La ciudad de los ni?os abandonados
Entre 300 y 500 menores marroqu¨ªes sobreviven escondidos en las calles de Ceuta para evitar su deportaci¨®n
Una mano se aferra al alambre de espino. Detr¨¢s viene un cuerpo peque?o, de ni?o, que trepa el muro del puerto de Ceuta. Sortea los pinchos con la agilidad de un gato callejero. Desaparece por el otro lado. Una vigilante de seguridad fuma apoyada en una columna y contempla la escena sin inmutarse: ¡°Hay chavales saltando cada cinco minutos, pero justo detr¨¢s est¨¢ la Guardia Civil, tienen que correr mucho si no quieren que les pillen¡±, relata. Dos minutos despu¨¦s, el mismo cr¨ªo escapa por el tejado de una nave y salta la valla de nuevo hacia la calle. En el brazo asoman cortes infectados: el rastro de intentos anteriores. No habla espa?ol, pero alcanza a decir: ¡°Polic¨ªa. Correr. Hoy no¡±. Tiene 12 a?os, se llama Assim y desde hace dos meses es vagabundo.
Como ¨¦l, entre 300 y 500 menores, seg¨²n estimaciones de organizaciones como Unicef, Luna Blanca y Maakum, viven en la calle desde que el pasado 17 de mayo m¨¢s de 10.000 personas procedentes de Marruecos cruzaran la frontera. Y est¨¢n en cada esquina. Duermen en campamentos improvisados en el monte, en las escolleras, en caba?as construidas con basura en los barrancos ceut¨ªes. Para lavarse acuden a las duchas del paseo mar¨ªtimo o a cualquier fuente, a lo ancho y largo de los 18 kil¨®metros cuadrados de superficie de la ciudad. Para comer, piden.
Truncado el intento, Assim¡ªnombre que prefiere usar para preservar su anonimato¡ª se dirige a una gasolinera cercana, donde le esperan dos amigos, de 12 y 14 a?os. Tienen el cuerpo lleno de cicatrices y suciedad. Usan ropa vieja. Gastada. Uno de ellos pisa descalzo sobre un suelo ennegrecido, con restos de cristales y colillas. Se ofrecen a limpiar los coches que acuden a repostar a cambio de unas monedas. Enseguida se presenta un hombre mayor vestido con un ch¨¢ndal descolorido que mira receloso a los extra?os que llegan al lugar. Da ¨®rdenes en ¨¢rabe. Los ni?os retoman su faena.
Laura Bodend?rfer, oficial de protecci¨®n de la ni?ez de Unicef en el terreno, lo sintetiza as¨ª: ¡°Una vez en la calle son m¨¢s vulnerables. Caen en redes de trata, son explotados por adultos. Y evitar eso es responsabilidad del Estado. Deber¨ªa haber recursos suficientes para acogerlos a todos, pero hay que repartirlos por las comunidades¡±. Ceuta tiene habilitados varios centros de acogida, donde est¨¢n internados unos 800 ni?os, m¨¢s 70 ni?as en pisos tutelados. Los que permanecen fuera, lo hacen por un miedo atroz a ser deportados, alimentado por los rumores de devoluciones expr¨¦s a menores.
Se acerca mediod¨ªa y el hambre apremia. Assim sigue su ruta. En el bolsillo le queman un par de euros, el jornal de hoy, que no le llega para una comida decente. Las puertas del supermercado del puerto, frente a la estaci¨®n del ferry, est¨¢n pobladas desde media ma?ana por grupos de ni?os que, como ¨¦l, tienen que pedir para comer. Se agolpan ante las cristaleras. Gesticulan a la gente del interior para que les saquen algo. Si lo consiguen, comparten entre todos.
Al otro lado de la ciudad, en la ladera del monte Hacho, Hassan, Abdel, Samir y Abdullah ¡ªnombres ficticios¡ª vuelven de darse un ba?o en la playa. Son las seis de la tarde y el sol, que lleva horas castigando, empieza a aflojar. Dicen tener 17 a?os, pero sus hombros estrechos y sus caras imberbes delatan que quiz¨¢ no lleguen a los 13. Cruzaron a nado juntos en mayo. Han estado pidiendo por la ma?ana en el puerto. La tarde es para descansar. A unos 50 metros est¨¢ su guarida: tres pal¨¦s colocados entre un contenedor y el muro del cementerio de Santa Catalina. Dos colchones en el suelo. Sin techo. Ropa sec¨¢ndose en la pared.
