Viajar en el tiempo s¨ª es posible
Visitar un pueblo 'amish' en Estados Unidos, pasear por una ciudad anclada en la Edad Media o adentrarse en una cueva con huellas de hace miles de a?os. Lugares que transportan a otras ¨¦pocas
Stephen King escribi¨® una estupenda novela de viajes en el tiempo titulada 22/11/63 (DeBolsillo) en la que jugaba con todos los t¨®picos del g¨¦nero y, a la vez, los subvert¨ªa. El punto de partida es un restaurante estadounidense cl¨¢sico, un diner, cuya despensa guarda una sorpresa: desde ella se viaja a las 11.58 del 9 de septiembre de 1958. No importa el tiempo que uno permanezca en aquella ¨¦poca, en el presente solo pasan dos minutos, aunque el desgaste f¨ªsico es enorme, entre otras cosas porque la historia se resiste a ser cambiada, que es lo que pretenden los viajeros temporales. Su objetivo es quedarse en el pasado el tiempo suficiente para evitar el asesinato de John F. Kennedy, que tiene lugar en Dallas en la fecha que da t¨ªtulo al libro. Cuando emprende su primer viaje, al protagonista, una vez recuperado del soponcio de encontrarse en otra ¨¦poca, lo que m¨¢s le choca son los sabores. ¡°Me tom¨¦ una cerveza de ra¨ªz. Fant¨¢stica¡±, asegura. ¡°S¨ª, las cosas saben mejor ah¨ª. Menos conservantes, o lo que sea¡±, le replica el propietario del diner, que ofrece las mejores hamburguesas de la ciudad a un precio rid¨ªculo, precisamente porque hace la compra en el pasado. ¡°?Compras la misma carne, una y otra vez?¡±, le pregunta Jake Epping cuando se da cuenta de que da igual las veces que uno vaya y vuelva, porque siempre llega a un lugar y un momento que no cambian. ¡°La misma carne, a la misma hora, del mismo carnicero, que siempre dice lo mismo a no ser que yo diga algo diferente¡±, replica.
Los sabores del pasado son una de las muchas cosas que buscamos al viajar y que no siempre encontramos. Se trata de una quimera grabada en nuestro inconsciente colectivo, que en Espa?a aparece en un c¨¦lebre anuncio de fabada en lata y que en Italia queda reflejado en un spot de galletas. No es extra?o: son dos pa¨ªses mediterr¨¢neos donde el pasado culinario pesa mucho sobre el presente, donde las recetas se transmiten en el hogar y se glorifica, con raz¨®n, la comida de los abuelos, que es siempre la misma pero diferente. En cada familia, las lentejas, las alb¨®ndigas o el gazpacho son distintos, como ocurre en Italia con la salsa bolo?esa, la lasa?a o las aceitunas a la Escolana, rellenas de carne picada y fritas. Se venera la comida casera porque nos conecta con otros tiempos y otros lugares, porque nos permite mantener la ilusi¨®n de que se trata de olores y sabores que se han mantenido intactos a lo largo de generaciones (lo que nunca puede ser del todo cierto, porque es imposible que los ingredientes sean los mismos).
En algunos casos se pueden realizar desplazamientos en el tiempo reales en busca de sabores perdidos, y cuando nos encontramos con uno de ellos el viaje cobra, de repente, otra dimensi¨®n. Por mucho que se haya visto la pel¨ªcula ?nico testigo (1985), recorrer el condado de Lancaster, en Pensilvania (en la Costa Este de Estados Unidos), es una experiencia dif¨ªcilmente olvidable: de repente uno se encuentra en otra ¨¦poca, en un mundo donde solo existen los coches de caballos y se trabaja la tierra sin motores, donde se viste y se vive como en otros tiempos; un lugar donde en la mayor¨ªa de los hogares no hay ni secadoras, ni televisiones, ni ordenadores, ni neveras. Se trata de un condado ?amish, una comunidad protestante congelada entre los siglos XVIII y XIX con algunos toques del siglo XX (est¨¢n permitidos los tel¨¦fonos comunitarios, naturalmente de l¨ªneas terrestres, y hay casas con alguna forma rudimentaria de electricidad). El anacronismo son los turistas y sus coches?que, sin embargo, son bien recibidos siempre y cuando sean respetuosos, porque el condado obtiene muchos ingresos gracias a los visitantes, que se multiplicaron tras la pel¨ªcula de Peter Weir. Y cuando se para a almorzar en uno de los muchos restaurantes rurales de la zona, como en la novela de Stephen King, se comprueba que la comida aqu¨ª sabe diferente, que el siglo XXI tambi¨¦n se mantiene fuera de sus cocinas, con sabores que la generaci¨®n que creci¨® en la era de la agricultura masiva hab¨ªa olvidado.
