Jugar con fuego
No estamos en los a?os treinta. Nadie propone hoy seriamente liquidar la democracia, pero los discursos del odio pueden provocar a las mentes enloquecidas y abren el camino a la brutalizaci¨®n de la pol¨ªtica
Mala cosa es que en la pol¨ªtica espa?ola dominen t¨¦rminos y modales tan violentos, tan descalificadores para el adversario. Y hay quien compara la situaci¨®n actual con la de la primavera del 36. No lo creo. Pero no hay que jugar con fuego.
No estamos como entonces porque han desaparecido las causas profundas, estructurales, que originaron aquel enfrentamiento: no existe ya tanto atraso econ¨®mico en relaci¨®n con la Europa avanzada, ni tan brutales diferencias en la distribuci¨®n de la propiedad agraria, ni el arraigado intervencionismo militar, ni los abismos culturales entre un catolicismo en guerra con el mundo moderno y un jacobinismo dispuesto a quemar iglesias y matar curas. Hemos superado aquellos problemas seculares. Espa?a es un pa¨ªs mucho m¨¢s moderno, pac¨ªfico y con un nivel econ¨®mico y cultural similar al resto de Europa; tenemos una democracia consolidada y una potente clase media que tendr¨ªa mucho que perder en una cat¨¢strofe pol¨ªtica como la vivida en los a?os treinta. Son, en resumen, situaciones absolutamente incomparables.
Pero hubo algo m¨¢s que causas estructurales para aquella debacle. En realidad, ni siquiera exist¨ªa un enfrentamiento inexorable entre dos mitades del pa¨ªs imposibles de conciliar. Fueron minor¨ªas radicalizadas e irresponsables las que cultivaron y desencadenaron aquel duelo a muerte. Fueron unos pol¨ªticos ¡ªcon apoyo de alg¨²n intelectual¡ª que se lanzaron por el camino del discurso violento, de la deshumanizaci¨®n del adversario.
En la campa?a electoral de 1936 se oyeron cosas tremendas, que dejaron huellas profundas. Los carteles de Acci¨®n Popular, integrada en la CEDA, ped¨ªan el voto ¡°contra la revoluci¨®n y sus c¨®mplices¡±. La derecha utilizaba el eslogan, que en la guerra har¨ªa famoso el bando opuesto, del ¡°?No pasar¨¢n!¡±, todo en alarmantes may¨²sculas, que se expand¨ªa luego: ¡°No pasar¨¢ el marxismo. No pasar¨¢ la masoner¨ªa. No pasar¨¢ el separatismo. Espa?a les cierra sus puertas¡±. Maeztu publicaba art¨ªculos ¡°incendiarios¡± (Andr¨¦s Trapiello). Diez d¨ªas antes de las elecciones, C¨¦sar Gonz¨¢lez Ruano, en Abc, escrib¨ªa que la lucha electoral decidir¨ªa entre dos perspectivas de futuro para Espa?a: ¡°la europea, liberal, evolutiva, o la asi¨¢tica, dictatorial, revolucionaria¡±; si ganaban las derechas, explicaba, se seguir¨ªa hablando de B¨¦cquer, del amor, de Dios; si lo hac¨ªan las izquierdas, se caer¨ªa en ¡°la noche salvaje y cerrada del marxismo, del amor libre y de la negaci¨®n sistem¨¢tica de los derechos del alma¡±; la cruz ser¨ªa ¡°pisoteada¡±, los hijos odiar¨ªan a los padres, las ¡°mujeres que am¨¢is¡± ser¨ªan ¡°de todos¡± y os ser¨ªa ¡°arrebatado¡± el ¡°peque?o ahorro¡± conseguido con vuestro esfuerzo.
Por el lado contrario, el favorable al Frente Popular, se representaba a Gil Robles con un b¨¢culo de obispo y rodeado de calaveras, en referencia a los muertos en la represi¨®n del levantamiento asturiano. Largo Caballero no dejaba de pregonar la inminente revoluci¨®n obrera, que nacionalizar¨ªa tierras y banca, y escrib¨ªa cosas como: ¡°Si ganan las derechas, tendremos que ir a la guerra civil¡±; o ¡°?Armon¨ªa? ?No! ?Lucha de clases! ?Odio a muerte a la burgues¨ªa criminal!¡±. Maur¨ªn o La Pasionaria recordaban las violencias sufridas por los insurrectos asturianos y aseguraban que, si no se hac¨ªa ¡°justicia¡± sobre aquellos hechos, ser¨ªa imposible contener la ¡°furia del pueblo¡±. Margarita Nelken tambi¨¦n suscrib¨ªa la consigna ¡°ni perd¨®n ni olvido¡± y aseguraba que mejor ser¨ªa que la derecha tuviera miedo porque ¡°el miedo es saludable¡±. Bergam¨ªn o Alberti elogiaban sin l¨ªmites a Stalin y j¨®venes vanguardistas exaltaban la guerra como deporte educador de la voluntad.
