Primer indicio
EL PA?S publica el relato ganador del II Premio de relato UNAM-Espa?a sobre la experiencia migratoria latinoamericana en Espa?a
Mientras est¨¢bamos los tres ah¨ª escurridos, apachurrados como plastilina, coloreados por las intermitencias de la televisi¨®n, pens¨¦ que s¨ª pod¨ªa dec¨ªrselo. Pens¨¦ que yo pod¨ªa llegar tranquilamente con ella, bien por la ma?ana, que a¨²n no hubiera nadie en el sal¨®n, y dec¨ªrselo. As¨ª. Simplemente. ¡°Oye, Luc¨ªa, perd¨®n, buenos d¨ªas, ?puedo hablar contigo?¡± Y dec¨ªrselo todo. Con mucho cuidado. ¡°Perd¨®n, no es que est¨¦ enojada contigo, de verdad, pero bueno, a m¨ª me hizo sentir un poco mal y te lo quer¨ªa decir.¡± Pod¨ªa. No iba a pasar nada si me acercaba as¨ª. Con calma. Simplemente. Pero yo segu¨ªa d¨¢ndole vueltas. Porque tal vez luego se empeoraba la situaci¨®n. Porque luego, ya de plano, no habr¨ªa nadie que se quisiera juntar conmigo, si ella se enojaba y si ella dec¨ªa algo y si todos le hac¨ªan caso, como siempre.
Mejor si no le dec¨ªa nada, ?no? Me gir¨¦ hacia el lado de mi abuela, que tambi¨¦n ten¨ªa la cara embarrada en la televisi¨®n, y le dije en secreto: Oye abue, como que estoy entristecida, y ella parpade¨® un poquito, reflexionando intensamente, y me contest¨® con cierto tono de obviedad: Pues si est¨¢s estre?ida vete al ¨¢rbol a comerte unos tejocotes, esos caen muy bien, mija y el Mauricio todo pendejo se empez¨® a carcajear entre sus babas rellenas de mocos, mientras la pel¨ªcula se esfumaba detr¨¢s de los comerciales: ?A poco no te sale la caca Marifer? Jijiji. Y a m¨ª me entraron todas las ganas de llorar, ah¨ª aplastada entre los dos en el centro del sill¨®n, abrumada de pronto por las im¨¢genes perfect¨ªsimas de la tele, porque aunque s¨ª estaba yendo muy bien al ba?o, ya no ten¨ªamos nuestro arbolito de tejocotes ah¨ª en el patio de la casa.
?No est¨¢n por ¨¢i mis tacones? Mi mam¨¢ se hizo gusano para asomarse entre nuestras patas, por debajo del sill¨®n. ?No los han visto ustedes? Su voz haciendo eco al chocar con las pelusas del inframundo. No, yo no. No, yo tampoco. El gato Mauricio, bautizado por mi hermano Mauricio en honor a su propio nombre, sali¨® despavorido de su escondite tras notar las manos buscadoras. Carajo. Mi mam¨¢ con sus ojos de mosquita turulata repasando las cuatro esquinas de la corta pared. Ay yo te los dej¨¦ arriba del refri mijita, para que se te enfriaran, dijo mi abuela. Mi mam¨¢ la mir¨® con una cara de verdadero desconcierto. Una mujer de ochenta y siete a?os arrastrando los tacones de animalprint desde la oscuridad del armario, sac¨¢ndolos de su caja de cart¨®n, desempolv¨¢ndolos dulcemente y deposit¨¢ndolos como quien pone la estrella en el arbolito de navidad, ah¨ª en la cima del refri.
El gato Mauricio ahora se hac¨ªa hueco en el lavabo de la cocina, cual plato sucio. A m¨ª ya me empezaba a doler la cabeza en ese momento, yo creo de tanto pensar. En realidad no tendr¨ªa que haberme complicado tanto con el discurso, pero ah¨ª estaba yo, pensando en la jeta que me har¨ªa Luc¨ªa a cada palabra que yo balbuceara frente a ella. La tele cambiaba de color. Mi mam¨¢ comenzaba a alzar la voz hacia mi abue: Ay mam¨¢ pero c¨®mo crees que, aunque r¨¢pidamente se call¨® ella solita. Expir¨®. Se inclin¨® con cuidado hacia el asiento en el sill¨®n, apoy¨¢ndose en la maleta que a¨²n ten¨ªamos botada a un lado de la entrada, y le dio un peque?o beso en la frente: Gracias mamita chula.
Mi mam¨¢ se alej¨® en un segundo, arrastrando sus chanclas por las losas que esa ma?ana hab¨ªa trapeado con mi hermano. La vi agarrar presurosa sus tacones felpudos y meterse con ellos al ba?o, azotando la puerta. ?Le abres si llega, Marifer!, aull¨® aunque estaba a tres metros de distancia, y yo le contest¨¦ con el mismo volumen: ?Aj¨¢!
