Tras los pasos del turbio naturalista Audubon: la pol¨¦mica es esa cosa con plumas

Esta historia empieza con la desaparici¨®n de un dinosaurio. Entr¨¦ el otro d¨ªa en el Museo de Historia Natural de Londres, uno de esos lugares en los que me siento como en casa (o mejor) para darme de bruces con una ausencia monumental: no estaba el famoso diplodocus del vest¨ªbulo. Como si se hubiera evaporado. Y mira que es grande un diplodocus. Alarmado, me dirig¨ª a un chico que repart¨ªa unos folletos informativos sobre el museo. ¡°Ah, est¨¢ en Coventry¡±, me dijo como si fuera lo m¨¢s normal que un dinosaurio se hubiera ido de paseo. Y a?adi¨® con humor brit¨¢nico: ¡°No se preocupe, no lo han robado¡±.

El ic¨®nico esqueleto de diplodocus (que en realidad es una copia del original desenterrado en Wyoming en 1899 y que se exhibe en el Carnegie Museum of Natural History de Pittsburgh) lleg¨® al museo londinense en 1905 y, tras exhibirse en distintas salas, desde 1979 ocupaba el lugar de honor en el vest¨ªbulo de entrada. Dippy, como se lo conoce cari?osamente, ha estado de tour por Gran Breta?a visitando Dorchester, Birmingham, Belfast, Glasgow, Newcastle upon Tyne, Cardiff, Rochdale y Norwich, y, tras regresar brevemente al museo, se ha vuelto a marchar para una estancia de tres a?os en Coventry. Calificado de dino-star y ¡°el dinosaurio favorito de la naci¨®n¡±, Dippy se desplaza como embajador del museo londinense.

M¨¢s animado al saber que el diplodocus est¨¢ buen recaudo en Coventry (ciudad a la que no le habr¨¢ asustado la llegada de un dinosaurio, con lo que han pasado), y que pronto se inaugurar¨¢ una copia de bronce a tama?o natural en el exterior del museo londinense, continu¨¦ mi visita. Y a quien s¨ª me encontr¨¦ fue al famoso cazador, explorador y soldado Frederick Courteney Selous, reconocido white hunter (cazador blanco) y matador de leones, al que se carg¨® de un disparo un francotirador de las tropas coloniales alemanas en Beho-Beho, Tanganika, en 1917 (est¨¢ enterrado bajo un tamarindo junto al Rufiji). Yo soy muy fan de Selous (como lo era el a?orado Javier Reverte), a partir del cual Rider Haggard molde¨® a su personaje de Allan Quatermain, y que es el ep¨ªtome de las viejas aventuras africanas incluidos safaris y las guerras con los matabele. Curiosamente uno de los grandes peligros que corri¨® Selous fue de ni?o en Londres: sobrevivi¨® por los pelos al famoso Desastre del skating de Regent¡¯s Park, cuando cedi¨® el hielo y se precipitaron al agua helada dos centenares de patinadores de los que murieron 40. Sus otros malos momentos ya fueron todos con mejor clima. Bueno, pues resulta que siempre que voy al museo saludo la estatua de bronce del cazador, obra de W. R. Colton, que est¨¢ desde 1920 en la escalera izquierda del fondo del vest¨ªbulo (antes dir¨ªamos que pasado el diplodocus). Y cada vez me pregunto cu¨¢nto va a durar, vista la ola de descolonizaci¨®n y correcci¨®n pol¨ªtica que recorre los museos de Europa y el hecho de que Selous mat¨® cientos de elefantes para comerciar con su marfil. En fin, de momento sigue all¨ª Selous, tocado con sombrero modelo voy de camino a las minas del rey Salom¨®n y rifle al brazo, en una hornacina de granito de las Matoppo Hills. Qui¨¦n iba a decir que se marchar¨ªa antes el diplodocus.

Pero si lo del capit¨¢n Selous es complejo para el museo, qu¨¦ decir de la exposici¨®n que se le dedica (hasta agosto) al gran pionero estadounidense de la ornitolog¨ªa John James Audubon (1785-1851), considerado uno de los grandes naturalistas, un artista de talento excepcional que acometi¨® la tarea de pintar todos los p¨¢jaros de Norteam¨¦rica y un impulsor del inter¨¦s y la pasi¨®n por las aves. Sus dos obras se?eras son el monumental compendio en cuatro enormes tomos The Birds of America, con sus extraordinarias pinturas a gran formato de aves a las que trat¨® de insuflar un realismo, un dinamismo y dramatismo innovadores a la vez que plasmarlas con la mayor belleza art¨ªstica, y el trabajo acompa?ante Ornithological Biography, donde describe en cinco vol¨²menes las especies norteamericanas, incluidas algunas que no encontr¨®.

