Una breve historia de la mentira
Llevamos siglos trag¨¢ndonos noticias falsas y teor¨ªas de la conspiraci¨®n, que se aprovechan de nuestros sesgos y prejuicios. Pero hay buenas noticias: no somos tan cr¨¦dulos como parece
Es probable que los humanos minti¨¦ramos por signos antes incluso de aprender a hablar. Y las noticias falsas y los bulos no son nada nuevo. Al contrario, ocurre que muchos se repiten con protagonistas diferentes, y nos resulta dif¨ªcil librarnos de ellos porque se aprovechan de nuestros prejuicios y sesgos.
Pensemos, por ejemplo, en el Imperio Persa. Ciro el Grande fund¨® el imperio en el siglo VI antes de nuestra era y nombr¨® sucesor a Cambises. Cuando Cambises parti¨® en campa?a contra Egipto, decidi¨® asesinar a su hermano Bardiya y ocultar su muerte. El objetivo: evitar que este aprovechara su ausencia para usurpar el trono.
Pero cuando Cambises estaba en Egipto, apareci¨® un aspirante inesperado al poder: Bardiya, que consigui¨® que lo nombraran emperador en lugar de su hermano, que se suicid¨®. Un grupo de soldados fieles liderado por Dar¨ªo sab¨ªa que Bardiya estaba muerto y se trataba de un impostor, el mago Gaumata. Dar¨ªo lo asesin¨® y subi¨® al trono en su lugar en el a?o 521 a. C.
El problema, como recoge Natasha Tidd en La historia del mundo en 50 mentiras, es que esta historia es, con toda probabilidad, falsa. Lo que ocurri¨® fue m¨¢s sencillo: nadie hab¨ªa asesinado a Bardiya, que arrebat¨® el poder a Cambises. Dar¨ªo vio una oportunidad para hacerse con el imperio, pero necesitaba una buena historia para legitimar lo que no era m¨¢s que un golpe de Estado y decidi¨® inventarse a Gaumata.
Unos 2.500 a?os m¨¢s tarde, otro emperador intent¨® algo parecido: Donald Trump. Cuando perdi¨® las elecciones de 2020, decidi¨® que quer¨ªa seguir siendo presidente, as¨ª que se invent¨® una trama absurda, la del robo de elecciones, e intent¨® una insurrecci¨®n que llev¨® a sus seguidores m¨¢s descontrolados a entrar en el Capitolio.
Muchos de ellos cre¨ªan en la teor¨ªa de la conspiraci¨®n QAnon, que lleg¨® a sugerir que el presidente Joe Biden era en realidad un actor con m¨¢scaras hiperrealistas. El verdadero presidente estaba arrestado y esperando juicio gracias a las operaciones de Trump contra el Estado Profundo.
Nada de esto era cierto, claro: Trump perdi¨® las elecciones de 2020 y Joe Biden era Joe Biden. El intento de Trump sali¨® mal porque, aunque a veces no lo parezca, estamos m¨¢s protegidos contra las mentiras que hace un par de milenios y medio: nuestro sistema pol¨ªtico no depende solo de qui¨¦n tenga m¨¢s aliados en palacio, sino de controles pol¨ªticos, judiciales y medi¨¢ticos.
Aunque tampoco conviene pasarnos de optimistas: la gran mentira de Trump no le sirvi¨® para mantenerse en el poder en 2020, pero quiz¨¢s le ayud¨® a ganar las elecciones en 2024.
Asesinos de ni?os y chivos expiatorios
En la primavera de 1144 se descubri¨® en Norwich, Inglaterra, el cad¨¢ver de un ni?o llamado William. Thomas de Monmouth, un monje de la regi¨®n, acus¨® a los jud¨ªos de haberlo asesinado en una repetici¨®n ritual de la pasi¨®n de Cristo. Como recoge Paul Johnson en La historia de los jud¨ªos, durante los a?os siguientes surgieron historias similares en Inglaterra, dando forma a los llamados ¡°libelos de sangre¡±, las calumnias que acusaban a los jud¨ªos de asesinar a ni?os y que provocaron persecuciones y masacres en toda Europa.