Supuse que se iba a rasurar las piernas, o a pintarse las u?as de los pies, o a enchinarse el cabello con la plancha, o a retocarse el maquillaje, o a ponerse cucharas fr¨ªas sobre las bolsas de los ojos, o a cambiarse por tercera vez el peinado, o a arrancarse con cera ardiente los vellos de la zona ¨ªntima. Alguna vez, cuando avanzaban los ¨²ltimos meses de mi pap¨¢ en la casa, cuando faltaba poquito para que nos vini¨¦ramos ac¨¢, me pidi¨® que le ayudara sosteni¨¦ndole un espejito ah¨ª abajo. Recuerdo pensar que se ve¨ªa casi opaca, como deslavada, muy distinta a la m¨ªa.
Le quiero abrir yo, Marifer. Mauricio ya se estaba levantando del sill¨®n, desequilibrando el arreglo de los cojines que ahora se desparramaban por el lado de mi abuela. ?Se lo ped¨ª a tu hermana Mauricio!, contest¨® al instante mi mam¨¢, porque cuando s¨ª conven¨ªa, dej¨¢bamos de fingir que ese lugar era una mansi¨®n en la que los sonidos se perd¨ªan f¨¢cilmente. ?Ash! ?Y no me rezongues eh! Mauricio se encamin¨® hacia el mueble de la tele. Uno, dos pasos. Girando de reojo, me sac¨® la lengua, mi hermano de diez a?os, histri¨®nico.
Sobre ese mueble ten¨ªamos una planta de esas que crecen y crecen y que pueden arrastrar sus ramas hasta el suelo. En la tiendita que atend¨ªa una mujer china estaban etiquetadas como ¡°poto¡±, aunque en M¨¦xico las llam¨¢bamos ¡°tel¨¦fonos¡±, no s¨¦ realmente por qu¨¦. Fue la primera planta que compramos reci¨¦n llegados ac¨¢, bajo la promesa o amenaza de mi mam¨¢ de que si la cuid¨¢bamos bien podr¨ªamos comprar m¨¢s, pero dos meses pasados desde el ¨¦xito de nuestra resistente adquisici¨®n, segu¨ªa siendo la ¨²nica planta que ten¨ªamos.
Fue as¨ª como Mauricio agarr¨® la costumbre, tras descubrir en un video de YouTube que el famoso tel¨¦fono pod¨ªa sobrevivir pr¨¢cticamente donde fuera, de cortarle peque?as ramitas que luego plantaba en botellas rellenas de agua y depositaba en cualquier rinc¨®n medio posible.
?Son para regalar las plantitas? Mi abuela aplastaba los ojitos detr¨¢s de sus lentes, examinando. No, son para que tengamos m¨¢s. Mauricio dejaba el nuevo esqueje en el alfeizar de la ventana. Una ventana invadida por una gran malla de reja met¨¢lica que le daba un aspecto de gallinero al departamento, pero que en realidad no era m¨¢s que un mecanismo para que el Gato Mauricio no se nos escapara. Mi hermano volvi¨® a sentarse junto a m¨ª, devolviendo la estabilidad al sill¨®n. A esas horas comenzaban a pasar Pasapalabra en la tele.
Empieza por B. Instrumento de medici¨®n que mide la presi¨®n atmosf¨¦rica. Bar¨®metro. S¨ª. Yo, por supuesto, quise decirle a mi hermano que no ten¨ªamos m¨¢s plantas en la casa. Que ten¨ªamos la misma y ¨²nica planta de siempre, solo que ¨¦l la hab¨ªa despanzurrado a lo largo del min¨²sculo departamento. Comienza por C. Hora de la noche en que todo est¨¢ en silencio. Conticinio. S¨ª.
Pero con cualquier cosa que yo dijera mi hermano chillaba con su voz de pito. Qui ti pisi Mirifir, qui ti pisi. Si yo le dec¨ªa que estaba bien pendejo, que se le iban a morir todas sus pinches plantas en sus pinches botellas de agua me iba a decir Yi quiilliti Mirifir, ni quien ti pili Mirifir. Porque mi mam¨¢ ya llevaba un rato repitiendo la misma sentencia: Es que est¨¢s bien pesada Marifer, pero bien pinche pesadita te est¨¢s poniendo, eh. Y Mauricio le secundaba siempre alegando que s¨ª, que es que Marifer ya est¨¢ en la ¡°burrescencia¡±, refiri¨¦ndose a que yo era una burra en la v¨ªspera de la adolescencia, o una burra adolescente, o una adolescente transform¨¢ndose en burra. Burriscienta, Burriscienta, canturreaba el escuincle, mientras mi abuela nom¨¢s se quedaba aplastadita y callada envuelta en su sarape, siempre con fr¨ªo a pesar de que hiciera un calor infernal. Y el Mauricio chilla y chilla y chilla. As¨ª que mejor no dije nada.
