Por qu¨¦ no es tan terrible decir ¡®mondarinas¡¯ y ¡®cocretas¡¯
Las denominaciones no normativas de algunas comidas son motivo de burla injustificada. Bajo la defensa de ¡°lo correcto¡± se esconde el desd¨¦n hacia ciertos estratos sociales
Unas tienen una forma cil¨ªndrica o de barril y, bajo su crujiente rebozado, esconden una explosi¨®n de untuosidad con tropezones de jam¨®n, huevo duro, at¨²n o chipirones que las sit¨²a en el top de recetas favoritas de nuestro pa¨ªs. Las otras son jugosas, f¨¢cilmente transportables, con una piel que se deja quitar sin esfuerzo y una disposici¨®n en porciones que permite comerlas de forma ordenada y, con un poco de suerte, sin apenas mancharse. Y sin embargo, no son pocas las personas que, a la hora de nombrarlas, vacilan. ?Por qu¨¦?
Cocretas y cocodrilos
El t¨¦rmino ¡®croqueta¡¯ procede del franc¨¦s, donde croquer significa ¡®crujir¡¯ y -ette es un diminutivo femenino: croquette significa, por tanto, ¡®crujientita¡¯. Encontramos ecos de ese croquer en otros t¨¦rminos gastron¨®micos como ¡°crocanti¡±, que, en este caso, nos ha llegado del italiano.
Croquette pas¨® a ser ¡®croqueta¡¯ en espa?ol y el diccionario acad¨¦mico la incorpor¨® en su edici¨®n de 1869, pero eso no quiere decir que hasta ese momento las croquetas fueran unas desconocidas para la cocina espa?ola, sino que simplemente, recib¨ªan otros nombres, como alfajor o alaj¨². El Diccionario de Autoridades, primera obra de la Real Academia Espa?ola, defini¨® en 1714 a ambas como ¡°pasta hecha de almendras, nueces (y alguna vez de pi?ones) pan rallado y tostado, y especia fina, unido todo con miel muy subida de punto¡±.
Con esos ingredientes, cuesta imaginar las croquetas como un plato salado, y no como una pastita con la que acompa?ar el caf¨¦, pero lo cierto es que, si nos ce?imos a las definiciones acad¨¦micas, la incorporaci¨®n de la bechamel y del jam¨®n son bastante tard¨ªas: en 1869, la RAE todav¨ªa hablaba de arroz con leche o crema como posibles rellenos croquetiles.
El abandono de alfajor; que qued¨® limitado a designar un tipo de dulce, y ¡°alaj¨²¡± -una pena, la verdad- en pos de la croquette tiene poco que ver con las palabras en cuesti¨®n, y mucho con las circunstancias y realidades que asociamos con ellas: tradicionalmente, la cocina francesa ha sido sin¨®nimo de elegancia y sofisticaci¨®n, as¨ª que no son pocos los pr¨¦stamos culinarios importados de esa lengua para revestir de prestigio platos de sobra conocidos en la piel de toro. Dicho de otro modo, en el siglo XIX, empez¨® a ser m¨¢s elegante comerse una croqueta que un alaj¨², aunque fueran lo mismo: una soluci¨®n bastante resultona para reaprovechar sobras.
Con la met¨¢tesis hemos topado
Si la motivaci¨®n detr¨¢s del uso de ¡°croqueta¡± es el m¨¢s puro y genuino postureo decimon¨®nico, ?de d¨®nde sale la p¨¦rfida ¡°cocreta¡±? ?Qu¨¦ necesidad ten¨ªamos los hablantes de sacarnos de la manga una variante tan zafia y vulgar, despu¨¦s de haber logrado deshacernos del medieval alaj¨² y haber revestido nuestra ¡°fritura de ternera, gallina o arroz con leche¡± como dec¨ªa el diccionario acad¨¦mico de la ¨¦poca, de todo el glamour franc¨¦s? No hace falta un doctorado en Ling¨¹¨ªstica para darse cuenta de que la variaci¨®n se reduce al saltito que da la erre de la primera s¨ªlaba, que pasa a estar en la segunda.