Unamuno, que en un pasado m¨¢s irresponsable se hab¨ªa permitido la boutade de proponer una ¡°guerra civil¡± como soluci¨®n a los males del pa¨ªs, estaba muy pesimista aquella primavera: a los ni?os se les estaba impartiendo una mala crianza en el odio, el ambiente de la calle era de una ¡°insolencia salvaje¡±, reinaban una locura y una estupidez ¡°comunales¡±; no era una cuesti¨®n de ideolog¨ªa, lo era de ¡°barbarie, zafiedad, malos instintos¡±.
Las elecciones de febrero dieron entonces el triunfo al Frente Popular. Pero, cumpliendo lo pactado, el Gobierno que se form¨® no fue revolucionario, ni entraron en ¨¦l partidos o sindicatos obreros, sino republicanos presididos por Manuel Aza?a ¡ªtantas veces tildado de ¡°monstruo¡± por la derecha¡ª, quien us¨® en su discurso de investidura un tono tranquilizador, insistiendo en la necesidad del orden p¨²blico. Una moderaci¨®n reconocida por Gil Robles y hasta por Calvo Sotelo (aunque ¡°ya veremos si los marxistas quieren que se cumpla eso¡±).
Que sus seguidores, en efecto, le desbordaran luego y que en aquella primavera se sucediera una ca¨®tica trasmisi¨®n de poderes, asaltos a c¨¢rceles, confiscaciones de tierras y violencia callejera, no es el tema de este art¨ªculo. El tema ahora es la ret¨®rica. Que import¨® tanto como los hechos. Los j¨®venes falangistas, por ejemplo, vend¨ªan su FE pistola en mano; pero la prensa mon¨¢rquica, creyendo insuficiente su activismo, les provocaba llam¨¢ndoles ¡°m¨¢s franciscanos que fascistas¡±.
En una c¨¦lebre sesi¨®n parlamentaria, muy recordada luego por su car¨¢cter premonitorio, Calvo Sotelo denunci¨® la situaci¨®n del pa¨ªs en t¨¦rminos apocal¨ªpticos. Lleg¨® a decir que Oviedo, gobernada por un ¡°anarquista de faj¨ªn¡± que se llamaba republicano, era de hecho una ¡°provincia rusa¡±. El presidente del ejecutivo, Casares Quiroga, le acus¨® de exagerar los hechos e incitar a la rebeli¨®n y a?adi¨® que, si algo ocurr¨ªa, ¡°har¨ªa a su se?or¨ªa responsable de todo¡±. A lo que Calvo Sotelo replic¨® que sus espaldas eran anchas y aceptaba tal responsabilidad. Ser¨ªa asesinado un mes despu¨¦s.
Con lo que, en aquella primavera, el ambiente de lucha fat¨ªdica entre revoluci¨®n y contrarrevoluci¨®n no hizo sino crecer. La democracia, el sistema parlamentario, se vieron despreciados en nombre de objetivos tan elevados e innegociables como hacer la revoluci¨®n o salvar a Espa?a.
No estamos en esa coyuntura, insisto. Nadie propone hoy seriamente liquidar la democracia. Europa no nos ofrece modelos tan radicales y da?inos como en los a?os treinta. Pero estos lenguajes pueden provocar a las mentes enloquecidas. Cuando se empiezan a mandar an¨®nimos con balas o cuchillos ensangrentados, no se sabe c¨®mo se acaba. Nadie esperaba en 1936 que se fuera a desatar un enfrentamiento armado tan pavoroso como el que se inici¨® en julio. Ninguna de las buenas familias que planeaban veranear cancel¨® sus planes aquel mes. Y, sin embargo, tres a?os despu¨¦s hab¨ªa habido medio mill¨®n de muertos. Aquellos discursos, a los que Fernando del Rey ha llamado ¡°palabras como pu?os¡±, abrieron el camino a la brutalizaci¨®n de la pol¨ªtica.
Si ocurriera esta improbable cat¨¢strofe, ?qu¨¦ pensar¨ªan entonces de s¨ª mismos estos que lanzan hoy tantas bravuconadas? ?Se sentir¨ªan orgullosos los Iv¨¢n Redondo o Miguel ?ngel Rodr¨ªguez de los consejos que dieron a sus pupilos?
No repitamos aquello. Nuestra opini¨®n sobre los l¨ªderes de la Transici¨®n podr¨¢ ser mejor o peor, pero la herencia que nos legaron es muy preferible a la de los a?os treinta. En parte, porque tuvieron cuidado de no usar aquel tipo de ret¨®rica.
Jos¨¦ ?lvarez Junco es historiador.
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