E. Rey visigodo que gobern¨® entre los a?os 466 y 484 tras haber asesinado a su hermano Teodorico II. Pasapalabra. Tal vez pod¨ªa aligerar el acercamiento a Luc¨ªa pregunt¨¢ndole si ella tambi¨¦n hab¨ªa visto Pasapalabra con su familia. As¨ª como nosotros tres, ah¨ª embobados en las sucesiones de la rueda. Mi abue, el Mau y Yo. Desparramados como gelatina en el sill¨®n. Atendiendo al fulgor de la tele como hipnotizados. Como si hubiera algo de vida o muerte ah¨ª detr¨¢s del rostro seco del presentador. Como si intent¨¢ramos hallar el c¨®digo que le subyace. Como si Pasapalabra fuera el sumario de toda Espa?a, como si ese programa nocturno fuera su esencia misma y adivinar tan solo una de las respuestas fuera comenzar a comprender su verdad. El Gato Mauricio se tallaba la orejita con un tenedor del fregadero, plet¨®rico.
Y a¨²n entre el estruendo de la televisi¨®n, a un volumen de cuarenta y pico para que mi abue pudiera entender, se escuchaba la tonadita de mi mam¨¢ escabullirse por la ranura de la puerta del ba?o. TOOOdo sE dErrumB? dEntro de m?, dEEEntro de M?. Por cada alargamiento de las s¨ªlabas pod¨ªa traducir sus gestos frente al espejo, la mirada de hambre que se dedicaba a ella misma como anhelando una futura desesperaci¨®n. HAstA mI aliento yA, me sAbe a hiEl, mE sAbe a hiEeel. Estar¨ªa embarrando sus dedos impregnados de aceite corporal sobre la imagen de su reflejo, desprendida de la obligaci¨®n de limpiarlo despu¨¦s. Har¨ªa una mueca con los labios como si le estuvieran contando una tragedia, la cara afligida de una cantante de ¨®pera a pleno drama final.
A ver Marifer, vete aprendiendo las respuestas, a ver si luego te mandamos a la tele. Ay abue, no es tan f¨¢cil. Contiene la ?. Representarse en la fantas¨ªa im¨¢genes o sucesos mientras se duerme. So?ar. S¨ª. Mi abue envolvi¨¦ndose en el sarape, Mauricio sorbi¨¦ndose los mocos, el Gato Mauricio pl¨¢cidamente en el fregadero, mi mam¨¢ cantando ag¨®nicamente y yo pensando que s¨ª pod¨ªa dec¨ªrselo. Que bastaba con acercarme a ella el lunes cuando estuvieran llegando todos al sal¨®n: ¡°Oye Luc¨ªa, ?puedo hablar un momentito contigo?¡± Y dec¨ªrselo todo. As¨ª nom¨¢s. ¡°Pues es que la verdad me molest¨® un poco lo que dijiste el otro d¨ªa en el recreo.¡± Y ya. Dec¨ªrselo todo. ?No? No s¨¦. Capaz y me miraba con esa cara de conejo que tiene, preparando en su mente la venganza. Y yo ah¨ª bien pinche ingenua. Mirar¨ªa de reojo a su bolita de amigas carcaje¨¢ndose en el fondo del sal¨®n y ellas sabr¨ªan. Y ah¨ª s¨ª de plano ya ni amiga de Luc¨ªa, ni de las amigas de Luc¨ªa, ni de ninguno de los veinte del sal¨®n, que tambi¨¦n eran de alguna forma amigos de Luc¨ªa.
Tal vez deber¨ªa dejarme largo el cabello. Me tante¨¦ el contorno de la nuca y no hab¨ªa forma de que eso alcanzara para una trenza, o para dos chonguitos, o para una coleta, ni siquiera con gel. Imagin¨¦ todos los peinados que llevaban las ni?as de la escuela, perfectamente amarrados en ligas resistentes a las clases de educaci¨®n f¨ªsica, y luego me vi a m¨ª con mis pelos de estropajo, llegando tarde a clase con el almohadazo impreso en el cachete. Luc¨ªa con dos trencitas que le estiran la sien, d¨¢ndose la vuelta para pasarle un papelito a su amiga. Ambas ri¨¦ndose bajito. Ten¨ªa que dejarme largo el cabello.
Ya cuando mi abue dec¨ªa con un tono quejumbroso: ?Pues qu¨¦ no sabe c¨®mo llegar el condenado?, se escuch¨® la chicharra que ten¨ªamos por timbre en el portal: RIIIIIIIIIN. ?MARIFER VE A ABRIRLE! ?YA ESCUCH? YA VOY! RIIIIIIN. ?MARIFER! ?QUE S? CHINGADA MADRE! ?YA VOY! Yo con mi pijama de estrellas y unas pantuflas de tibur¨®n, alis¨¢ndome el cabello frente a la puerta. El interf¨®n: ?S¨ª? S¨ª, adelante. Es al fondo por las escaleras. S¨ª, de nada. Colgu¨¦. Exhal¨¦. Se escuch¨® el portal cerrarse, unos pasos arrastrados por el pasillo, las zancadas tUn tUn tUn como escalando de dos en dos los pelda?os. Le tuve que hacer Tsss, s¨¢cate s¨¢cate a mi hermano que ya estaba pegado frente a la puerta: S¨¢cate, neta Mauricio.