La gastronom¨ªa amish recuerda a la que nos podemos encontrar en las pel¨ªculas del Oeste y refleja hasta qu¨¦ punto Estados Unidos es un crisol de culturas, porque el origen de esta comunidad es alem¨¢n (de hecho, hablan un dialecto del alem¨¢n). Por las mesas de madera de los amplios comedores tradicionales circulan platos de estofado, pur¨¦ de patata, sopa de ma¨ªz, pollo frito, salchichas con una especie de chucrut, encurtidos y tartas en tremendas raciones (decir que son generosas ser¨ªa quedarse muy corto). Todas las recetas pertenecen a otros tiempos; por ejemplo, el ma¨ªz ofrece una textura y un sabor olvidado. La ropa tradicional, los coches de caballos aparcados en la puerta y las casas de madera que se extienden a lo largo de los campos labrados todav¨ªa con animales de carga, que se ven desde la ventana, no ayudan precisamente a situar al viajero en su presente. Una sensaci¨®n que tambi¨¦n ocurre en los barrios de jud¨ªos ultraortodoxos, por ejemplo en algunas zonas de Brooklyn (Nueva York) que aparecen retratadas en la serie Unorthodox, el ¨¦xito de la temporada en Netflix. En ese caso, el viaje es al mundo perdido de los shtetl, las aldeas jud¨ªas de Europa Oriental arrasadas por el nazismo. Son lugares, eso s¨ª, que deben visitarse con el m¨¢ximo respeto y discreci¨®n.
En realidad, cuando viajamos son casi tan importantes los desplazamientos temporales como los geogr¨¢ficos. Siempre andamos en busca de un rinc¨®n de la costa mediterr¨¢nea que se conserve tal cual era antes del desarrollismo tur¨ªstico que empez¨® en la d¨¦cada de 1960, o tratamos de imaginar que nos hemos desplazado a la Edad Media entre los callejones de una ciudad monumental como la francesa Carcasona, la toscana Volterra o la m¨¢s cercana Segovia en una noche solitaria de invierno. Tambi¨¦n queremos visitar una urbe romana; en Herculano, una de las ciudades destruidas por la erupci¨®n del Vesubio, se puede conseguir casi con m¨¢s facilidad que en Pompeya, aunque tambi¨¦n en el centro hist¨®rico de N¨¢poles, a pesar del ruido incesante de las motos, que se convierten en un recalcitrante y poco convincente anacronismo. Una ermita rom¨¢nica en el Pirineo una tarde de tormenta; los frescos del baptisterio de Parma golpeados en silencio por la luz de verano; el zoo del Jard¨ªn de las Plantas de Par¨ªs, que se conserva como en el siglo XIX, o el bullicio de un s¨¢bado por la tarde en Akihabara, el barrio tecnol¨®gico de Tokio, abren ventanas a otras ¨¦pocas, pasadas y futuras.
Sin embargo, en el globalizado siglo XXI, por lo menos hasta el asalto del coronavirus que puede cambiar la forma en la que vivimos y viajamos hasta que se logre una vacuna, el pasado se encontraba cada vez m¨¢s lejos y el futuro no parec¨ªa muy reconfortante con los efectos del cambio clim¨¢tico. Los lugares detenidos en otras ¨¦pocas son cada vez m¨¢s inaccesibles ¡ªpienso, por ejemplo, en el corredor de Wakhan, la ¨²nica parte de Afganist¨¢n nunca alcanzada por las guerras que padece el pa¨ªs desde hace cuatro d¨¦cadas, protegido del exterior por las monta?as del Hindu Kush¡ª o demasiado peligrosos, como ocurre con Yemen, sumido en la hambruna y la guerra civil. Adem¨¢s, los m¨®viles, los ordenadores, los letreros luminosos o, todav¨ªa peor, el intento de recrear el pasado con restaurantes o comercios falsamente antiguos hacen cada vez m¨¢s dif¨ªciles los viajes temporales.
Historias fabulosas
No es extra?o, por tanto, que la mayor¨ªa de los parques tem¨¢ticos nos inviten a viajar al pasado o al futuro. Pero son los libros, el cine y ahora las series los que de una forma m¨¢s tozuda han intentado que visitemos otras ¨¦pocas. Desde Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain, y La m¨¢quina del tiempo (1895), de H. G. Wells, hasta Devs, una nueva serie de HBO, pasando por la estupenda ficci¨®n El Ministerio del Tiempo, cuya cuarta temporada se estrena el pr¨®ximo martes 5 de mayo en TVE, u otros cl¨¢sicos de la literatura como Ahora y siempre (1970), de Jack Finney, o En alg¨²n lugar del tiempo, de Richard Matheson (1975) ¡ªel Hotel del Coronado, en San Diego, donde transcurre existe todav¨ªa junto a una de las playas de esta ciudad de la Costa Oeste de Estados Unidos¡ª, los viajes temporales regresan una y otra vez, con sus historias de paradojas, cambios en el pasado y espacios que, en cuesti¨®n de segundos, se muestran totalmente diferentes.