Los cuatro cuentan que no muy lejos hay un campamento grande, donde duermen 30 menores, pero que ellos prefieren estar ah¨ª, m¨¢s cerca del mar. Dicen que quieren llegar a la Pen¨ªnsula. Que a Marruecos no vuelven. Que les gustar¨ªa trabajar como peluqueros, panaderos, carpinteros... Les da igual, en realidad. Hablan con sus familias a diario. Les animan a seguir adelante. Hasta que eso sea posible, matan el tiempo como pueden. Cuando baje el calor, ir¨¢n al paseo mar¨ªtimo con otros ni?os, como cada tarde, a jugar al f¨²tbol.
Jos¨¦ Luis Puerta, fiscal de Menores de Ceuta, se muestra inquieto sentado en una silla de la Fiscal¨ªa. Habla de desborde con resignaci¨®n: ¡°Esto es un problema que no tiene soluci¨®n. Siempre ha habido menores en la calle en Ceuta, entre 70 y 80. Quieren dormir cerca del puerto para coger un barco y marcharse a la Pen¨ªnsula. Son ni?os que por su cultura, por la forma de vivir que tienen, prefieren estar en la calle¡±.
Nayat Abdeselam fue educadora social en Premece (2018-2019), el ¨²nico programa p¨²blico que desarroll¨® la ciudad para trabajar con ni?os callejeros. Discrepa rotundamente con Puerta: ¡°No se puede reducir un problema tan grande a la cultura. Los chicos abandonan sus casas por la pobreza y la falta de recursos. Desde m¨¢s peque?os tienen la responsabilidad de ayudar a su familia¡±. Un informe de 2019 de la Asociaci¨®n Pro Derechos Humanos de Andaluc¨ªa la respalda y defiende que la mayor¨ªa de menores no vienen de la calle en Marruecos, sino que ¡°esa condici¨®n se da una vez que est¨¢n en Ceuta¡±.
Abdeselam cree que la situaci¨®n se ha agravado desde mayo: ¡°Un chico me dijo que quer¨ªa comprar un kayak para llegar a las costas andaluzas. Eso no lo vi cuando trabajaba, hay m¨¢s desesperaci¨®n. Adem¨¢s, ahora la polic¨ªa hace la vista gorda. No llevan a los ni?os a los centros¡±. La Polic¨ªa Local de Ceuta y la Nacional han rechazado hacer comentarios al respecto.
Una pareja de agentes vigila desde la sombra de un quiosco de helados a dos adolescentes que se enjabonan en las duchas p¨²blicas de Playa Ben¨ªtez. Bajo la condici¨®n de anonimato, dan la raz¨®n a Abdeselam: ¡°Hay miles de ni?os por las calles, pero solo nos los llevamos si quieren. Si no, los metemos dentro [en centros de acogida] y se escapan al rato¡±.
En una escollera cercana, dos chicos que no superan los 12 a?os asoman la cabeza por encima de un mont¨®n de pal¨¦s y mantas, una suerte de refugio precario al antojo de las mareas, compartido con ratas y cangrejos. A su alrededor hay restos de latas, botes de champ¨² vac¨ªos y prendas de ropa ro¨ªda. Miran a los extra?os con recelo. Como la mayor¨ªa, apenas hablan espa?ol.
¡ª?Pas¨¢is fr¨ªo aqu¨ª?
¡ªUn poquito.
¡ª?Y para comer?
¡ªUn poquito. Busca la vida.
La terraza de la cafeter¨ªa Monalisa, en el puerto, est¨¢ hasta la bandera de gente. Salen platos llenos de comida. Batidos de frutas, emparedados, hamburguesas. De la cocina llegan ruidos de cubiertos. Un chico se acerca t¨ªmidamente a los comensales. Pide con gestos algo que llevarse a la boca. Con discreci¨®n, uno de los camareros sale del local con una bolsa de papel llena de patatas fritas. Se la da al chaval. Este se retira junto a dos amigos, que vigilan con detalle cada movimiento desde una esquina. Sentados en un banco, a 50 metros del bar, devoran su raci¨®n en dos minutos. Y se quedan en el muelle, esperando, mientras persiguen con la vista el ferry de Algeciras, que se aleja de Ceuta, un d¨ªa m¨¢s.
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