Yo ya ten¨ªa la mano sobre la manija cuando toc¨®. BZZZ BZZZ. Al abrirle irrumpi¨® en la casa un olor como a pino licuado, verdaderamente abrasador. Un olor que se impregnar¨ªa en la tela de nuestros cojines, en el pelaje del Gato Mauricio, en los pelitos de mis fosas nasales durante varios d¨ªas m¨¢s. El olor de hombre. Era un se?or muy alto, realmente muy alto. Llevaba unos mocasines lustrad¨ªsimos, unos pantalones acampanados al estilo setentero (Dios santo), un cintur¨®n de hebilla prominente, y la camisa abierta hasta la mitad, mostrando unos m¨ªseros vellitos enrulados. Muy buenas. Y el apret¨®n de su mano.
De lo poco que yo conoc¨ªa de Espa?a antes de que nos vini¨¦ramos a Espa?a (obviando la tortilla espa?ola) era Picasso, Picasso el pintor y los cuadros del pintor Picasso. Unos rostros desfigurados por el escurrimiento de sus facciones, las narices con la rigidez de una piedra y los ojos de lim¨®n exprimido, desinteresados. Rostros que yo r¨¢pidamente intu¨ª en las primeras personas que vi en el aeropuerto, en el control de migraci¨®n, en el taxista, en la gente de la calle. Todos me resultaban en cierta forma extracciones de un mismo pincel, de un mismo dios repartidor de su obra maestra. Personas picassianas de la tierra de Picasso. Pero este se?or. Este se?or era verdaderamente el culmen. Un se?or cubista de verdad. Era un hombre horrible.
Por m¨¢s que yo fuera una ni?a de poco llanto, en ese momento sent¨ª unas gigantescas ganas de berrear. Creo que nunca, en ninguna de todas las veces que le abr¨ª la puerta a un pretendiente materno, hab¨ªa pensado en mi pap¨¢. Y me desconcert¨® que lo primero que me hiciera recordarlo con tal fervor no fuera su condici¨®n de padre, su participaci¨®n en mi crianza, sus momentos de afecto, sino pensar que era mucho m¨¢s guapo que este asqueroso se?or.
Desde ese d¨ªa en el que vino el primer fulano a la casa (la casa nueva, la de ac¨¢), mi mam¨¢ me hab¨ªa dicho que ofreciera siempre: ?Quiere un vasito de agua? cuando lo invitara a pasar. Pero en ese momento lo ¨²nico que quer¨ªa decirle era ¡°V¨¢yase de aqu¨ª, se?or apestoso, al¨¦jese de mi mam¨¢, qu¨¦ se cree usted, pinche lagarto escurrido, ni se le ocurra volver a ense?ar su horrible jeta en esta casa eh, ?me escucha?¡±. Pens¨¦ en las consecuencias que me traer¨ªa un comentario de ese tipo y lo espant¨¦ de mi cabeza mientras serv¨ªa el vasito con la llave del fregadero.
Pens¨¦ tambi¨¦n en los ojos de mi pap¨¢. Unos ojos igual de oscuros que el chapopote ardiendo. Pens¨¦ que si saliera del grifo un genio fantasmag¨®rico como el de Aladd¨ªn, no dudar¨ªa en rogarle que me transportara a la piltrafa en la que estar¨ªa viviendo ahora. Que me llevara ah¨ª y que me dejara abandonada para siempre, lavando todo el d¨ªa los platos en el fregadero, tallando su ropa percudida, aguant¨¢ndole los esc¨¢ndalos nocturnos que le aguantaba mi mam¨¢. Con tal de no estar aqu¨ª. Con tal de estar frente a una cara afable, acomodada a la medida de mis recuerdos.
Ya le iba a alcanzar el vasito de agua a ese se?or que ten¨ªa espantada a mi abuela, de pronto un tamal enmudecido entre las m¨²ltiples frazadas, cuando mi mam¨¢ sali¨® taconeando del ba?o como si nada: Hola Juan, gracias por esperar.
Juan. El nombre del demonio. Le dio un beso en cada cachete, como se saludaban todos aqu¨ª (c¨ªnica hip¨®crita), tom¨® la bolsa de cuero falso que hab¨ªa dejado preparada en la silla del comedorsito. Bueno ni?os se cuidan, cuidan a su abuela, cenan bien, se duermen temprano, eh. Un intento de amenaza que ya desde entonces carec¨ªa del peso de anta?o. ?Ay las llaves! Las llaves, las llaves. Mi mam¨¢ agarr¨® las llaves que estaban junto al fregadero, prendidas de un recuerdito de Veracruz. Se acerc¨® a la frente de mi abuela. Adi¨®s mamita chula. Y se agarr¨® del brazo de ¡°Juan¡± antes de cerrarme la puerta en el hocico.
