adolescente se vaya a ronear a la hamburgueser¨ªa, ser¨¢ esa fabricada sint¨¦ticamente, en laboratorio, sin sacrificar a un animal.
El veganismo, sin embargo, lo tiene complicado. Desde ni?os comemos esas masas gris¨¢ceas y rojizas, an¨®nimas y desanimalizadas, que no se sabe de d¨®nde demonios han salido. Y vemos en las carnicer¨ªas y en los envases dibujos infantilizados de cerdos y vacas sonrientes, como encantados de ser sacrificados y comidos, y nos parecen tan lejanos como las jirafas y los elefantes de la sabana africana y de los pijamas. Por eso podemos indignarnos por el horror de las macrogranjas en un programa de la tele mientras nos comemos una hamburguesa, sin caer en contradicci¨®n: esos animales de carne y hueso que maltratamos no pueden ser, aunque nos lo dicte el cerebro y la evidencia, los mismos que nos comemos. Lo sabemos desde que somos unos micos.
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