Una merienda con Benet, Jes¨²s Aguirre y Garc¨ªa Hortelano
Me pregunto si la dorada pandilla de la ¡®gauche divine¡¯ de Barcelona, corr¨ªa el ¨¢spid de la envidia y del resentimiento y no eran tan felices como trataban de demostrar
Ignoro si entre escritores, poetas y artistas puede darse una verdadera amistad. Unos y otros dicen admirarse en las dedicatorias, se funden con abrazos en los encuentros literarios, pero el ego del artista tiene un caparaz¨®n muy compacto que apenas deja un resquicio por el que pueda colarse alguien capaz de disputar, ignorar o no compartir por entero su trabajo. Aquella dorada pandilla de la gauche divine, amamantada en los peluches de Boccaccio de Barcelona, a?os cincuenta, formada por escritores, poetas, intelectuales y artistas se divert¨ªan juntos, beb¨ªan juntos, compart¨ªan ¨¦xitos, se entrecruzaban amores, pero siempre me he preguntado si bajo las risas, juergas, viajes y mutuos elogios con un gin-tonic en la mano correr¨ªa el ¨¢spid de la envidia y del resentimiento y no eran tan felices como trataban de demostrar. Tuve la ocasi¨®n de tratar de cerca a tres personajes, a la vez amigos con un ego muy desarrollado, que me descubrieron algunas capas secretas de la cebolla del alma, Jes¨²s Aguirre, que atend¨ªa como duque de Alba, Juan Garc¨ªa Hortelano, cuya lengua era tan peligrosa como su bondad y Juan Benet, que trataba por todos los medios parecer malvado sin conseguirlo.
Fue una merienda muy literaria aquella a la que fui invitado por el duque de Alba, Jes¨²s Aguirre, en su gabinete el palacio de Liria, un t¨¦ con pastas y bombones un poco revenidos a la sombra de un paisaje de Thomas Gainsborough y bajo la mirada desde la estanter¨ªa de los retratos de Aranguren, de Walter Benjam¨ªn y de Enrique Ruano, su joven amigo asesinado por la polic¨ªa franquista. La plebe rug¨ªa fuera de las verjas de palacio. Por los alrededores de la plaza de los Cubos, calle Princesa, 3, j¨®venes guerrilleros de Cristo Rey celebraban un aniversario del 20-N, la muerte de Franco, poniendo patas arriba las mesas de las cafeter¨ªas y dando le?a con cadenas y bates de beisbol a cualquier joven que llevara barba y trenca con capucha y trabillas. La servidumbre de palacio estaba alertada de mi visita y en cuanto puls¨¦ el bot¨®n del portero autom¨¢tico se abri¨® la cancela entre dos leones de granito y me vi caminando por una pradera trasquilada hasta una escalinata donde me esperaba el mayordomo muy reverente quien a trav¨¦s de estancias iluminadas por el atardecer de oto?o que daban sombra a cuadros de Goya y de Ticiano me gui¨® hasta una puerta en la que percuti¨® con tres golpes de nudillos y al abrirse me encontr¨¦ con que entraba en el siglo XVIII. Reclinado en un tresillo se hallaba un personaje de esa ¨¦poca, Jes¨²s Aguirre. No llevaba calz¨®n de sat¨¦n ni peluca empolvada, sino pantalones de pana fina de color miel y un jersey rojo sem¨¢foro como un Diderot, que fumaba un Winston extralargo muy fino.
All¨ª en el gabinete tambi¨¦n estaba aquella tarde el escritor Juan Garc¨ªa Hortelano, fumando ducados, con un su¨¦ter de mezclilla, todo de gris, apaisado. Era un escritor muy inteligente, propietario de una iron¨ªa mordaz y de esa gracia para la narraci¨®n verbal que lo hac¨ªa el rey de todas las tertulias de sobremesa. Repantigado en aquel ¨ªntimo gabinete del palacio de Liria, recuerdo que dec¨ªa: ¡°Jes¨²s, t¨² no eres duque de Alba. A ti te han dado la beca Alba y si no te portas bien te la van a quitar¡±. Jes¨²s Aguirre era sencillamente un intelectual quisquilloso de cuya lengua brotaba un manantial de citas en alem¨¢n, en ingl¨¦s y en franc¨¦s, un narciso reflejado en el espejo de la cultura que so?aba con balancearse en un columpio pintado por Fragonard. De traductor de algunos textos de la escuela de Fr¨¢ncfort hizo el trasvase a una especie de intelectual marbell¨ª, un superdotado para la maledicencia, siempre que esta fuera est¨¦tica, sorprendente, aguda y despectiva, producto de la inteligencia.
Jes¨²s Aguirre necesitaba tener al lado a Garc¨ªa Hortelano para protegerse de su propia ficci¨®n, que no era sino un reflejo de muchos espejos frente a la naturalidad maciza de Garc¨ªa Hortelano que, por otra parte, contrastaba con la figura f¨ªsica de Juan Benet, otro ser all¨ª presente. Este era alto y flaco, parec¨ªa saberlo todo y no paraba de hablar hasta demostr¨¢rtelo; el otro era pragm¨¢tico, realista, con r¨¦plicas sorprendentes. Benet bromeaba: ¡°En las novelas de Hortelano los personajes siempre se est¨¢n duchando, suelen sudar mucho al borde de una piscina con un gin tonic en la mano y usan muchas toallas¡±. Hortelano le contestaba: ¡°Y en tus novelas, querido Benet, me obligas a subir por la pared norte con una dura e interminable escalada y cuando llegas a la cima te enteras de que hab¨ªa por detr¨¢s una carretera para subir en coche y que all¨ª hay una romer¨ªa, todos comiendo pulpo y empanadas de lamprea¡±. Un escritor pasa a la posteridad cuando se convierte en una fuente de an¨¦cdotas y ya no se recuerdan sus libros, sino algunas r¨¦plicas y frases afortunadas. ?Fueron reamente amigos? Se necesitaban. Solo la naturalidad de Garc¨ªa Hortelano funcionaba como espejo para que Benet y Jes¨²s Aguirre fueran reales.
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