Juan¡
Contiene la Q. T¨¦cnica, actividad o deporte de montar a caballo. ?Equitaci¨®n! Grit¨¦ la respuesta sin siquiera darme cuenta. El maldito Juan, hijo de la chingada. A¨²n escuchaba las risas y los tacones de mi mam¨¢ descender precipitadamente por las escaleras. No quer¨ªa pensar en los desastres que har¨ªa cuando empezara a beber. Pensar en mi mam¨¢ bailando como desquiciada, subi¨¦ndose el vestido en medio de la calle, rodando por alguna avenida, vomitando en los zapatos de Juan. (Bueno¡) Mi mam¨¢ qued¨¢ndose dormida sobre las s¨¢banas con los tacones a¨²n puestos. Los tacones de animalprint. Me dej¨¦ caer entre los dos bultos del sill¨®n, de pronto enteramente fatigada.
Tal vez si le dec¨ªa a Luc¨ªa lo que pensaba nos hac¨ªamos amigas. Tal vez solo bastaba eso para que me pidiera perd¨®n. Para que admitiera, quiz¨¢s bajo un impulso de confianza, que ella tambi¨¦n sent¨ªa una tremend¨ªsima presi¨®n por agradar a los dem¨¢s. Que a partir de entonces podr¨ªamos comer juntas todos los recreos, ir al cine los mi¨¦rcoles, invitarnos a nuestras casas los fines de semana, as¨ª como hac¨ªa yo con Ana Pau antes de que nos fu¨¦ramos de Puebla. Sacudir¨ªa sus dos trencitas y me abrazar¨ªa. Tal vez.
?Est¨¢ pero recontrafeo el condenado ese! En la tele hab¨ªan pasado a unos cortes comerciales. Ay abue, ya ni me digas. Ya los tres cumpl¨ªamos con un mudo acuerdo de quedarnos aplastados ah¨ª hasta que comenzaran a rugirnos las tripas. Mi abue, el Mau y yo: tres pellejos derrotados.
Todav¨ªa entonces me pasaba que cuando sal¨ªa un anuncio de productos de higiene femenina me volv¨ªa roja, roja como jitomate. Aunque ya no estuviera presente mi pap¨¢ y solo fuera el pinche Mau el que se hac¨ªa el wey cuando se alumbraban resplandecientes las gotas falsas de menstruaci¨®n, notaba como si de pronto una fuerza celestial me desnudara, me abriera de piernas, me husmeara con sus manos invisibles y dijera en voz alta: ¡°S¨ª. Esta ni?a est¨¢ escurriendo sangre por la concha.¡±, para que todos lo supieran.
En este anuncio sal¨ªa una mujer alta, con el cabello recogido y ropa deportiva, prepar¨¢ndose para correr un marat¨®n. Se dejaba intuir que en los vestidores se colocaba un tamp¨®n, de esos que hasta la fecha no me atrev¨ªa a meterme porque una prima me hab¨ªa dicho que los tampones te quitaban la virginidad. Yo sab¨ªa que todas las ni?as de mi escuela los usaban porque un d¨ªa que me baj¨® y no llevaba toallitas, le ped¨ª en susurros a una de mi sal¨®n si tra¨ªa algo porque estaba ¡°en mis d¨ªas¡±. Al principio no me entendi¨®, pero supongo que algo vio en mi cara compungida que le hizo comprender la ocasi¨®n y acto seguido me pas¨® sigilosamente un tamp¨®n por debajo de la mesa. Como no supe decirle que yo no usaba tampones, me fui directa al ba?o y constru¨ª una toalla primitiva con el papel higi¨¦nico, enrollando mis calzones como un pa?al. Luego tir¨¦ el tamp¨®n a la basura, intentando enterrarlo hasta el fondo de todos los papeles usados, por el miedo de que entrara mi compa?era y viera que el tamp¨®n que me hab¨ªa regalado estaba sin abrir.
Al final del anuncio la mujer ganaba la carrera. Se ve¨ªa feliz, deslumbrante, llena, mientras corr¨ªa la pista colosal, como sin esfuerzo, como empujada por la fuerza de llevar un tamp¨®n bien colocado y metido hasta el fondo del alma. Alzaba los brazos frente al p¨²blico. Abrazaba a su mam¨¢. Sonaba una cancioncita de cierre. Me pareci¨® que si me dejaba largo el cabello y aprend¨ªa a ponerme un tamp¨®n, tambi¨¦n yo podr¨ªa correr como ella. Incesantemente, hasta el infinito.
Afuera sonaron las campanas de la iglesia. Los gritos de la parejita portuguesa que viv¨ªa arriba de nosotros. Las patas de las sillas arrastradas. La metralleta en la televisi¨®n. Y nosotros sopor¨ªferos. Los tres ah¨ª escurridos. Mi abue hecha bolita, Mauricio mordi¨¦ndose las u?as, yo con un dolor de cabeza terrible, pensando de nuevo en los ojos de mi pap¨¢. Y el Gato Mauricio.