El antisemitismo no naci¨® en Norwich: hubo pogromos antes y despu¨¦s, adem¨¢s de otras acusaciones como la de que los jud¨ªos envenenaban los pozos (lo que explicaba las epidemias) y conspiranoias relacionadas con reuniones y rituales secretos. Por ejemplo, a principios del siglo XX se difundi¨® un extra?o panfleto titulado Los protocolos de los sabios de Si¨®n, en el que se detallaba el plan de los jud¨ªos para dominar el mundo. A pesar de que enseguida se supo que eran falsos, los Protocolos a¨²n se usan como justificaci¨®n del antisemitismo.
Como escribe el psic¨®logo Hugo Mercier en No hemos sido enga?ados, los rumores sobre alguna atrocidad ¡°son el preludio de ataques ¨¦tnicos¡±. Aunque a?ade un matiz importante: estos rumores no nos convierten al racismo, es al rev¨¦s, el racismo nos hace creer en esos rumores, ya sean los libelos o los protocolos.
Y por eso tienen ¨¦xito los demagogos (pensemos en el Brexit o en el proc¨¦s): no porque sean muy h¨¢biles con la propaganda, sino porque responden a demandas que ya existen en la sociedad, por equivocadas que nos parezcan. Y por eso siguen cuajando las variaciones de las conspiraciones antisemitas, en las que ya no se habla de los jud¨ªos expl¨ªcitamente, sino de los globalistas o de George Soros (de ascendencia jud¨ªa, por cierto). Y, por supuesto, por eso tambi¨¦n vemos elementos similares a estas historias en las acusaciones a inmigrantes, que se han convertido en el nuevo chivo expiatorio de todos los problemas de Europa.
Los foros p¨²blicos y por qu¨¦ no nos ponemos de acuerdo en X
Mercier explica en videollamada que no somos ni tan cr¨¦dulos ni tan manipulables como parece. Al contrario, contamos con una serie de mecanismos cognitivos que eval¨²an la informaci¨®n que recibimos y que nos permiten ser abiertos y vigilantes. Pero estos mecanismos fallan cuando nos encontramos con informaci¨®n compleja y contraintuitiva, que a veces nos hace creer en soluciones simplonas basadas en prejuicios.
Aun as¨ª, a?ade, cuando estamos equivocados, podemos rectificar, gracias, sobre todo, a la conversaci¨®n. Estamos abiertos a nuevas ideas y puntos de vista, siempre que confiemos en nuestro interlocutor y nos presente informaci¨®n bien argumentada. Pero esto es costoso y suele necesitar tiempo. Por eso, en igualdad de condiciones, es m¨¢s f¨¢cil convencernos (o convencer) en persona y no tanto por Twitter.
En los siglos XVII y XVIII en Europa se populariz¨® algo parecido a una red social: el periodista Tom Standage escribe en Writing on the Wall que los caf¨¦s europeos tuvieron una funci¨®n similar a la que tienen ahora las redes: distraerse e informarse. Eran ¡°centros de intercambio de informaci¨®n en los que se le¨ªan los ¨²ltimos panfletos, hojas sueltas, gacetas y boletines¡±. Adem¨¢s, claro, de rumores y noticias falsas.
Tanto es as¨ª que el rey Carlos II intent¨® cerrar las cafeter¨ªas en 1675, asegurando que en esos locales se planeaba la traici¨®n y la sedici¨®n, y se difund¨ªan mentiras maliciosas contra la monarqu¨ªa. Ante la oposici¨®n mayoritaria y tras solo unos d¨ªas, el rey retir¨® la ley, aunque exigi¨® a los propietarios que hicieran todo lo posible para evitar la difusi¨®n de rumores falsos (esp¨®iler: no lo hicieron).
Resulta tentador comparar esta historia con los intentos por controlar las conversaciones en redes. Desde luego, conviene desconfiar cuando un Gobierno asegura que quiere regular la libertad de expresi¨®n por nuestro bien, porque suele tener m¨¢s en cuenta su propio bien. Pero no caigamos tampoco en el error de pensar que las redes sociales son neutras e inocentes.