Desgraciadamente (y de ah¨ª lo espinoso del asunto para el museo), la fama de Audubon, al que valoraba mucho Darwin, que le conoci¨®, se ha visto cuestionada en los ¨²ltimos tiempos por sus opiniones racistas y su desprejuiciada caza de miles y miles de aves, verdaderas masacres, a fin de estudiarlas. Gran aventurero y viajero en la ¨¦poca de la colonizaci¨®n, alto, guapo y audaz, era una fascinante mezcla de cient¨ªfico, escritor (tiene pasajes realmente bonitos en sus textos), explorador y hombre de los bosques (escopeta humeante siempre al brazo). Pero ni eso, ni que le apasionara Walter Scott, al que tambi¨¦n conoci¨® personalmente, le disculpa de haber sido propietario de esclavos negros y de defender la esclavitud sin problema alguno de conciencia.

Cuando viv¨ªa en Henderson, Kentucky, ten¨ªa nueve esclavos que no dud¨® en poner a la venta al atravesar una mala racha financiera. En una ocasi¨®n, adquiri¨® dos negros para que le ayudaran en una expedici¨®n por el Misisip¨ª y al acabarla los sald¨® junto con el bote. ?l mismo relata su encuentro en un pantano de Luisiana con un esclavo fugado al que convenci¨® para que se entregara y acompa?¨® personalmente hasta la plantaci¨®n de la que se hab¨ªa escapado. Vamos que no era un lector de La caba?a del t¨ªo Tom. Al igual que a los negros, tampoco consideraba a los nativos americanos iguales. Curiosamente, su propia identidad no est¨¢ clara. Hijo de un capit¨¢n de barco franc¨¦s con plantaci¨®n azucarera (y esclavos) en Santo Domingo (actual Hait¨ª) y de una de sus amantes, Audubon difumin¨® sus or¨ªgenes en una nube de mitos y mentiras, describiendo a su madre como una hermosa mujer de extracci¨®n espa?ola asesinada durante una de las frecuentes revueltas de esclavos en la isla. Lo que se ha descubierto que era falso (como lo de que aprendi¨® a pintar con Jacques-Louis David).

La exposici¨®n que le dedica el Museo de Historia Natural de Londres es discreta. Est¨¢ ubicada en la Nature Gallery, en la planta baja, cerca de donde se encuentra la placa con un paracaidista y el lema ¡°Spirit and Resistence¡± que recuerda que en el museo se encontraba durante la Segunda Guerra Mundial, en tres galer¨ªas selladas, la Estaci¨®n XVB del SOE (Special Operations Executive), la organizaci¨®n encargada de montar las arriesgadas misiones clandestinas en la Europa ocupada por los nazis. Desde luego el museo es una caja de sorpresas. Titulada John James Adubon and his ¡®Birds of America¡¯, la muestra ocupa tres vitrinas dobles e incluye cinco l¨¢minas de grabados de la obra magna del naturalista, su retrato por Lance Calkin que le muestra lleno de ¡°esp¨ªritu de la frontera¡± y vestido como si fuera a una cita con Pocahontas, consideraciones sobre su m¨¦todo de trabajo art¨ªstico, detalles del proceso de impresi¨®n (usaba las hojas de papel m¨¢s grandes que exist¨ªan, las llamadas ¡°doble elefante¡±, de 97 x 65 cent¨ªmetros), un volumen de su Ornithological Biography, y un p¨¢jaro disecado que parece reci¨¦n muerto, el pobre (la tijereta rosada o papamoscas cola de tijera). Entre las l¨¢minas, la famosa de la garza tricolor, descrita por Audubon como ¡°delicada en forma, hermosa de plumaje, y llena de gracia en su movimiento¡±; y la del t¨¢ntalo americano, la ¨²nica cig¨¹e?a nativa de Norteam¨¦rica y actualmente en recesi¨®n. La exposici¨®n alaba a Audubon, pero no deja de se?alar las cr¨ªticas que le han llovido y deplora que el naturalista supremacista no reconociera cu¨¢nto le ayudaron en sus investigaciones y exploraciones los negros y nativos americanos a los que despreciaba. Parafraseando a Emily Dickinson, la pol¨¦mica, esa cosa con plumas.

