Donde no llega la ficci¨®n
Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Por ello, hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir
Hay secretos que se resisten a ser revelados, dice Poe. Yo creo que hay historias que se resisten a ser convertidas en ficci¨®n. Me refiero sobre todo a las ficciones visuales, no a las literarias, porque la literatura trabaja con palabras, que son siempre m¨¢s abstractas que las im¨¢genes, y corren menos peligro de ser confundidas con la realidad. Hay historias que por su propia naturaleza demasiado ¨ªntima o demasiado atroz parece que est¨¢n en el l¨ªmite mismo del silencio, de lo que no puede ser contado sin profanaci¨®n o deslealtad, o riesgo de mentira. Incluso hay cosas, momentos de la vida, entre amantes, entre padres e hijos, entre amigos, que nos parece que no tienen un nombre que est¨¦ a la altura de su intensidad y de su belleza, y es mejor que queden en silencio, secretos que es mejor que no sean revelados. Hay una escena en Los muertos, de James Joyce, que no puedo leer sin estremecerme. Gabriel Conroy, hombre inseguro y sentimental, mira a su esposa, Gretta, a la que ama con locura, casi con miedo de no ser correspondido, y dice Joyce: ¡°Momentos de su secreta vida juntos estallaban como estrellas sobre su memoria¡±. Hay cosas supremas que no pueden ser contadas, que no deben ser contadas. Quiz¨¢s a algo de eso alude Cervantes en Don Quijote, a trav¨¦s su fiel narrador fantasma Cide Hamete Benengeli: ¡°Y pide que se le alabe no por lo que dijo sino por lo que dej¨® de decir¡±.
Claude Lanzmann sosten¨ªa que no son l¨ªcitas las ficciones sobre la Shoah en el cine, y ni siquiera las im¨¢genes documentales, porque tambi¨¦n estas tergiversan lo que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de toda reconstrucci¨®n. En las m¨¢s de 12 horas del documental solo hay testigos que hablan delante de una c¨¢mara, o im¨¢genes tomadas al cabo de muchos a?os de los lugares en los que sucedi¨® el exterminio. A Primo Levi lo atorment¨® siempre la necesidad de contar lo vivido en Auschwitz y la conciencia de que era imposible conocerlo o imaginarlo para quien no hubiera estado all¨ª. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Quien se dedica al oficio de contar siente ese l¨ªmite como una capitulaci¨®n; tambi¨¦n como una saludable invitaci¨®n a la humildad: hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir. Hay historias que se han perdido sin rastro, muertos para lo que nunca habr¨¢ ni una tumba ni un nombre, cr¨ªmenes que no se pagar¨¢n, v¨ªctimas que no ser¨¢n honradas nunca. Hay ficciones consoladoras o embusteras que quieren suplantar un conocimiento imposible, que seducen y mienten ofreciendo un simulacro de realidad.
No niego que tambi¨¦n puede haber limitaciones personales. A m¨ª me resulta imposible ver pel¨ªculas o series de ficci¨®n sobre el terrorismo etarra, porque cualquier complacencia est¨¦tica se me hace intolerable, cualquier sospecha de esa ¨¦pica inevitable con la que el cine tiende a representar la violencia y el crimen. Conoc¨ª hace muchos a?os a un corresponsal en Italia que hab¨ªa informado regularmente sobre los cr¨ªmenes de las mafias del sur del pa¨ªs y que se indignaba por el romanticismo con que el cine representaba a aquella gente zafia y cruel, enfangada en sangre, en brutalidad y en codicia. Y tambi¨¦n conozco a colombianos decentes a los que saca de quicio el c¨ªnico embellecimiento de un personaje tan inmundo como Pablo Escobar en las pel¨ªculas y en las series que no paran de prodigarse sobre su figura.
Igual que hay cosas que las palabras no pueden transmitir ¡ªy ah¨ª se encuentran en la frontera donde empieza la m¨²sica, o la pintura¡ª, tambi¨¦n hay otras que las ficciones visuales no pueden recrear, por mucha tecnolog¨ªa de efectos virtuales que pongan en juego. La pobreza, la miseria, el cine no sabe representarlas de verdad. Es mucho m¨¢s f¨¢cil fingir la riqueza. Cuando los lectores de Frank McCourt ve¨ªamos la pel¨ªcula meritoria de Alan Parker sobre Las cenizas de Angela, lo primero que saltaba a la vista era que aquellos ni?os actores, por muy bien maquillados que estuvieran, tambi¨¦n estaban muy bien alimentados. Los efectos verdaderos del hambre no pueden simularse: ni siquiera es decente intentarlo. Es una barrera que me vuelve inveros¨ªmil cualquier pel¨ªcula de ficci¨®n sobre el Holocausto.