Como escribe el fil¨®sofo J¨¹rgen Habermas en Un nuevo cambio estructural de la esfera p¨²blica y la pol¨ªtica deliberativa (que publicar¨¢ Trotta el a?o que viene), el car¨¢cter ¡°plebiscitario¡± de las redes sociales provoca la fragmentaci¨®n del espacio p¨²blico. Y su modelo de negocio, el de la extracci¨®n de datos para la venta de publicidad, premia los contenidos que hacen que pasemos m¨¢s tiempo en la plataforma, que son los que provocan la indignaci¨®n y el enfrentamiento. Es decir, X no es el mejor sitio para conversar y no tiene nada de raro que tantos de sus usuarios hayan emigrado a Bluesky.
El mundo no se acab¨® en 1954: por qu¨¦ nos cuesta admitir que estamos equivocados
Marian Keech anunci¨® que el fin del mundo tendr¨ªa lugar el 21 de diciembre de 1954. Todos los humanos perecer¨ªan salvo sus seguidores, a quienes rescatar¨ªa una nave espacial.
A pesar de que el mundo sigui¨® m¨¢s o menos en pie el 22 de diciembre de 1954, muchos de los fieles a Keech, que se escudaba en un error de c¨¢lculo, siguieron comprometidos con la causa. Sobre todo los que hab¨ªan apostado m¨¢s por ella y hab¨ªan vendido sus propiedades confiando en que dejar¨ªan el planeta: en lugar de sentirse m¨¢s traicionados que los dem¨¢s, aumentaron su fe.
Este caso le sirvi¨® al psic¨®logo Leon Festinger para iniciar sus estudios sobre la disonancia cognitiva. Cuanto m¨¢s nos identificamos y comprometemos con una idea, m¨¢s nos cuesta renunciar a ella.
Llevamos sufriendo un caso de disonancia cognitiva desde diciembre de 2020, cuando empezamos a vacunarnos contra la covid. En ese momento se compartieron unas cuantas teor¨ªas de la conspiraci¨®n, desde que las vacunas llevaban nanochips con tecnolog¨ªa 5G hasta que estaban dise?adas para diezmar a la poblaci¨®n.
Lo cierto es que las vacunas salvaron millones de vidas y, cuatro a?os m¨¢s tarde, no ha habido ning¨²n aumento de la mortalidad extra?o. Aun as¨ª, ning¨²n conspiranoico ha rectificado sus previsiones. Al contrario, muchos han a?adido nuevas excusas, como, por ejemplo, que los poderes f¨¢cticos ocultan y modifican los datos.
Mercier explica que hay recelos y teor¨ªas de la conspiraci¨®n hacia las vacunas desde que surgieron. Esto ocurre porque, aunque obviamente funcionan, su mecanismo no es intuitivo: los m¨¦dicos piden a los padres que inyecten a sus hijos lo que parece una versi¨®n debilitada de la enfermedad¡ ¡°Hace falta un nivel muy elevado de confianza¡±, explica. Pero es optimista: la mayor¨ªa de los ciudadanos nos fiamos de la ciencia y nos vacunamos.
Aun as¨ª, las mentiras pueden hacer mucho da?o, incluso aunque solo las crean unos pocos. Sobre todo si alguno de esos pocos llega al cargo de secretario de Salud en Estados Unidos, como Robert F. Kennedy Jr.
?Qu¨¦ podemos hacer ante todos estos bulos? Por supuesto, podemos ser m¨¢s cr¨ªticos con lo que nos cuentan y con lo que nos creemos, como explica por videollamada el fil¨®sofo Julian Baggini, autor de Una breve historia de la verdad. Baggini recuerda la importancia de tomarnos nuestro tiempo, en lugar de responder de forma intuitiva y emocional a cualquier informaci¨®n nueva.
Pero esto no es solo un problema nuestro. Como apunta tambi¨¦n Baggini, no es tan raro desconfiar de las instituciones, porque las instituciones no siempre son de fiar. Y esto incluye al Gobierno, a las farmac¨¦uticas, a la judicatura, a las grandes empresas y a la prensa, por poner algunos ejemplos. Si las instituciones y organizaciones quieren ganarse nuestra confianza tambi¨¦n tendr¨¢n (tendremos) que hacer mejor su trabajo y explicar mejor sus errores (pero yo por hoy ya he terminado).
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