La muestra no es la ¨²nica menci¨®n al naturalista en el museo. En la secci¨®n Tesoros, una selecci¨®n en la Cadogan Callery de 22 de los objetos m¨¢s extraordinarios del centro, se muestran otras l¨¢minas de Audubon (adem¨¢s de uno de los tres famosos huevos del capit¨¢n Scott, es decir los de ping¨¹ino imperial recogidos durante su ¨²ltima expedici¨®n a la Ant¨¢rtida).

Por una de esas casualidades de la vida, la visita a la exposici¨®n sobre Audubon me ha coincidido con la lectura de un libro estupendo sobre ¨¦l, Audubon at Sea (University of Chicago Press, 2022), que recoge las aventuras costeras y trasatl¨¢nticas del naturalista en sus propios textos, presentados, editados y anotados por Christopher Irmscher y un buen conocido, Richard J. King, de cuyo espl¨¦ndido y reciente Sailing alone ya dimos cuenta. Audubon ¡ªN¨®rdica public¨® en 2021 su diario del Misisip¨ª¡ª est¨¢ considerado un ornit¨®logo terrestre (y valga la frase), que se pateo el interior de Norteam¨¦rica pajareando (y disparando). Pero este libro recuerda que pas¨® tambi¨¦n mucho tiempo en el mar (12 traves¨ªas del Atl¨¢ntico y numerosas singladuras a lo largo de las costas norteamericanas) observando aves marinas (y disparando), aunque le daba miedo el mar y se mareaba.

En el viaje de Nueva Orleans a Liverpool en 1826 a bordo de la goleta Delos, del que dej¨® un diario, vio ballenas y tiburones, y describi¨® la pesca y agon¨ªa de delfines y otras criaturas en cubierta con una falta de piedad deplorable. Tambi¨¦n describi¨® en un viaje a los cayos de Florida una matanza espeluznante de pel¨ªcanos (explica el uso de la caracter¨ªstica membrana bajo el pico de esas aves, una vez seca, como ¨²til bolsa para la p¨®lvora y las balas). Pero lo que m¨¢s pena me ha dado ha sido leer en el relato de su ¨²ltimo viaje, al Labrador, el atroz exterminio que perpetra en Perroquet Islands de frailecillos, esas simp¨¢ticas avecillas que no pueden sino inspirar ternura. Acompa?ado de dos marineros y cargado con varias escopetas de dos ca?ones, Audubon les dispara a los millares de p¨¢jaros nidificantes durante una hora entera, anotando que, caramba, parece que hubiera all¨ª la mitad de la poblaci¨®n mundial. ¡°Cuantos puffins (frailecillos) mat¨¦ en ese tiempo me tomo la libertad de dejarlo a su imaginaci¨®n¡±, proclama, satisfecho de la carnicer¨ªa.

¡°Ambiguo h¨¦roe en el mejor de los casos¡±, califican Irmscher y King a Audubon en la coda de su libro. Recuerdan que en1830, el naturalista y su mujer traspasaron a una mujer negra y sus dos hijos ¡ª¡±que nos pertenec¨ªan¡±, apunt¨® Audubon¡ª a unos amigos para que los usaran al marcharse ellos una temporada a Inglaterra. En sus charlas, pasaba de imitar la voz de los p¨¢jaros a entonar ¡°el grito del piel roja¡± como si los nativos americanos fueran una especie m¨¢s de fauna. Se?alan los autores que ¡°desde luego Audubon no fue un San Francisco de As¨ªs¡± y ¡°caz¨® much¨ªsimas m¨¢s aves de las que necesitaba para su tarea art¨ªstica y cient¨ªfica¡±. Y concluyen con mucha raz¨®n que el naturalista, que muri¨® en 1851 en Nueva York con la mente devastada por la demencia como un campo bajo una plaga de estorninos, fue sin duda un hombre de su tiempo, como se suele decir para exculpar a alguien, pero desde luego fracas¨® en ser, como s¨ª acostumbran a serlo en cambio los verdaderamente grandes, un hombre adelantado a su tiempo.