El Gato Mauricio. Mauricio, ?d¨®nde est¨¢ tu gato? El pinche Gato Mauricio.
Yo le dije a mi hermano que se callara el hocico, que no hab¨ªa sido culpa m¨ªa, que se calmara, que hab¨ªa sido el Juan ese repugnante con su jeta cubista, que ¨¦l hab¨ªa dejado la puerta abierta. Y el Mauricio chilla y chilla, que a ver qu¨¦ iba a ser del pobre Gato Mauricio, que c¨®mo iba a sobrevivir en el peligro de la noche. No mames Mauricio, tu gato es callejero. Y el Mauricio chilla y chilla. Y yo que le quer¨ªa cortar los huevos al imb¨¦cil de Juan, que por eso no hab¨ªa que dejar entrar a nadie que no fuera de la familia, que no supiera c¨®mo viv¨ªamos nosotros. Y mi abuela despertando del cuarto sue?o diciendo que si hac¨ªan falta huevos que ella sal¨ªa a la tiendita a comprar unos. Ay abue¡ Y Mauricio chilla y chilla, diciendo que no, que no, que ¨¦l no se iba a quedar, que ¨¦l quer¨ªa ir a buscar a su gato, que me acompa?aba, que me quedara yo si no.
Te quedas t¨² aqu¨ª con la abuela, Mauricio. ?Piri Mirifir! Y no me rezongues. Agarr¨¦ las llaves, azot¨¦ la puerta, baj¨¦ hasta el bochorno de la calle.
?C¨®mo iba a encontrar al pinche Gato Mauricio? Pasaban gentes y gentes por enfrente del portal que se cerraba tras de m¨ª. ?C¨®mo lo iba a encontrar en esa pinche avenidota? Si seguro ya se hab¨ªa ido bien lejos. Si el pinche gato pod¨ªa treparse hasta la casa de qui¨¦n sabe qui¨¦n. Si yo solo sab¨ªa ir a la escuela y de regreso. Si ya hab¨ªa pasado tanto tiempo. Si nom¨¢s estaba yo ah¨ª. Bien pinche sola.
Entonces tuve la ocurrencia de ir a la polic¨ªa del barrio. Ir a la polic¨ªa por un gato desaparecido. En la ventanita de la recepci¨®n me abr¨ªa los ojos como sapo una mujer muy gorda. Yo le dije que Mauricio y que mi abue y que no s¨¦ qu¨¦, y que hac¨ªa media hora, y que el se?or cubista pretendiente de mi mam¨¢, y que mi hermano, y que Mauricio, y que M¨¦xico, y que no, y que s¨ª y que a¨²n no me sab¨ªa mi calle, y que el tiempo pasaba, y que Pasapalabra, y que pasaba muy r¨¢pido, y que s¨ª, y que muchas gracias, y que esperar¨ªa en la sala que me indic¨® y que muchas gracias nuevamente.
No esper¨¦ mucho porque luego luego vino un hombre uniformado que pregunt¨® en la sala: ?Para reportar una desaparici¨®n? Y yo me levant¨¦ y lo segu¨ª por un pasillo muy estrechito. Me abri¨® la puerta de una oficina y me dijo: Tome asiento, por favor. Ten¨ªa un bigote tupido y espeso.
Nunca, tampoco en M¨¦xico, hab¨ªa estado yo en una comisar¨ªa, intentando fingir la solemnidad que fing¨ªa frente a este se?or. Agravaba adem¨¢s mi inexperiencia la turbia sensaci¨®n de vigilancia que emanaba de los dos cuadros colgados en mi periferia, uno en la pared izquierda y otra en la derecha, ambos como espejos, exactamente iguales: unos retratos del rey espa?ol con los brazos cruzados, de traje gris, sonriendo majestuosamente a la c¨¢mara. Cuadros que en ese min¨²sculo despacho marcaban una ratio de dos reyes de Espa?a por un empleado de la polic¨ªa.
Yo contaba mi tr¨¢gica historia desde la peque?a sillita. Me miraba el Rey n¨²mero uno. Me miraba el poli. Me miraba el Rey n¨²mero dos. Mi destierro fue r¨¢pido, por supuesto. Cuando qued¨® claro que Mauricio se trataba de un gato y no de un ni?o con tendencias suicidas, la cara del se?or bigot¨®n cambi¨® hacia un visible disgusto. Yo procuraba aguantarme la lagrimita de la humillaci¨®n. Y no, y no, me repet¨ªa. No pod¨ªan mandar a un agente a buscarme al gato. Eso no era as¨ª. En un pueblucho quiz¨¢s, pero no en Madrid. Aqu¨ª estaban siempre desbordados. Siempre. Eso no se pod¨ªa. Llegar a una comisar¨ªa a reportar la desaparici¨®n de un gato. No. Pero me har¨ªa el favor de registrar la incidencia. Por si alguien daba noticia de alg¨²n gato perdido. Aunque no correspond¨ªa a sus funciones. Estaba siendo generoso.