Se trata de un fen¨®meno bastante recurrente en nuestra lengua, conocido como met¨¢tesis, y que suele estar protagonizado, precisamente, por la letra erre, que suele darnos bastante la lata cuando nos toca pronunciarla. No es complicado encontrar otros ejemplos: ¡®guirnalda¡¯ en lugar de ¡®guirlanda¡¯, ¡®murci¨¦galo¡¯ por ¡®murci¨¦lago¡¯ o ¡®cocodrilo¡¯ por ¡®crocodilo¡±¡¯. Sin embargo, las guirnaldas, los murci¨¦lagos y los cocodrilos tienen algo en com¨²n que no comparten con las cocretas: la Norma ha decidido darlas por buenas.
Especialmente flagrante es la comparaci¨®n con el nombre del reptil de enorme boca y afilados dientes, porque, en ese caso, la met¨¢tesis se produce exactamente en la misma parte de la palabra (al inicio) y con la misma combinaci¨®n de consonantes (la ce y la erre). El t¨¦rmino original es ¡®crocodilo¡¯ (para muestra, el crocodile ingl¨¦s, donde la erre no se ha movido ni un cent¨ªmetro de su sitio) y sin embargo, nadie se rasga las vestiduras cuando escucha hablar de ¡®cocodrilos¡¯ en lugar de ¡®crocodilos¡¯, ni siente la imperiosa necesidad de corregir a quien pronuncia esa palabra, ni se lamenta en redes sociales porque ¡®cocodrilo¡¯ est¨¦ en el diccionario.
De hecho, figura en sus p¨¢ginas desde su primera edici¨®n de 1714 y a partir de 1817 ni siquiera remite a ¡®crocodilo¡¯ en su definici¨®n. Mientras, la pobre ¡®cocreta¡¯ tiene que sufrir la burla y el escarnio, e incluso protagonizar leyendas urbanas, como la que dice que tiene una entrada propia en el diccionario (¡°hay que ver, lo que ha perdido la RAE, ya no es lo que era¡±). Algunos no dudan en poner el grito en el cielo por ello, sin molestarse siquiera en comprobar con sus propios ojos si es cierto (y no, no lo es).
Atiforrarse a mondarinas
La historia de la palabra ¡®mandarina¡¯ tiene poco que ver con el postureo gastron¨®mico y mucho m¨¢s con el exotismo y los misterios orientales: en su Diccionario Etimol¨®gico de la Lengua Castellana, Joan Coromines nos dice que ¡®mandar¨ªn¡¯ es, probablemente, un pr¨¦stamo que nos vino del portugu¨¦s, del que tenemos constancia en castellano desde 1514, y serv¨ªa para denominar a los funcionarios m¨¢s poderosos de la china imperial.
A partir de aqu¨ª, empiezan las conjeturas: hay quien cree que los descubridores lusos decidieron llamar as¨ª a esos altos magistrados porque, simple y llanamente, mandaban mucho, pero tambi¨¦n existe la teor¨ªa que dice que adaptaron el vocablo malayo menteri, descendiente, a su vez, del s¨¢nscrito mantri, que significa ¡®ministro¡¯ o ¡®consejero¡¯. Una cosa est¨¢ clara: el traje preceptivo de los hombres que ostentaban ese cargo en el imperio chino era de una tonalidad anaranjada muy similar a la del c¨ªtrico que nos ocupa, oriundo de aquellas tierras. No es descabellado pensar que, para distinguirlo de otras frutas similares, los exploradores portugueses decidieran llamarlo con el nombre de aquellos se?ores tan importantes con un traje tan estupendo que se lo serv¨ªan en audiencias y saraos varios.
El paso de ¡®mandarina¡¯ a ¡®mondarina¡¯ es bastante menos sugerente: son mondarinas porque, para com¨¦rnoslas, tenemos que mondarlas antes. Tan simple como eso. Bendita casualidad, que podamos pasar de ¡®mandar¡¯ a ¡®mondar¡¯ tan f¨¢cilmente, y bendita intuici¨®n de los hablantes, que dan el salto de una acci¨®n a otra sin despeinarse y aplicando una l¨®gica aplastante.