Aqu¨ª no hay reglas: en algunos casos resulta necesario construir complicadas m¨¢quinas ¡ªla m¨¢s famosa es la de H. G. Wells, aunque toda una generaci¨®n creci¨® con el DeLorean DMC-12 de la trilog¨ªa cinematogr¨¢fica de Regreso al futuro¡ª, mientras que en otros se trata de puertas escondidas en un edificio del centro de Madrid, como en El Ministerio del Tiempo. Otras veces simplemente ocurre y un personaje se despierta en otra ¨¦poca sin que nadie explique muy bien el porqu¨¦. Esa es la base de una de las mejores historias de los ¨²ltimos a?os, la novela gr¨¢fica Barrio lejano, de Jiro Taniguchi, uno de los grandes maestros del manga. Un hombre se sube al tren equivocado desde Kioto y, en vez de volver a su casa en Tokio, acaba en el pueblo de su infancia. Ya que est¨¢ ah¨ª, decide ir a visitar la tumba de su madre, se queda dormido y se despierta 35 a?os atr¨¢s, en sus 14 a?os. Pero solo ha cambiado su cuerpo, su mente sigue siendo la del adulto en el que se ha convertido. Mientras que los personajes de Stephen King notan un sabor diferente en la comida del pasado, el protagonista de Taniguchi lo primero que percibe es que ¡°el olor del aire parec¨ªa cambiado¡±. Y luego realiza un viaje a su adolescencia en un pa¨ªs que todav¨ªa se reconstru¨ªa tras la II Guerra Mundial, con el trauma del conflicto y de la destrucci¨®n siempre presente.
Jap¨®n es uno de los pa¨ªses donde resulta m¨¢s f¨¢cil y a la vez m¨¢s complejo viajar en el tiempo: salvo algunas ciudades, sobre todo las antiguas capitales imperiales de Kioto y Nara que los aliados decidieron no bombardear, el resto fue arrasado. Quedan unos pocos barrios, alguna casa y, sobre todo, bastantes jardines. No es f¨¢cil encontrar rincones que se abran a otras ¨¦pocas y, en ese sentido, la sensaci¨®n de un pasado perdido est¨¢ mucho m¨¢s presente que en otras ciudades da?adas por guerras. Pero a la vez la conexi¨®n con el pasado es muy fuerte, y cuando se recorren los templos de madera y los jardines hist¨®ricos o se pasea por el centro de Kioto o alg¨²n barrio de Tokio que milagrosamente sobrevivi¨® a los bombardeos, el pasado de repente no resulta nada ajeno. De alguna forma nunca se ha ido del todo. Tal vez es lo que Taniguchi trata de retratar en este tebeo y en su obra en general.
Todas las ciudades esconden esos rincones, esos pasadizos a otras ¨¦pocas. Midnight in Paris (2011), la pel¨ªcula de Woody Allen cuyos personajes viajan al Par¨ªs de los a?os veinte, es en el fondo una broma sobre eso, sobre una ciudad que nunca ha desaparecido porque vive en la mente de la mayor¨ªa de sus visitantes. Los mapas que invitan a recorrer el Madrid de Benito P¨¦rez Gald¨®s o el Londres de Charles Dickens guardan el mismo poder evocador, porque muestran que en nuestro presente se esconden otros tiempos, a veces producto de la historia y otras veces de la imaginaci¨®n. Esas dos palabras se funden de manera especial en las cuevas prehist¨®ricas, tal vez la forma m¨¢s evidente de viajar en el tiempo y la m¨¢s f¨¢cil desde nuestro confinamiento, porque la mayor¨ªa est¨¢n cerradas por motivos de conservaci¨®n y solo se pueden visitar a trav¨¦s de r¨¦plicas o de estupendas reconstrucciones digitales, como las de la cueva de Altamira, en Cantabria, o la de Chauvet y Lascaux (en Francia). Ofrecen la ¨²nica ventana al pasado prehist¨®rico de nuestra especie y a trav¨¦s de los dibujos en las paredes nos muestran lo que aquellos primeros humanos ve¨ªan, porque los animales est¨¢n extraordinariamente bien representados, pero tambi¨¦n lo que so?aban, porque reflejan un universo simb¨®lico indudable.
Encerrados, mirando el mundo desde nuestras ventanas, aquellos dibujos milenarios nos demuestran que todo el universo se puede esconder en cuatro trazos en una pared h¨²meda. Y que viajar en el tiempo es posible. Y, sobre todo, que lo que se ha ido sigue de alguna manera con nosotros.
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