Y yo pues agradec¨ª. Un ¡°Muchas gracias¡± que era muchas gracias por concederme su tiempo, muchas gracias por dejarme pasar a su oficina, a su pa¨ªs, muchas gracias por permitirme tales lujos del primer mundo, a m¨ª, pobre indita necesitada de misericordia. El rey de Espa?a me mir¨® complacido desde sus cuatro ojos mientras yo cerraba t¨ªmidamente la puerta y repet¨ªa un tercer ¡°Muchas gracias¡± y un ¨²ltimo ¡°Perd¨®n¡±, a pesar de que afuera de la oficinita hubiera al menos cinco polis tom¨¢ndose un caf¨¦, charlando y riendo y no ayud¨¢ndome a buscar al pinche gato.
Saliendo de la comisar¨ªa me puse a caminar en su b¨²squeda. Pues ya qu¨¦ le iba a hacer. Aunque estuviera segura de que el Gato Mauricio, tras su breve estancia de tan solo un mes, no volver¨ªa nunca a nuestro departamento. Me aguant¨¦ el coraje, me aguant¨¦ la verg¨¹enza, solo por el puro evitarme una llorada en p¨²blico. Por orgullosa, s¨ª, me puse a caminar bien firme, como si nada. Comenc¨¦ el recorrido que hac¨ªa todas las ma?anas para irme a la escuela, por probar algo. Un camino bastante aburrido que consist¨ªa en ir todo recto, todo recto, todo recto, y girar hasta el final en una callecita cerrada donde estaba la primaria-secundaria-bachillerato en la que estudiaba.
Se notaba que era s¨¢bado. La gente pasaba por mi lado en grupos, rebas¨¢ndome, hablando en un tono innecesario. Las mesas de la acera estaban llenas. Con cervezas en jarras descomunales y vinos en copitas de pl¨¢stico tambale¨¢ndose con el pasar de los coches. La avenida. Unos pasos a la derecha y te llamabas. Por aqu¨ª estar¨ªa mi mam¨¢, pens¨¦. En alguno de estos bares subterr¨¢neos recargados de luces led, restreg¨¢ndole el trasero al pinche Juan, que a estas alturas ya traer¨ªa la cara m¨¢s que desfigurada. El chuntachunta, el chuntach¨². ?C¨®mo habr¨ªa sido el antro en el que conoci¨® a mi pap¨¢? Ese antro del estado de Hidalgo. ?Habr¨¦ nacido en un antro?
Las calles de M¨¦xico nunca ser¨ªan as¨ª. Una sucesi¨®n de edificios parejitos. Floreados en los bordes. Color cremita y miel. Ausentes de tendederos enrejados. Perros como lobos escurri¨¦ndote sus babas mientras pasas inconsciente por debajo. Y las banquetas. Las banquetas para tropezarte y nunca volver a vivir. Impensable en Espa?a. As¨ª como me hab¨ªa explicado el poli, aqu¨ª las cosas funcionaban de otra manera. Definitivamente.
Yo me hac¨ªa normalmente veinticinco minutos en llegar a la escuela, si me sobraba tiempo media hora. Los edificios m¨¢s pr¨®ximos eran los m¨¢s lindos. Por esa altura mejoraba la zona y se notaba en el tipo de locales, el parquecito verde, y hasta en la limpieza de las aceras. En mi sal¨®n hab¨ªa un grupo de ni?as: Paula, Violeta y Luc¨ªa, que viv¨ªan luego luego ah¨ª, justo doblando la esquina. Yo me hac¨ªa la mensa, claro, cuando llegaba la hora de la salida yo intentaba ir m¨¢s despacio que ellas para no molestarlas en su chisme post-clase, pero por m¨¢s mensa que me hiciera, todos los d¨ªas las ve¨ªa despedirse enfrente de sus portales, darse abrazos, decirse hasta ma?ana, sonre¨ªr.
Ah¨ª mero encontr¨¦ al pinche gato. El pinche gato Mauricio. Hijo de su madre. Relami¨¦ndose las patas junto a un contenedor de basura. El gato negro m¨¢s com¨²n. Pero era ¨¦l. Nuestro gato. ?MAURICIO! le grit¨¦ sin que se inmutara. El pinche animal ajeno a todo el drama de este mundo. Y lo agarr¨¦ rapid¨ªsimo del pellejo. ?Miauuu!
Cabe decir que en mi familia ¨¦ramos todos muy espirituales. Mi abuela hab¨ªa predicado siempre la importancia de una fe incondicional, a modo de resguardo frente a cualquier tipo de circunstancia, tanto adversa como favorable. Mi mam¨¢ interpret¨® de esta herencia una fiel dedicaci¨®n a todas las religiones habidas y por haber, de las cuales se cambiaba constantemente como quien se cambia de calz¨®n. Y yo por eso sal¨ª creyente de lo que cayera, que esa noche fue el Gato Mauricio como una estrella gigante, la estrella de los Reyes Magos gui¨¢ndome hasta su portal.