Puede que no solo sea inveros¨ªmil, o irrespetuoso. Peor a¨²n, puede que sea superfluo. Vi Argentina, 1985, la pel¨ªcula dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Dar¨ªn sobre el proceso a las juntas militares que devastaron el pa¨ªs entre 1976 y 1983, y a continuaci¨®n vi un documental mucho menos publicitado, El juicio, de Ulises de la Orden. Argentina, 1985 tiene todos los m¨¦ritos y todas las convenciones de una pel¨ªcula de juicios, de una pel¨ªcula en la que un equipo de gente joven, inexperta, entusiasta, alcanza un triunfo inesperado gracias a la inspiraci¨®n de un l¨ªder que adem¨¢s resulta ser Ricardo Dar¨ªn. No hay lugar com¨²n que no nos sea familiar gracias a d¨¦cadas de cine: las oficinas llenas de gente fervorosa y ca¨®tica, el fiscal resuelto a cumplir su deber a pesar de todos los pesares, el que regresa muy tarde a casa y apenas puede prestar una atenci¨®n fatigada a la esposa y a los hijos, la tensi¨®n de la espera, el triunfo final, el plano fraternal del equipo caminando en¨¦rgicamente por un corredor del palacio de Justicia, la fotograf¨ªa brumosa de esos lugares llenos de humo de tabaco de los a?os setenta y ochenta. Los militares malvados tienen las adecuadas caras, el pelo engominado, la sonrisa jactanciosa de los culpables.
En el documental sobre ese mismo asunto, El juicio, no hay ninguna distracci¨®n. El fiscal no es Ricardo Dar¨ªn esforz¨¢ndose por parecer el fiscal Julio C¨¦sar Strassera en una interpretaci¨®n convincente. El fiscal, el representante digno y extenuado de la legalidad democr¨¢tica, es, sin maquillaje ni caracterizaci¨®n alguna, Julio C¨¦sar Strassera, con sus ojeras terminales, su palidez insalubre de fumador, su pelo negro pegado, su coraje de hombre fr¨¢gil, se?alando con palabras firmes y sobrias a una hilera de individuos uniformados que no necesitan hacer ning¨²n esfuerzo para representar lo que son, verdugos y asesinos sin remordimiento, hinchados de solemne brutalidad masculina. No hay primores est¨¦ticos, movimientos creativos de c¨¢mara: son im¨¢genes crudas de televisi¨®n, con el color confuso de aquellos a?os, con el barullo de una sala demasiado estrecha en la que todo el mundo est¨¢ muy cerca, los jueces y los acusados, los criminales y las v¨ªctimas. A ese grado de verdad no puede llegar la ficci¨®n.
Y tampoco hace falta. Hemos visto en los mismos d¨ªas una pel¨ªcula lujosamente producida y sin duda muy bien imaginada y dirigida por Juan Antonio Bayona, La sociedad de la nieve, y un documental de Randy Martin que trata del mismo asunto, la aventura sobrecogedora de los supervivientes de aquel avi¨®n estrellado en los Andes, en octubre de 1972. La pel¨ªcula de Bayona es eficiente y meticulosa, y provoca una reacci¨®n primaria de v¨¦rtigo y de terror cuando se ve en una sala de cine. En el documental est¨¢ la austera realidad de las cosas y de las voces que recuerdan, las caras todav¨ªa hechizadas medio siglo despu¨¦s. En el margen de una foto imperfecta se distingue un costillar humano pelado. Un hombre tranquilo de setenta y tantos a?os, Fernando Parrado, habla sin ¨¦nfasis, en calma, la mirada perdida, de la facilidad con la que el ser humano se acostumbra al horror. No hay mucho m¨¢s que podamos saber. Lo que ven todav¨ªa los ojos de ese hombre, lo que est¨¢ guardado en su memoria, nadie m¨¢s que ¨¦l puede verlo.
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