Cuando dos palabras se parecen tanto y pueden llevar a confusi¨®n, reciben el nombre de par¨®nimos. Este tipo de cruces formales, que se conocen como etimolog¨ªas populares o atracci¨®n (fatal) paron¨ªmica, son fuente de nuevas palabras como ¡®vagamundo¡¯ -todo el mundo sabe que los vagabundos van por el mundo sin rumbo fijo- hacen que nos ¡®destornillemos¡¯ de la risa (y muchos, despu¨¦s de las carcajadas, no vuelvan a encontrar sus tornillos) o provocan que nuestras abuelas, cuando adelgazamos mucho, nos digan que nos hemos quedado ¡°hechas unas s¨ªfilis¡±, en lugar de s¨ªlfides¡ ay, si ellas supieran.
Como ya habr¨¦is podido imaginar, ¡®mondarina¡¯ no est¨¢ en el diccionario acad¨¦mico y el Panhisp¨¢nico de Dudas tilda su uso de ¡°err¨®neo¡±. Sin embargo, de nuevo nos topamos con una doble moral normativa que da el visto bueno a ciertas etimolog¨ªas populares y a otras no: por ejemplo, la palabra ¡®cerrojo¡¯ procede del lat¨ªn veruculum, que significa ¡°barra de hierro¡±. Siguiendo la l¨®gica de la evoluci¨®n fon¨¦tica de palabras similares, en el castellano actual deber¨ªamos decir ¡®verrojo¡¯, pero como hablamos de barras de hierro que sirven para cerrar puertas¡ ¡®cerrojo¡¯ nos viene de lujo. ?'Cerrojo¡¯ porque cierra s¨ª, pero ¡®mondarina¡¯ porque se monda no? Pues vaya.
A vueltas con la norma
Como sociedad, nos hemos acostumbrado a colocar la norma ling¨¹¨ªstica -y a quienes la dictan- en un pedestal desde el que recibimos instrucciones que acatamos sin rechistar, tanto cuando estamos de acuerdo con ellas, abraz¨¢ndolas con entusiasmo, como cuando nos suscitan alg¨²n que otro resquemor. A fin de cuentas, si os escandaliza llamar ¡®mondarina¡¯ a una fruta que se puede mondar pero no pens¨¢is empezar a llamar ¡®verrojos¡¯ a los cerrojos despu¨¦s de lo que os acabo de contar, amigas, tengo algo que deciros: est¨¢is alienad¨ªsimas.
Es curioso el modo en que pronunciar una palabra puede revelar tanto de quien la profiere: o¨ªmos un ¡®cocreta¡¯ e, inevitablemente, ubicamos a quien lo haya dicho en un estrato muy determinado de la sociedad; escuchamos un ¡®mondarina¡¯ y puede que m¨¢s de uno tenga que reprimir una sonrisa de condescendencia. ?C¨®mo no, si est¨¢n ¡°mal dichas¡±! Lo que ya no resulta tan com¨²n es caer en la cuenta de que, a pesar de esa supuesta incorrecci¨®n, hemos entendido a la perfecci¨®n a qu¨¦ sabrosos bocados se refer¨ªa nuestro interlocutor; si las palabras han logrado que nos entendamos, ?d¨®nde est¨¢ el problema?
Quiz¨¢ lo hay¨¢is adivinado ya: en quienes las usan. Qu¨¦ casualidad, que quienes m¨¢s hablan de ¡®cocretas¡¯ y ¡®mondarinas¡¯ sean en su mayor¨ªa mujeres de mediana edad y dedicadas, por norma general, a las labores dom¨¦sticas y, en particular, a pasar y pasar horas y horas en la cocina¡ Esp¨®iler: el d¨ªa que un chef con varias estrellas Michelin quiera dar un toque fresco y desenfadado a su carta e incluya una espuma de cocreta al aroma de mondarina salvaje, dejar¨¢n de parecernos tan horribles. Y si no, al tiempo.
Miguel S¨¢nchez Ib¨¢?ez es profesor universitario de Lengua Espa?ola, ling¨¹ista y traductor. Ha escrito el libro ¡®La (neo)l¨®gica de las lenguas, ?por qu¨¦ no podemos dejar de crear palabras?¡¯ (Pie de P¨¢gina, 2021). Doctor en Traducci¨®n y Mediaci¨®n Intercultural y M¨¢ster en Estudios LGTBIQ+, es miembro fundador de MariCorners.
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