Toqu¨¦ todos los timbres posibles, comenzando por los del primer nivel. Hola, ?aqu¨ª vive Luc¨ªa? Con un brazo cargaba al Gato Mauricio, que demostraba su incomodidad con maullidos desesperados. Hola, ?esta es la casa de Luc¨ªa? MIAAAU Hola, buenas noches, ?Luc¨ªa vive aqu¨ª? Hasta llegar al cuarto bot¨®n en el que me contest¨® una voz muy cauta y femenina: S¨ª, ?qui¨¦n es? Y yo dije: Marifer, su compa?era de clase.
Por m¨¢s que lo hubiera meditado tanto, no ten¨ªa ni idea de qu¨¦ decirle cuando ya la ten¨ªa ah¨ª, enfrentito, haci¨¦ndome una jeta de turbaci¨®n, sosteniendo la puerta del portal, mir¨¢ndome sin decir nada. Ol¨ªa a shampoo de coco y ten¨ªa el cabello hecho baba, como reci¨¦n cepillado despu¨¦s de ba?arse. ?Qu¨¦ haces aqu¨ª? me dijo. Y yo me desahogu¨¦.
Pues mira, Luc¨ªa, me iba a esperar al lunes para dec¨ªrtelo pero como andaba por ac¨¢ pues decid¨ª dec¨ªrtelo ahorita. La neta creo que fuiste muy mal pedo con lo que dijiste sobre m¨ª en el recreo. Lo que te inventaste sobre mis sentimientos hacia ese morro que la neta me la pela. La pinche mentirota que te inventaste. Y mira, al chile me hubiera valido madre, pero ahora se la traen reduro conmigo y yo la neta no me lo merezco. S¨¦ que no lo hiciste con la intenci¨®n de chingarme, que nom¨¢s fue porque te daba miedo que ¨¦l supiera que est¨¢s enamorada de ¨¦l. Est¨¢ bien, no hay pedo con eso. Pero creo que al menos tendr¨ªas que pedirme disculpas, porque a m¨ª me est¨¢n chingue y chingue todo el pinche d¨ªa y de ti ni quien diga nada. La neta creo que fuiste bien gacha, pero te puedo perdonar y no hay bronca, podemos ser panas si quieres.
Se lo dije todo as¨ª. De una. Como me sali¨® directo del alma. Me reacomod¨¦ al Gato Mauricio. Levant¨¦ la mirada que sin darme cuenta se me hab¨ªa ido escurriendo hasta el suelo. Cuando la vi, not¨¦ que me miraba con una cara tres veces m¨¢s fruncida. Una jeta ya no solo de confusi¨®n, sino de asco. Me dijo: Si no me hablas en espa?ol, no te entiendo.
Me qued¨¦ callad¨ªsima. Ni respir¨¦. Nos miramos directamente a los ojos por unos segundos. Callad¨ªsimas. Luc¨ªa frunci¨¦ndome el ce?o. Frunci¨¦ndome la boca. Frunci¨¦ndose ella misma hasta parecer una extracci¨®n de Luc¨ªa. Una dislocaci¨®n de Luc¨ªa. Una pintura de Picasso de la cara de Luc¨ªa. Una cara amorfa y cubista.
No pens¨¦ nada. Yo ya hab¨ªa pensado demasiado. De pronto mi mano ya estaba ardiendo, temblorosa. Ella se sosten¨ªa la cara como si se le fuera a caer. Gritaba en mi direcci¨®n una serie de palabras que mis l¨¢grimas nublaban, groser¨ªas de la tierra de Picasso. Verdaderamente la cachete¨¦ como si no hubiera un ma?ana.
Sal¨ª corriendo pr¨¢cticamente al instante. En el fondo de mi consciencia ya solo escuchaba la voz de Luc¨ªa chillando y chillando y la de su mam¨¢ grit¨¢ndome que no huyera, salvaje, que no huyera, desde el portal de su casa preciosa. Ahora que lo rememoro de esta forma, me doy cuenta de c¨®mo hasta entonces no hab¨ªa considerado la improbabilidad de que regres¨¢ramos a M¨¦xico. C¨®mo ese ardor en mi mano se convirti¨® en el primer indicio de que aquello que yo consideraba un simple desvar¨ªo de mi mam¨¢ era simplemente mi vida.
En mi recuerdo me veo correr como nunca. Me veo correr con el Gato Mauricio azot¨¢ndose en mis brazos. Me veo correr como si esta ciudad tan sabida fuera un enorme calcet¨ªn al que un gigante comenzara a darle la vuelta, y yo me fuera a quedar apachurrada, junto con todas las pelusas, en su interior.
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